Uno. . . .
SIEMPRE CORRÍAN AL MOTEL MÁS CERCANO. Ella corría
más de prisa, porque él se quedaba con ganas de conversar y conversar y algunas veces se sentía como un
animal arrastrado al sacrificio.
El motel preferido por ella llevaba por nombre
“Los arbolitos quemados”. Él encontraba fantasmal
bautizar un motel con ese nombre, pero ella decía
que a los moteles se va a follar y los nombres que
tengan importan una reverenda mierda.
El nombre “Los arbolitos quemados” levantaba sospechas. Parecía una clave, una contraseña para un cargamento de drogas, cualquier cosa menos un nombre al azar. Se lo preguntó a la señora que entregaba
las llaves de la habitación por una ventanita cubierta
con un protector rosado. Dijo que no tenía idea de
por qué se llamaba así el motel y que se lo preguntaría
a sus jefes el lunes, que era el único día en que los veía.
El lunes siguiente, él mismo se acercó a los dueños para inquirir por el nombre del motel. Aquel día
lo hicieron pasar a una habitación que no tenía cama,
donde le esperaban dos ancianos tomados románticamente de la mano. El anciano lo saludó de forma
respetuosa y le dijo que a su mujer se le había ocurrido lo del nombre. La anciana, sin saludarlo, como si
la cortesía de su marido valiera por dos, comenzó a
contar la historia del motel, como recordando un
sueño de infancia, con los ojos puestos en los ojos del
hombre pero más allá de ellos, dentro de ellos tal vez.
En el sueño, relató la anciana, ardían todas sus propiedades, incluido el caserón. Para salvarla de la ruina, unos árboles arrastraron el fuego hasta el bosque.
El fuego se fue con los árboles y devoró el bosque,
pero no su motel. En honor a los valientes árboles de
ese sueño lo nombró “Los arbolitos quemados”.
El viejo, a espaldas de la anciana, hizo una seña
con su dedo puesto en la sien, girando como un remolino.
EL MISMO DEDO GIRANDO EN LA SIEN como remolino se
lo dedicó la mujer con la cual follaba por esos tiempos, la divorciada, cuando le contó que se había acercado a hablar con los dueños del motel un día lunes.
La mujer dijo que siempre había pensado que era un
loco, pero nunca imaginó que tanto.
Decidió llevarla a “Los arbolitos quemados” para
lucirse, en la pausa del cigarrillo, con la historia del
sueño de la anciana. Pero a la mujer divorciada no le
importaba ninguna historia. Sólo quería matar a su
mamá.
Le preguntó si había visto “Psicosis” y ella respondió que no, pero que la conocía de oídas. Después la
mujer preguntó qué tenía que ver y él dijo que nada.
Entonces sintió un latido de curiosidad y preguntó
por qué le habían puesto ese nombre al motel. Se lo
contó y ella lo encontró muy poético.
Pasaron treinta minutos mirando el techo, en silencio.
La mujer dijo entonces que algunas veces escribía
poemas y que justamente uno de ellos era sobre unos
árboles quemados y que se hubiese dedicado a la
poesía si no fuese por su mamá, que la obligaba a
trabajar en un restaurant, llevando las cuentas. La
divorciada pensaba que tenía sangre humanista corriendo por sus venas porque su padre había sido un
artista. Vendía réplicas de cuadros famosos pintadas
por él mismo. Ella nunca dijo que eso se llamaba plagio. O sensibilidad plagiada. Ni tampoco que, en ese
momento, ella estuviese plagiando el nombre del
motel para un poema inexistente.
UNAS SEMANAS DESPUÉS, en el motel, la divorciada le
mostró su poema, que decía así:
Tu amor es como un arbolito quemado.
Fin
Después de leerlo, el hombre le preguntó por qué
no participaba en un concurso de nuevos talentos. Y
entonces ella juró que había mentido. Que sólo había
escrito un poema y no muchos poemas y que se había
propuesto jamás volver a hacerlo.
Y le mostró una foto de su ex esposo y le confesó
que aún lo amaba y dijo no sabía qué hacía en ese
motel.
–Estás follando –respondió el hombre.
–Pero yo no te amo.
–Yo no busco que me ames.
–Pero me gustaría amarte.
El timbre que avisaba que el tiempo de la habitación se había acabado detuvo la conversación en ese
punto.
Cuando la dejó en el taxi, la mujer dejó escapar
unas palabras como susurros culposos:
–En verdad, los árboles quemados son horribles.
Y le regaló su poema.
EL LUNES SIGUIENTE el hombre partió a hablar nuevamente con los ancianos. Esta vez lo recibieron con
una taza de té. Dijeron que lo sentían como un hijo.
Les explicó que venía a entregarles un regalo; más
bien a vendérselo, si es que les interesaba. Era un
poema inédito de una gran poetisa, escrito en las habitaciones de su motel.
La anciana lloró después de leerlo. El anciano decidió comprarlo en una buena suma y mandó a reproducirlo, enmarcado en hojas rosadas, para todas
las habitaciones del motel.
El hombre reveló entonces que los lunes, antes de
conocerlos, eran de una desolación terrible para él.
