................. ...............CARLOS CERDA

 





CAPÍTULO TRES

6

Andrés, el pobre Andrés, aquél de quien se habla desde muy temprano en conversaciones telefónicas acompañadas de café y tostadas y el primer cigarrillo del día. Andrés recién devuelto al paraíso perdido por una institución de sigla enigmática. Andrés aterrizado de golpe en el mundo que había aprendido a reconocer como propio y que hoy siente el único territorio definitivamente extraño del planeta. Lo asusta a esta altura el tono confuso que han ido tomando las cosas, la promesa hecha a su hermano en el auto, camino a casa, aun antes del regreso al hogar; promesa tácita, porque recuerda muy bien no haber dicho esta boca es mía, y sin embargo está claro: no debe decir que este viaje es sólo por quince días, su padre no debe saberlo, podría ser fatal. Preocupado, más que sorprendido, por la forma en que se han ido manifestando las coincidencias, por muy gratas que sean: rumiando ya esa medrosa concertación de casualidades, su encuentro con Sonia en el mismo supermercado de entonces, de antes -esos breves eufemismos para no decir antes de qué, qué es entonces-. Sonia perdida entre los corredores atiborrados de mercadería, como recién saliendo del mar, del último verano... o del primer sol del verano que viene, la piel bronceada, su alba polera una segunda piel, el número telefónico de Sonia quemándole ahora el costado en que lo guarda. Rumiar también el sentido de esa cosa tan concreta y al mismo tiempo irreal que lo rodea, lo cerca, lo asfixia: la multitud de rostros herméticos avanzando por el Paseo Ahumada con la vista fija en el cielo sucio que forma un oscuro horizonte de smog allí donde la cuadra parece cerrarse para el grito; recorre el paseo, rumia el paseo, rumia ese cuento que se ha prometido escribir un día y que lo aguarda en algún rincón de ese gentío, en esa calle gris. El cuento estaba allí, mucho más violentamente que todo lo que podía imaginar. Antes, claro, mucho antes de que aparecieran los cuchillos.

Los cuchillos...
... ésos que siguen cayendo todavía,
sin aquietarse nunca,
girando sus puntas brillantes
desde el suelo, pero siempre
cayendo, porque siguen cayendo,
¿dejarán de caer en su memoria
esos cuchillos?

..... Antes de esa noche, cuando el filo aún no entraba en su herida, Andrés ya había caminado por Ahumada rumiando la trama de su cuento. ¿Cómo no contar una de las historias que suceden en la promiscuidad del Paseo? ¿Cómo no meter la mano allí para tomar por las orejas una de esas historias, aunque patalee colgando de su puño? Andrés recorría el paseo en esa búsqueda, admirando la multiplicación de mercaderías como brotadas del suelo, esa multitud de rostros abatidos, y paseaba su oído escuchando la caótica oferta de objetos inútiles.
..... Lo que nunca imaginó es que iba a ser una historia de muerte. ¿Pero era tan difícil predecirlo? ¿No andaba rondando la loba por ahí, escondida apenas entre los lumazos? ¿No lengüeteaba su veneno en la cabeza del herido? ¿Acaso no la presentía la estudiante pateada en el pasillo de la micro verde? ¿No se adivinaba ya su filo, fatal como un cuchillo?
..... Se cansó de perseguir esa historia que lo superaba. Renunció a seguir recorriendo el Paseo.
..... Esa noche Andrés había pasado por la casa de sus padres -su casa en estos días- para descansar un momento y ponerse una ropa más abrigada. En Santiago -eso también lo había olvidado- se van juntas la tarde y la tibieza. Estaba precisamente vistiéndose, iba camino a la cocina en busca de la camisa blanca que Teresa le acababa de planchar, cuando se apagaron todas las luces. La instantánea oscuridad paraliza y se parece al miedo. Desde la pieza de sus padres oyó un murmullo asordinado, un rumor de ropas, el cuidadoso movimiento de un cuerpo en una cama. Él mismo se había quedado inmóvil, el gancho colgando de su mano caída y la camisa, una invisible bandera blanca de rendición, también caída. Después de un rato se acercó inseguro, esperando que sus piernas palparan el borde de la mesa de centro, hasta llegar así, moviéndose dentro de la parálisis, a la mesa esquinera en cuyo cajón la madre guardaba las velas, los fósforos, una linterna, una radio a baterías. Objetos tranquilos que ahora formaban parte de una rutina inquietante y que había terminado por parecerles normal: cada semana un apagón, todos los días una violencia nueva, a cada hora la posibilidad del miedo.
..... Su mano fue palpando los objetos que traerían la luz. Dejó la camisa sobre el sillón, pasó sus dedos por la áspera longitud de la vela y rescató también los fósforos desde su propia penumbra. Tomó la vela y con dificultad encendió una cerilla. La llama declinante que siguió al resplandor le devolvió una tristeza de paredes amarillentas, sucias de sombras y de silencio, como si esas sombras y ese silencio hubiesen sido la realidad más patente en los doce años que duró su ausencia: la paulatina pobreza, la inevitable vejez, la enfermedad sin remedio. Ahora llegaban de la pieza de sus padres unas toses tan apagadas como las frases dichas en sordina.
..... En la radio a baterías escuchó que en ese momento ocurrían incidentes en el Paseo Ahumada.
..... La total oscuridad -esa noche unánime de Borges- no había desanimado, sin embargo, a los bandos que combatían. Según la voz metálica que parecía salir de la mínima luz de la pequeña radio, en la penumbra de la calle la batalla se había encendido como una llamarada. Carreras ciegas, golpes que adivinaban la espalda del otro, un grito, el ruido seco de un disparo. Luego la gresca también se fue apagando.
..... Cuando volvió la claridad a la casa y reapareció en las ventanas el océano de luces, el locutor informó que durante los incidentes, en medio del apagón, un carabinero había sido apuñalado por la espalda.

