
          
          Carta para 
            una hija, veinte años después
              
               Fragmento de la novela 
              “El desierto” de Carlos Franz
           
          
              A continuación, 
              de la novela "El desierto", fragmento de una carta que la 
              jueza de Pampa Hundida, Laura Larco, 
              protagonista de la historia, 
              le envía a su hija Claudia, años después de los 
              hechos narrados. 
            
          El suboficial 
            me dejó en la oficina de un teniente, jovencito (¡todavía 
            más que yo!), probablemente recién salido de la Escuela 
            Militar. Este volvió a preguntarme el propósito de mi 
            visita, pestañeando, asintiendo y negando, mientras me oía. 
            Luego se inclinó sobre el escritorio; me dijo en voz baja, 
            como si me lo implorara: "¿No podría volver otro 
            día? Estamos acuartelados, en estado de alerta máxima". 
            
          [...] Luego desapareció en el cuarto contiguo, dejándome 
            sola [...] 
          Había una pizarra, como la de una sala de clases, y en ella 
            cuentas incomprensibles, de una aritmética básica, que 
            no me cuadraban. No sé por qué esas cuentas fallidas, 
            que el tenientillo había estado sacando, me hicieron pensar 
            en la cadena de mando, en cómo estaba subiéndola, eslabón 
            a eslabón, y absurdamente eso me tranquilizó, llenó 
            algo del hueco en mi estómago: era una forma de legalidad, 
            un orden reconocible; esos militares y yo pertenecíamos a la 
            misma razón burocrática, la que ordena el desorden del 
            mundo. 
          [...] El teniente reapareció y me guió sin una palabra, 
            cruzando el patio otra vez, hasta el edificio más alto, el 
            viejo teatro de la salitrera, al pie de la enorme chimenea inclinada, 
            sus ladrillos erosionados, color de carne viva, coronada por una atalaya 
            de vigilancia, artillada, que podía abarcar todo el complejo. 
            Me hizo pasar al interior del teatro, me condujo hasta el borde del 
            proscenio, donde dos oficiales en tenida formal, con las gorras puestas 
            y la cabeza gacha, leían el escrito que yo había entregado 
            en la puerta. "¿Viene a celebrar los juicios?", me 
            preguntó uno, arrugando el ceño, sin mediar presentaciones. 
            "¿Usted es del tribunal?", me interrogó el 
            otro, dándole la vuelta al papel sellado y firmado por mí 
            misma, que tenía en la mano. Contesté: "Se dice 
            que aquí hay detenidos. Conforme a la Constitución de 
            la República, nadie puede ser detenido si no es por orden de 
            juez competente. Yo soy el juez competente en este lugar...". 
            Por un momento, nos quedamos los tres mirándonos, de hito en 
            hito, en esa sala de teatro, como un trío de comediantes. Sólo 
            faltaba que alguien aplaudiera, o abucheara, nuestra farsa. (Tal vez 
            tú, Claudia, desde la distancia de tu juventud y de estos veinte 
            años, cuando leas esta carta, te pondrás a abuchear 
            o a reír, a mandíbula batiente. A mí también, 
            desde este futuro, mi inocencia de entonces me parece cómica, 
            obsoleta, una reliquia risible.) 
          Pero nadie alcanzó a reaccionar, porque entonces las puertas 
            se abrieron de par en par, los oficiales callaron, se cuadraron, y 
            el mayor Cáceres llegó hasta nosotros como una tromba. 
            Escribo la palabra del rango que tenía entonces, "mayor", 
            y sé que no puedo comunicarte el sentido que él le daba, 
            el modo como la llenaba: no sólo era un poco más alto 
            -o lo parecía, por sus maneras airadas- o más viejo 
            -o lo parecía, por esa mirada transparente y a la vez vidriada 
            por un dolor anticipado-, sino que era "mayor" que él 
            mismo, como si hubiera crecido a la fuerza, como si se empinara y 
            estirara el esqueleto, atormentándose, para rescatarse de un 
            recuerdo que le iba estrecho y le apretaba, como la guerrera en cuyo 
            cuello tenía el tic de insertar el dedo, intentando sacar algo, 
            quizás sacarse a sí mismo, de adentro. 
          Cáceres arrancó mi escrito de manos de un oficial, 
            le echó una mirada, y tomándome de un brazo para apartarme 
            del grupo de sus subalternos, me dijo: "Vienes en el día 
            del juicio, Laura". Y yo, sin entender (sin entender todavía): 
            "Vengo a practicar una inspección ocular, de oficio, a 
            conocer la situación procesal de los detenidos en este lugar. 
            La Constitución...". Y él, interrumpiéndome, 
            mirando el reloj, mirándome con la melancolía de quien 
            comprueba la exactitud de un mal presagio: "Sabía que 
            vendrías, Jueza. Desde que leí tu expediente, supe que 
            terminarías por venir. Traté de advertirlo en nuestro 
            encuentro de hace unas noches, cuando me estuviste atisbando... No 
            me has hecho caso. Pero llegas en el momento preciso. ¿Quieres 
            inspeccionar, Patroncita? Puedes hacer algo mejor: darás fe 
            de que aquí nada es ilegal. De que aquí no hay otra 
            cosa más que la ley. Serás nuestra ministra de fe".