Chile, el éxito de 
              la nostalgia 
              
              
              Por Carlos 
              Franz 
              Letras Libres, Febrero de 2006
          
          En este crónica, Carlos 
            Franz usa de metáfora un restaurante de Santiago para contar 
            los cambios en su país, el único en América Latina 
            que se acerca a los parámetros de un país desarrollado, 
            desde un gobierno de izquierda moderna, alejado del populismo de otros 
            países de la región. 
            
          El Liguria es un restaurante de Santiago. Aunque podría estar 
            en Miami, en el año 2010. No porque sea futurista, sino porque 
            si en el 2010 Chile llega a ser el país desarrollado que ha 
            prometido el presidente Lagos esta sería una franchise 
            más de la marca Chile. En este caso, la de una cadena gastronómica 
            nacida de reproducir un restaurante típico del puerto de Valparaíso 
            decorándolo con la cita de sus nostalgias: banderines de clubes 
            de tango desaparecidos, policromías de viejos boxeadores (que 
            casi fueron campeones, en la más pura tradición chilena). 
            Todo presidido por el retrato del capitán Prat derrotado y 
            hundido con su buque hace más de un siglo. Sólo falta 
            la evocación del otro gran fracasado de nuestra historia: Allende. 
            Pero quizá los decoradores intuyeron que sería una ridiculez 
            evocar esa tragedia en un lugar tan exitoso. Cuando todo Chile parece 
            un largo barco porta-contenedores, ya nadie espera que un capitán 
            se hunda con este buque mercante. Y en realidad —como fue con el Titanic— 
            ni siquiera se concibe que el buque pueda naufragar. 
            
            Quizás por eso, en el Liguria, la nostalgia de aquel Chile 
            pobre y derrotista, pero también austero e idealista, parece 
            un lujo más. Una melancolía suntuaria —muy bien restaurada— 
            para la clientela de izquierda acomodada que evoca su pasado, y goza 
            su supervivencia, refrescándose con el acojonante aire acondicionado. 
            La naciente cadena del Liguria es como Chile. Cada vez más 
            una D.O., una "denominación de origen", en lugar 
            de una patria, en el sentido cívico y trágico que conocimos. 
            Una clientela en lugar de una ciudadanía.
          
            La clientela de la nostalgia
          Todo esto lo pienso mientras busco a mi anfitrión en los diferentes 
            comedores. Brindando en sus mesas está la mitad del comando 
            de campaña de Michelle Bachelet, la candidata presidencial 
            de la Concertación de partidos que ha gobernado Chile por los 
            últimos 16 años, desde la recuperación de la 
            democracia en 1990. El ambiente es "exultante" (palabrita 
            que se ha colado quién sabe cómo en el léxico 
            paupérrimo de la prensa chilena actual). Anoche fue el debate 
            televisivo final entre la candidata y su rival de la derecha, el empresario 
            Sebastián Piñera. El comando de Bachelet —que funciona 
            a la vuelta de la esquina— almuerza celebrando que su candidata no 
            perdió en el debate —aunque tampoco ganó—, lo que augura 
            que mantendrá su ventaja y nos dará el cuarto gobierno 
            consecutivo de la Concertación. Y de yapa, el más que 
            probable quinto gobierno, cuando en el 2009 Ricardo Lagos (cuya popularidad 
            tras seis años se mantiene en el 70%) se repostule. En total, 
            si Lagos es reelecto en tres años más, la alianza de 
            centro izquierda llegará a completar la friolera de 24 años 
            en el poder. 
            
            Y no será cualquier cuarto de siglo. En lo que va de él 
            el ingreso per cápita de los chilenos se ha más que 
            duplicado (unos 7,500 dólares, el segundo en Latinoamérica, 
            después de Argentina); la pobreza se ha reducido a menos de 
            la mitad (hoy anda en 18%); los tratados de libre comercio con Estados 
            Unidos, la Unión Europea, China, Corea, etc, convierten a Chile 
            en una de las economías más abiertas del mundo. De prueba 
            un jamón. El primer ibérico "legítimo" 
            fabricado fuera de España se produce en San Francisco de Mostazal, 
            al pie de los Andes. No para el consumo local, claro, sino para mandarlo 
            a Estados Unidos y China desde la "plataforma" de este país 
            porta-contenedores.
            