Andaba por ahí la loba entonces,
paseando su guadaña en el Paseo.
¿Alguien oyó su grito
en medio de esa noche doble?
¿Se preparó desde la luz el cuchillo,
presintiendo a su oscuro cómplice?
¿Quién vio la sangre?
¿El rojo vivo oculto en la negrura?

..... Se sintió súbitamente cansado. Le dolía el cuello, estaba tenso, no quería salir a la calle, temió un nueva apagón que lo paralizara a la intemperie. Volvió a la cocina, sacó una cerveza del refrigerador y puso el gancho con la camisa en la misma percha de donde lo había tomado. Apagó la luz del estar y pasó en silencio frente a la pieza de sus padres. Ya no se oían sus voces apagadas, pero sí un murmullo de ropas y gemidos, algunas toses roncas y el espiral ascendente de una respiración agitada. Entró a su pieza con la esperanza de poder dormir apenas apagara la luz.
..... Durmió sobresaltado y de amanecida volvió al Paseo en un nuevo intento de penetrar sus esquivos misterios.
..... Vio a los niños disputándose el abundante final de los desperdicios, y el comienzo del día en el tranco acelerado de los oficinistas. Vio levantarse las cortinas metálicas de las tiendas como un último bostezo; vio llegar a la limosnera con sus críos, y a los que nunca salen de su noche: los ciegos de verdad y de mentira,

los nudos que tocan guitarras
los guitarristas que piden limosna
los limosneros que portan anuncios
los anunciadores que gritan productos
los productores cesantes
engañando sus manos inútiles
los inútiles traficando divisas
los traficantes tomando café
las sonrisas recibiendo propinas...

..... De pronto cambió de color ese tramo del Paseo. Venía de verde la amenaza, avasallando como un látigo. Los uniformes se multiplicaron y fueron múltiples también la desbandada y el disimulo de quienes escondían sus mercaderías en paquetes armados de golpe con el mismo papel que les servía de vitrina. Desaparecían tras los quioscos, metiéndose el envoltorio entre las faldas o cubriéndolo con el cuerpo contra las paredes de los pasajes, en el confuso transcurrir de ese remedo de guerrilla que dura de la mañana a la noche.
..... Los sorprendidos en el disimulo o en la fuga sufrieron una nueva derrota en esta guerra perdida de antemano. Quedaban esparcidos por el suelo los modestos tesoros del mercado prohibido.
..... Andrés corrió hacia el interior de un edificio y, al comprobar que el despliegue verde se había adueñado de la calle, entró en el ascensor. Ya se cerraba la puerta cuando se coló un hombre flaquísimo que apenas sostenía su paquete clandestino. Andrés reconoció el tosco papel de esas vitrinas ambulantes. El rostro del hombre estaba pálido, parecía una continuación de su camisa. Empezarona subir. El hombre seguía palideciendo y el sudor lo empapaba. A ambos les pareció interminable la subida. El hombre miraba a Andrés desde el fondo de su miedo. Ya al final sus brazos cedieron y cayó lento el paquete. Se abrió el papel y entonces brillaron los cuchillos. Ahí cruzó por su conciencia esa especie de relámpago: a través de su fulgor Andrés vió dos ojos pequeños, asustados, todo el odio imaginable concentrado en dos pupilas; recordó con un dolor antiguo otra palidez, la nieve larga de su exilio, mientras seguían cayendo esos largos, afilados cuchillos.

 

Una Casa Vacía. Alfaguara . 1996



Con la promesa de salvar su matrimonio, pero roídos también por dudas y temores, Cecilia y Manuel aceptan, del padre de ella, el regalo de una casa que, aun abandonada e invadida por la maleza, ejerce sobre ellos una extraña fascinación. Durante la noche de la fiesta inaugural, mientras los invitados recorren la casa recién restaurada, ciertos detalles -una escalera que baja a un sótano, un árbol que se aplasta contra una ventana, misteriosos sonidos que evocan un lamento- irán abriendo en la memoria de todos compuertas que parecían selladas, exponiendo viejas heridas (el desamor, el miedo, el desarraigo, el horror puro) y enfrentándolos, finalmente, a un dilema moral que los trasciende, Una casa vacía es el relato intenso y estremecedor de la revelación del dolor y de la culpa, pero también del descubrimiento de la redención posible y la libertad personal.

de la contratapa.

 

 

 
 


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letras.mysite.com , proyecto patrimonio, CARLOS CERDA: Una casa vacía. Novela. (1996)



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