Novela ganadora del premio La Nación-Sudamericana, 
            El desierto es la nada complaciente reflexión sobre las responsabilidades 
            individuales y colectivas bajo las dictaduras más sangrientas.
          Sería fácil decir que El desierto, 
            la novela del chileno Carlos Franz que ganó el premio 
            La Nación-Sudamericana, se inscribe en ese movimiento colectivo 
            que no hace mucho comenzó a consolidarse en su país 
            de origen: el procesamiento social de los significados posibles del 
            régimen pinochetista. Si de la literatura depende, en parte, 
            la comprensión de lo
 
            que llamamos historia, el texto de Franz hace lo propio cuando se 
            pregunta si la inacción de una sociedad ante el terrorismo 
            de Estado sólo se justifica en el miedo, o si también 
            se explica en la indiferencia y la culpabilidad de sus integrantes. 
            Un dilema del que el autor se vale para escarbar en las llagas de 
            una historia que, en cierto modo, aún está por escribirse. 
          
          “Los monstruos dormidos de la memoria” de Laura comienzan a desperezarse 
            cuando decide volver –tras veinte años de exilio en Alemania– 
            al pueblo en el que siendo muy joven ocupó el cargo de jueza, 
            y en donde poco después del golpe que derrocó a Salvador 
            Allende vio llegar un destacamento militar al mando del mayor Cáceres 
            con el designio de fusilar y hacer desaparecer a prisioneros políticos. 
            Su regreso al Chile de la transición democrática, para 
            hacerse cargo nuevamente de su puesto, le significará no sólo 
            reencontrarse con esa comunidad que se ha empeñado en negar 
            los hechos del pasado, sino también desandar el camino que 
            antes emprendió su hija con el fin de buscar las respuestas 
            que su madre le negó durante años.
          “¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas 
            esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?” es la pregunta que 
            martillea la conciencia de la protagonista, y que Claudia escribe 
            en una carta que le envía desde Chile con la intención 
            de saber qué hizo ella como jueza mientras los militares cometían 
            sus atrocidades. Y es en la extensa respuesta que Laura redacta antes 
            de su viaje (y que arma, en El desierto, un contrapunto narrativo 
            con el relato de la vuelta a su patria) donde el nudo gordiano comienza 
            a deshacerse. El fantasma del mayor Cáceres reaviva así 
            el recuerdo de un pacto oscuro que ambos entablaron, luego de un episodio 
            en el que Laura es torturada y forzada a delatar a un prófugo 
            del campo que los militares montaron en su pueblo. Un pacto a través 
            del que Franz rescribe –en clave de chantaje– las relaciones eróticas 
            entre torturador y torturada, y en el que Laura acepta entregarse 
            a su verdugo a cambio de que no siga matando prisioneros. 
          Si bien el autor –que publicó las novelas Santiago Cero 
            (1990) y El lugar donde estuvo el Paraíso (1996), y 
            cuya prosa abreva en la de Graham Greene, Julian Barnes y Ian McEwan– 
            transita ciertos tópicos presentes en las narrativas de la 
            “guerra sucia” (el exilio, el repaso del pasado personal y social 
            anterior a la partida, el denominado “síndrome de Estocolmo”, 
            etc.), el hecho de que El desierto sea –según él– 
            una “novela de ideas” la aleja de la trampa del lugar común 
            que la historia y la literatura tienden en esos casos. Cuando Laura 
            discurre sobre qué significó para ella encontrarse de 
            pronto con el deber de hacer justicia con leyes injustas, la filosofía 
            política hace su ingreso en el texto para abrir una reflexión 
            sobre el Estado totalitario. Una reflexión que se inscribe, 
            a su vez, en la primera causa con que la jueza se topa al recobrar 
            sus fueros, y en la que un joven abogado denuncia –entre otras cosas– 
            la existencia de una culpa colectiva en “la normalidad que rodeó 
            a lo perverso” aquellos años. Allí, Franz pone el ojo 
            en uno de los atolladeros que tiene la memoria: el de las responsabilidades 
            morales y políticas de la sociedad en su conjunto. De una nación 
            cuyo epítome se forja en ese pueblo inhóspito, reseco, 
            que el autor llama Pampa Hundida. El desierto, de este modo, 
            se preocupa por dar cuenta de las líneas de contacto entre 
            el centro de desaparición de personas y la comunidad que lo 
            rodea, ensayando una microfísica del poder a la sombra del 
            terrorismo de Estado. Y es la participación activa o pasiva 
            de sus integrantes (del médico que examina a los fusilados 
            y prescribe o no el tiro de gracia; del periodista que acepta la censura; 
            del cura que asiste espiritualmente a los prisioneros; de los que 
            hacen oídos sordos a los disparos que retumban en la calma 
            matutina) lo que permite adentrarse en una “zona gris” en que las 
            responsabilidades se confunden y se vuelven recíprocas. Una 
            zona en que la culpabilidad de las víctimas es “la más 
            oscura forma en que el poder logra perpetuar sus afrentas”. 
          La pugna que se narra en El desierto entre Laura y su hija 
            es, en realidad, la de dos generaciones. “Parece que los únicos 
            dispuestos a enfrentar el pasado en este país somos quienes 
            no lo vivimos”, le enrostra en un momento Claudia a su madre. Y lo 
            hace situada frente a esa tragedia (en cuya mención redunda 
            la novela) que en el presente se repite como farsa, y que para el 
            narrador condena a los hijos de la dictadura a buscar sus banderas 
            en el pasado de sus padres, a falta de nuevos y mejores ideales. En 
            ese arco en que la literatura se torna para Franz una herramienta 
            útil para revisar lo hecho por la sociedad durante y después 
            del pinochetismo, se trasluce la ambición que inflama El 
            desierto. Una ambición que sólo los meandros de 
            la historia literaria podrán determinar si fue o no cumplida: 
            la de ser la gran novela de la dictadura.