            No es raro, entonces, que el Liguria trepide de entusiasmo. Las bandejas 
            con las botellas de blanco transpirando hielo, las fuentes de mariscos 
            de nuestro mar frío, aterrizan sobre las mesas de los candidatos 
            a ministros, a secretarios..., a jefe de gabinete del Director General 
            de Prisiones. En fin, acá brindan por su perpetuación 
            los jefes del millar de cargos públicos pendientes de que la 
            coalición de centro izquierda siga en el poder. Cifra ínfima 
            en Latinoamérica, gracias a la reforma neoliberal del Estado. 
            Pero a los que hay que agregar miles de asesores, subcontratados, 
            licitados y prebendarios —en la más pura tradición sudamericana— 
            cuya suma el gobierno se ha esmerado en no hacer. Con razón, 
            Patricio Navia, el cientista político más influyente 
            del Chile actual, un joven evangélico nacido en Temuco pero 
            educado en los Estados Unidos, que comparte cátedras entre 
            la NYU y una universidad privada de Santiago, ha descrito así 
            el intríngulis en el que se encuentran quienes lucharon contra 
            Pinochet y hoy han igualado —por medios democráticos— su duración 
            en el poder: "Va a costar más separar a la Concertación 
            del Estado, de lo que costó separar a la Iglesia del Estado, 
            hace 120 años".
            
            Y esto se respira en el Liguria, donde la confianza en la victoria 
            traiciona una familiaridad con el poder que ya parece eterna. Este 
            síntoma de "priisación" no extraña 
            en una coalición que ha durado más de tres lustros en 
            él. Lo singular es que la fuente de esta vocación de 
            gobierno no provenga enteramente de esa convicción de superioridad 
            moral que suele caracterizar a las izquierdas latinoamericanas —sustentada 
            en su imbatible récord de buenas intenciones y pésimas 
            administraciones— sino que por el contrario se basa en el legítimo 
            orgullo del éxito. Lo que hasta hace una década fue 
            el orgullo de haber recuperado la democracia —derrotando democráticamente 
            al dictador— hoy se ha transformado en el orgullo del éxito 
            económico que financia cada vez más políticas 
            sociales. Un crecimiento material que posibilita lujos morales. Como 
            se siente acá en el Liguria: la posibilidad de sentirse a la 
            vez ricos y buenos.
            
            La propia elección entre Michelle Bachelet y Sebastián 
            Piñera es un lujo que se da Chile, rodeado por las miserias 
            democráticas que vive la región. Piñera, un doctor 
            en economía de Harvard que estuvo contra Pinochet y que se 
            ha hecho a sí mismo —más unos 1,200 millones de dólares 
            en veinte años— representa el "sueño chileno": 
            la promesa de prosperidad que tantos pequeños empresarios y 
            aspirantes a ello quisieran emular. Bachelet, por su parte, una doctora 
            en medicina que viene del ala dura del socialismo y que es feminista 
            por más señas, representa los enormes avances políticos 
            y sociales que hemos hecho en el mismo período. Como lo será 
            ahora el lujo —para un país en desarrollo— de tener la primera 
            presidenta de nuestra historia y con ella poner en el centro de la 
            agenda pública la igualdad de la mujer.
            
            Elección que refutará otro de nuestros clichés: 
            el machismo. En Chile mucho más que el machismo lo que manda 
            es el pragmatismo. El éxito de administrar una economía 
            neoliberal poniéndola en manos de jóvenes tecnócratas 
            hijos de revolucionarios socialistas que hoy brindan juntos y muy 
            a gusto en el Liguria, con los bolsillos llenos y las conciencias 
            limpias. Pinochet no actuó de manera muy distinta —salvo en 
            su violencia explícita—. Sus economistas, los "Chicago 
            boys" que liberalizaron a ultranza nuestra economía, actuaban 
            bajo el mandato de esos estatistas irredentos que son los militares. 
            Todo eso delata la cara oscura de la nostalgia de Chile. Un sitio 
            donde los héroes acaban mal —hundidos o suicidados—. Por lo 
            mismo, un mal lugar para el arte y la literatura, hay que decirlo. 
            Pero un sitio ideal para los adaptables, para los supervivientes, 
            para los que hacen un éxito comercial de la nostalgia nacional.
            
            El Liguria es como ese Chile. La alienación a nuestra manera. 
            Contra lo que predican tantos sociólogos de la antiglobalización, 
            la libertad y la riqueza no nos están enajenando simplemente 
            por extranjerización, sino también por la idealización 
            comercial de nuestro pasado. Los horarios estelares de la televisión 
            chilena hace rato que fueron copados por teleseries de temas locales 
            —algunos históricos, todos sentimentales—. Un zap y caemos 
            en un talk show donde el humor grueso, procaz hasta la injuria, 
            constituye una sátira inconsciente de la más antigua 
            de nuestras costumbres: la fealdad. Una fealdad feroz; pero nuestra 
            (y acá también estoy citando una nostalgia: ese jerarca 
            de Allende que protestaba: "este gobierno será una mierda, 
            pero es nuestro gobierno"). 
            A mí todo esto —en mi importancia de cliente y mi irrelevancia 
            como ciudadano— me repugna y me gusta. Como me repugna y me gusta 
            un buen plato de picorocos en el Liguria, con sus cabecitas de alien 
            boqueando todavía en los huecos de la roca marina donde los 
            han hervido. -
          
          — Santiago de Chile, 9 de enero de 2006