Proyecto Patrimonio - 2005
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Carta para una hija, veinte años después

Fragmento de la novela “El desierto” de Carlos Franz

 


A continuación, de la novela "El desierto", fragmento de una carta que la jueza de Pampa Hundida, Laura Larco,
protagonista de la historia, le envía a su hija Claudia, años después de los hechos narrados.

El suboficial me dejó en la oficina de un teniente, jovencito (¡todavía más que yo!), probablemente recién salido de la Escuela Militar. Este volvió a preguntarme el propósito de mi visita, pestañeando, asintiendo y negando, mientras me oía. Luego se inclinó sobre el escritorio; me dijo en voz baja, como si me lo implorara: "¿No podría volver otro día? Estamos acuartelados, en estado de alerta máxima".

[...] Luego desapareció en el cuarto contiguo, dejándome sola [...]

Había una pizarra, como la de una sala de clases, y en ella cuentas incomprensibles, de una aritmética básica, que no me cuadraban. No sé por qué esas cuentas fallidas, que el tenientillo había estado sacando, me hicieron pensar en la cadena de mando, en cómo estaba subiéndola, eslabón a eslabón, y absurdamente eso me tranquilizó, llenó algo del hueco en mi estómago: era una forma de legalidad, un orden reconocible; esos militares y yo pertenecíamos a la misma razón burocrática, la que ordena el desorden del mundo.

[...] El teniente reapareció y me guió sin una palabra, cruzando el patio otra vez, hasta el edificio más alto, el viejo teatro de la salitrera, al pie de la enorme chimenea inclinada, sus ladrillos erosionados, color de carne viva, coronada por una atalaya de vigilancia, artillada, que podía abarcar todo el complejo. Me hizo pasar al interior del teatro, me condujo hasta el borde del proscenio, donde dos oficiales en tenida formal, con las gorras puestas y la cabeza gacha, leían el escrito que yo había entregado en la puerta. "¿Viene a celebrar los juicios?", me preguntó uno, arrugando el ceño, sin mediar presentaciones. "¿Usted es del tribunal?", me interrogó el otro, dándole la vuelta al papel sellado y firmado por mí misma, que tenía en la mano. Contesté: "Se dice que aquí hay detenidos. Conforme a la Constitución de la República, nadie puede ser detenido si no es por orden de juez competente. Yo soy el juez competente en este lugar...". Por un momento, nos quedamos los tres mirándonos, de hito en hito, en esa sala de teatro, como un trío de comediantes. Sólo faltaba que alguien aplaudiera, o abucheara, nuestra farsa. (Tal vez tú, Claudia, desde la distancia de tu juventud y de estos veinte años, cuando leas esta carta, te pondrás a abuchear o a reír, a mandíbula batiente. A mí también, desde este futuro, mi inocencia de entonces me parece cómica, obsoleta, una reliquia risible.)

Pero nadie alcanzó a reaccionar, porque entonces las puertas se abrieron de par en par, los oficiales callaron, se cuadraron, y el mayor Cáceres llegó hasta nosotros como una tromba. Escribo la palabra del rango que tenía entonces, "mayor", y sé que no puedo comunicarte el sentido que él le daba, el modo como la llenaba: no sólo era un poco más alto -o lo parecía, por sus maneras airadas- o más viejo -o lo parecía, por esa mirada transparente y a la vez vidriada por un dolor anticipado-, sino que era "mayor" que él mismo, como si hubiera crecido a la fuerza, como si se empinara y estirara el esqueleto, atormentándose, para rescatarse de un recuerdo que le iba estrecho y le apretaba, como la guerrera en cuyo cuello tenía el tic de insertar el dedo, intentando sacar algo, quizás sacarse a sí mismo, de adentro.

Cáceres arrancó mi escrito de manos de un oficial, le echó una mirada, y tomándome de un brazo para apartarme del grupo de sus subalternos, me dijo: "Vienes en el día del juicio, Laura". Y yo, sin entender (sin entender todavía): "Vengo a practicar una inspección ocular, de oficio, a conocer la situación procesal de los detenidos en este lugar. La Constitución...". Y él, interrumpiéndome, mirando el reloj, mirándome con la melancolía de quien comprueba la exactitud de un mal presagio: "Sabía que vendrías, Jueza. Desde que leí tu expediente, supe que terminarías por venir. Traté de advertirlo en nuestro encuentro de hace unas noches, cuando me estuviste atisbando... No me has hecho caso. Pero llegas en el momento preciso. ¿Quieres inspeccionar, Patroncita? Puedes hacer algo mejor: darás fe de que aquí nada es ilegal. De que aquí no hay otra cosa más que la ley. Serás nuestra ministra de fe".


 

 

 

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Carta para una hija, veinte años después.
Fragmento de la novela "El desierto" de Carlos Franz.