La anciana le dijo que a todo el mundo los lunes le
parecen de una desolación terrible y que lo que él
sentía era de lo más normal y que si en verdad se
consideraba todo un hombre, no debía entristecerse
por eso.
Explicó a la abuela que él se entristecía todos los
días, no sólo los lunes, y ella se alegró de que ahora,
con sus visitas, ya no se sintiera así al menos una vez
a la semana, pero luego aclaró que todo era un espejismo, puesto que ellos morirían en poco tiempo.
La anciana anunciaba las sombras de la muerte
en las paredes de la casona, pero él sólo veía musgo.
El dedo del anciano, siempre a espaldas de su
mujer, se arremolinaba en torno a su sien.
Cuando su esposo salió a buscar más té, la anciana vaticinó que acabarían sus días juntos y que él era
su arbolito quemado más querido.
–Aunque a ti también te estoy queriendo –le dijo
al hombre y posó su mano sobre su pierna.
El hombre preguntó a la anciana qué pensaba del
poema. La anciana susurró, como una niña perdida
en un bosque de árboles quemados:
–Los poemas son escritos por gente triste y loca.
Y luego agregó que le daba lo mismo si el poema
era bueno o malo. Sólo pedía que la gente que escribe poemas se salvara algún día de ser gente triste y
loca.
–No hay nada más doloroso en el mundo que la
gente triste y loca –volvió a repetir.
El anciano apareció con tres tazas de té.
–Tres locas tazas de té –dijo, con la bandeja entre
sus manos, llorando.
LA DIVORCIADA TRAJO FOTOS de su mamá.
–Mi madre me golpea –dijo, rotulando el espacio
en su brazo donde asomaban un moretón y un rasguño–. Cuchillo –aclaró y se puso a llorar.
El hombre le pidió que no llorara tan fuerte porque
las paredes del motel eran frágiles y alguien podía llamar a la policía, imaginando lo peor. (Cuando una mujer se cierra, no hay manera de abrirla, pensó, esto siempre sucede cuando la llave la tiene otro.)
El maquillaje de sus ojos se desparramaba sobre
su cara, que comenzaba a lucir como la de un payaso
triste. Un payaso triste y loco.
–Mátala –dijo de pronto y dejó de llorar–. Escribo
los poemas que quieras pero mata a mi madre.
Nunca supo explicarse por qué en ese momento
pensó en los abuelos. En sus manos unidas en medio
de los arbolitos quemados.
–¿Por cuánto?
–Por muchos poemas.
–¿Serás capaz de escribir treinta poemas?
–Claro que puedo, con tal de que desaparezca de
mi vida.
–Cuarenta sería mejor.
–Está bien, pero que quede en cuarenta, no creo
que pueda más.
Y le explicó que su madre trabajaba en el centro,
en el restaurant de las luces rosadas, las que instaló
cuando ella era apenas una niña, para que el mundo
fuese todo rosadito.
–Cuarenta poemas –dijo el hombre–, y sin faltas
de ortografía.
–Cuarenta poemas –respondió la divorciada–, y
que no se hable más.
–Pero si aún nos queda tiempo, el timbre no ha
sonado.
–Ya sonará –alegó categórica y se empezó a vestir.
LA MADRE NO SE VEÍA AGRESIVA y llevaba, como su hija,
un moretón y un rasguño severo. Ella misma tomaba el pedido a los clientes en el restaurante de las
luces rosadas. En una mesa, los ancianos bebían té y
al percatarse de la presencia del hombre en el local,
le dedicaron un discreto gesto de cortesía, como deseando que nadie se diera cuenta de que lo estaban
saludando.
Cuando llegó su comida, el hombre sintió pena
de la mujer que debía matar. Pensó echarlo todo al
olvido. Recibir los poemas de la chica, vendérselos a
los ancianos y desaparecer. Que la madre siguiera viva
como una concha de loco era lo más saludable. Al fin
y al cabo, él no amaba a la mujer.
No se percató del momento en que los ancianos
desaparecieron en el aire de la ciudad. Recordó que
era viernes y que en tres días más los visitaría para
ofrecerles los poemas. Llamó por teléfono a la divorciada, quien prometió entregarle los cuarenta poemas el domingo.
–En el motel te los paso –susurró.
Miró a la madre que anotaba afanosamente los
pedidos de la mesa contigua y el moretón y el rasguño insinuados bajo la manga de su vestido y dijo que
no, que no tenía tiempo ese día.
–Pero todo el mundo tiene tiempo el domingo –
refutó la mujer del otro lado del teléfono.
–Tal vez todo el mundo tiene tiempo el domingo,
pero yo no. Y punto.
El domingo, en la puerta de “Los arbolitos quemados”, la mujer le entregó los poemas temblando.
–No doy más –dijo–, puse todo de mí.
–Los leeré en casa.
La besó en la mejilla, dio la vuelta y desapareció
con sus poemas bajo el brazo.
–¿La matarás, cierto?
