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FRANZ

Por Arturo Fonatine
Artes y Letras de El Mercurio, 22 de mayo de 2005.

¿Cómo comentar "El Desierto" (Sudamericana) sin que se piense que exagero? ¿Cómo vencer el recelo? Tal vez anteponiendo algún reparo: el título es muy genérico. Tal vez, los ritos ancestrales de Pampa Hundida pudieron absorber todo el horror, darle un sentido sacrificial y seguir persistiendo. Carlos Franz se decidió por otra jugada, válida, por cierto, y más drástica: el desenlace del drama en que se ve envuelta la joven jueza en el campo de prisioneros que se instala en 1973 en las ruinas de una salitrera contigua, pone fin a la ciudad santuario con sus bailes, diablos, disfraces y "cadencias infinitamente más antiguas que cualquier teoría", y sus penitentes saliendo del mito y la costumbre, se nos pierden en la prosa de esta historia.

No más rodeos: Franz ha escrito una novela de padre y señor mío, una novela en la que hay grandeza, en la que hay verdad y que está recorrida de punta a cabo por una belleza terrible. Nada de golpes de ingenio, guiños ni cursilerías "de culto"; nada de fantasmagorías. Crudeza, filo, y una culpa lacerante: "¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?". Y la respuesta será una larga carta que al fin no entregará a la hija porque "hay preguntas que sólo se responden con la vida".

La culpa golpea la memoria de la jueza Laura como un badajo implacable y en la escritura se materializa en la incesante repetición de frases y párrafos que se van grabando a fuego en la memoria. Se repiten como el ritmo persistente de los penitentes enmascarados, como esos acordes bajos en el llanto de Pedro, en la "Pasión". Esas marcas a fuego, esas heridas supurantes, esos espantos se van anunciando desde el inicio sin que se sepa a qué corresponden.

Poco a poco, como si la lectura fuera reflotando un antiguo galeón hundido, esas piezas sueltas del dolor van encontrando su lugar en la tensa trama de esta "culpabilidad abyecta", de este "orgasmo negro y sin fondo, un orgasmo sin corazón... un fuego tan intenso que las tablas de toda ley ardían —excepto esa tabla a la que me aferraba: el cuerpo de mi verdugo".

La conciencia roe un pasado que no se puede aceptar ni entender. Hay intensidad, distancia y poesía, lo que da a las situaciones un halo de fatalidad, que evoca el ambiente épico de Faulkner. Nuestra historia se transfigura por la profundidad de la meditación a la que fue sometida, lo que sólo se trasunta. Éste es el libro de alguien templado en el silencio del dolor y que desde él penetró en la humanidad de sus personajes hasta fijar su peculiar belleza en imágenes de exactitud inolvidable.

Sin abandonar el plano realista, los lugares y episodios se llenan de carga metafórica. Laura "volvió a sentir el contacto de esa piel injertada sobre el cráneo de Cáceres", el mayor a cargo del campo de prisioneros y que, como ella, ha regresado al lugar de la culpa. "A pesar de ella misma, fascinada (...) sentía la piel tirante y frágil, quizás muerta, donada acaso por un muerto, para reemplazar a la que se había quemado en el incendio de veinte años antes, cuando la comandancia había ardido (cuando el hogar fue hoguera)". Ese ser maltrecho, enajenado, arrodillado, quizás rehecho con trozos de hombres muertos es cuanto queda del cruel comandante cuyos ojos desgarraban la oscuridad y que habría sido bello "si un dolor forrado en piel humana pudiera ser bello".

Las exigencias de la justicia, las imposiciones de la historia, la inteligencia de la compasión, en un manojo de vidas entrelazadas a pesar suyo. Una novela al interior de la cual se vive y se perdura. Una novela que es de todos y fue escrita para nosotros.

 

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FRANZ. (El Desierto, de Carlos Franz).
Por Arturo Fontaine.
Fuente: Artes y Letras de El Mercurio
22 de mayo de 2005.