"Te dices: 'me marcharé,
            a otra tierra, a otra mar,
            a una ciudad mucho más bella de lo que ésta pudo ser 
            o anhelar'.
            
            Te equivocas, no hay otra tierra ni otra mar.
            Tu ciudad irá contigo siempre..." 
            (C.P. Kavafis)
           En diciembre y hasta mediados de enero hago mi peregrinación 
            anual hacia el sur. Como muchos expatriados sudamericanos cada año, 
            antes de unas navidades que no son las mías, huyo del invierno. 
            Vuelo como ave migratoria hacia las cálidas regiones septentrionales, 
            sus fiestas y sus 
familias. 
            Como todos, el mío es un vuelo físico y espiritual, 
            pero a destiempo. El alma viaja más despacio que el cuerpo, 
            protestando lo que anticipa. El choque emocional de estas visitas 
            es comparable al de un sismo y las tsunamis siguen arrasando 
            las costas de mi psiquis por semanas. Hace rato que estoy de vuelta 
            en Madrid y sus soledades, y siguen llegando desde la patria, por 
            oleadas, la nostalgia de sus afectos y la angustia de sus terrores.
            
            En el valle central de Chile, durante el verano, puede disfrutarse 
            de las noches más idílicas. La temperatura justa, cálida 
            y fresca a la vez, como la piel de un ser amado. Paso el año 
            nuevo en una azotea desde la que se domina el valle de Santiago. A 
            las seis de la mañana vemos despuntar el sol sobre la vertiginosa 
            cordillera con los viejos amigos. Ellos tienen la delicadeza de no 
            darse por enterados de mi ausencia. Pasan rápidamente de mis 
            novedades de desterrado para volver a sus políticas, a los 
            últimos desarreglos del corazón, a las euforias de una 
            economía bullente. Envidio su pasión por los asuntos 
            nacionales, de los que voluntariamente me he desarraigado. Como en 
            cada visita anual, me pregunto qué hago viviendo fuera cuando 
            acá están las simpatías, los mejores vinos, las 
            playas frías de mi niñez. Y este encontrarse almorzando 
            ceviche de corvina bajo el frondoso palto de un restaurante donde 
            conozco —de cerca o de lejos— a los ocupantes de cinco de las mesas 
            vecinas.
          Eso mismo es el terror, sin embargo. Trato de expresarlo 
            otra noche en una reunión con el "grupo del Mulato", 
            una tertulia que teníamos en Santiago. Digo que esa delicia 
            de la intimidad chilena es también mi horror. Improviso un 
            nombre para mi miedo: lo llamo "el chupón telúrico". 
            En lo hondo del valle de Santiago —ceñido de "cien montañas 
            o de más", por parafrasear a Gabriela Mistral—, la gran 
            familia nacional se vuelve un magma, un maelstrom, un gigantesco 
            remolino de apegos y cariños que fácilmente nos chupa, 
            nos tironea hacia la tierra que dejamos con la avidez de una madre 
            acogedora que, de ser por ella, no nos permitiría salir nunca 
            más de su abrazo, nos ahogaría con su amor. Uno de mis 
            amigos no se aguanta y me lanza un: "estás diciendo puras 
            huevadas, Franz". La chilenísima "huevada" (esa 
            paradoja del habla nacional: lo que no vale nada, aunque nos sale 
            de los propios huevos). Familiarity breeds contempt, pienso. 
            Pero no hay que tomarlo a mal: así es el cariño en Chile, 
            renuente a mirar la cara oscura del amor.
           La madre patria. Su chupón telúrico. Su 
            manera de abrirnos los brazos de la tierra —como una tumba— y decirnos: 
            no vuelves porque nunca te has ido. Cuando visito a mi madre enferma 
            unos versos de Kavafis resuenan en mis oídos: "No hay 
            otra tierra ni otra mar./ Tu ciudad irá contigo siempre,/ y 
            en los mismos suburbios llegará tu vejez..." Estoy llegando 
            a esa edad cuando los padres empiezan a enfermarse seriamente y los 
            hijos lejanos sentimos, a través de ellos, el llamado de la 
            tierra. La vieja madre yace en el hospital, iracunda con las enfermeras, 
            recitando en sus delirios parlamentos de las obras de teatro que protagonizó 
            cuando era una joven actriz prometedora. Luego se recupera, vuelve 
            a una lucidez desorientada: me hace recuerdos de su vida en Madrid, 
            de hace medio siglo, a mediados de los cincuenta. Su piso en la calle 
            de Padilla, un curso que tomó en el Museo del Prado, el carretón 
            que traía el hielo porque no tenían refrigerador. Dice 
            estas cosas mirando por las ventanas del hospital desde las que se 
            divisan los hermosos cementerios viejos de Santiago. Pero ella no 
            los ve. Ve su juventud en Madrid. Como un sueño, supongo, o 
            un delirio más, como si nunca hubiera vivido allá, como 
            si jamás hubiera salido de esta sala de hospital y del valle 
            de la Gran Depresión Central de Chile. Y luego me mira y me 
            parece que por un segundo se pregunta quién soy, este señor 
            de mediana edad parecido al hombre con el que se casó, que 
            dice que viene de Madrid, como si viniera precisamente de su juventud.
          Yo mismo me pregunto de dónde vengo, si me he ido. 
            Los antiguos pueblos nómades tenían, sin embargo, una 
            tierra a la que eventualmente siempre volvían. No era aquella 
            donde habían nacido, sino esa en donde reposaban sus muertos. 
            En los cementerios que se divisan por la ventana hay dos tumbas que 
            llevan mi nombre casi exacto: los nombres de mi padre y mi abuelo 
            paterno que se llamaban Carlos Franz, como yo. Esta es la tierra donde 
            reposan mis muertos. Los que se adelantaron en mi nombre. Mi Comala, 
            donde los antepasados enredados en sus agujeros conversan de sus cosas 
            como si nunca se hubieran ido.
            
            "Estás hablando puras huevadas, Franz", me dice el 
            amor chileno. Me lo dicen, de tanto que me quieren, mis amigos, para 
            que me deje de mirar por esa ventana de hospital hacia lo más 
            hondo del cálido y maternal valle de Santiago. Para que me 
            olvide del chupón telúrico. Para que me quede, y para 
            siempre. Que es lo que quieren —en el fondo— los que nos aman. -