EL LUNES, LA ANCIANA leyó los cuarenta poemas. Los
encontró preciosos y decidió empapelar las habitaciones del motel con ellos. El anciano se levantó a
buscar algo de dinero en la caja para pagar por los
poemas y el hombre pensó que todo ese dinero venía del deseo. Del profundo deseo de la noche.
Se sintió recompensado.
Recompensado por el deseo y la noche.
La anciana se pasó la lengua por los labios resecos
por el viento y la enfermedad. El hombre sintió asco,
pero le devolvió una sonrisa.
El anciano volvió con el dinero del deseo y la noche y lo puso en su mano y le dijo que no compraría
más poemas porque estaba gastando mucha plata en
ellos.
–Te agradezco los poemas que nos has traído –
dijo la anciana.
–Sí, a pesar de su precio tan elevado, yo también
te lo agradezco –añadió el anciano.
Y se dieron un triste abrazo mientras las tazas de
té caían al suelo.
EL ANCIANO DICE A LA ANCIANA que está aburrido de
regentar un motel. La anciana dice que regentar un
motel es puro amor, que ellos brindan un espacio
para que la gente se ame, no para que se emborrache, o cometa actos de violencia, ni tampoco pusieron un parque de juegos para que los padres justifiquen su presencia con sus hijos. No, ellos pusieron
un motel para que la gente se ame, con poemas en
sus paredes para que los lean y lloren.
–También se presta para la infidelidad –dice el anciano–, y eso no es bueno.
–En la infidelidad también hay un poco de amor
–dice la anciana–, aunque sea un poco, y un poquito
de amor en estos tiempos se agradece.
LA DIVORCIADA YA NO QUIERE que maten a su mamá.
Dice que es una buena vieja que le plancha los vesti-
dos. Lo que sí quiere es una parte de las ganancias de
sus poemas.
El hombre dice que mañana tendrá dinero, pero
no tiene nada en los bolsillos.
Piensa en la muerte. Piensa en una mascota
amarrada de un fierro en el patio bajo la lluvia
con pájaros azules picoteando su espalda. Piensa
en buscar un trabajo o en escribir poemas para
venderlos.
Entonces escribe el primero, que dice:
Tus ojos son como dos árboles quemados.
Lo encuentra muy parecido al poema de la mujer
divorciada, así que escribe otro:
Tus manos son como dos árboles quemados.
Y éste lo considera más poético, ya que ella siempre tiene las manos calientes, como si las hubiese
metido dentro de un horno.
–No sé por qué siempre están calientes –le dijo la
mujer una vez.
El tercer poema dice así:
Tus piernas son como dos árboles quemados.
Y era verdad, ella era morena. Quemada, negra.
Después de escribir tres poemas se siente un gran
poeta.
–¿POR QUÉ NO QUIERES A TU MAMÁ, si ella es tan bue-na? Ha comprado diez lámparas para que tu casa
siempre tenga luz.
La divorciada dice que le molesta tanta luz y que
necesita un poco de oscuridad para masturbarse tranquila, pero que su mamá no la deja y que ya tiene
cerca de cuarenta años y que a esa edad si quiere una
se pude meter una manguera de bombero para adentro y nadie puede decirle nada.
–A veces quiero matarla y otros días no me importa –confiesa la mujer.
–¿Y sigues escribiendo poemas?
–No, no escribiré más hasta que me pases mi parte del dinero.
El hombre le muestra lo que él ha escrito y le pide
que se los muestre a su mamá, para que dé una opinión. La divorciada dice que a su mamá le encantan
los poemas y que esa misma noche se los leerá.
–Si no pueden entrar hombres a mi casa, al menos entrarán sus poemas.
Ríen como adolescentes, como dos adolescentes
que escriben poemas.
LA MAMÁ DE LA DIVORCIADA puso el grito en el cielo cuando leyó lo de las piernas como árboles quemados.
–¡Conoce tus piernas, puta de mierda!
La mujer respondió que era obvio que él conociera sus piernas si se habían acostado unas cincuenta
veces. Y las cincuenta veces en el mismo lugar.
–¿Y cómo se llama ese lugar? –preguntó la madre.
–¿Para qué quieres saber?
–Porque soy tu madre y debo saberlo todo.
–No te lo diré.
–Entonces no saldrás en tres semanas.
–Tengo cuarenta años, mamá, y un divorcio a
cuestas.
–Eso no significa nada –dijo su madre y se encerró en su habitación a leer la Biblia.
La divorciada pensó que si su madre leyera otras
cosas tal vez tendría más amplitud de criterio, pero
qué se podía esperar de una mujer que leía la Biblia y
que cuando miraba al cielo pensaba en Dios y no en
los ovnis ni en planetas habitados por hombres buenos mozos y trabajadores. Entonces sentía un deseo
irrefrenable de matarla, pero luego miraba la tabla
de planchar y veía todos sus vestidos perfectamente
estiraditos y volvía a convencerse de que una mujer
tan abnegada no merecía morir.
–Esto me pasa por floja, si yo misma planchara
mis vestidos no sentiría remordimiento de darle una
estocada en el cogote.
–LO SIENTO MUCHACHO, tus poemas son horribles –
dijo la anciana–. Incluso los zapatos de mi marido
son más bellos que tus poemas.
El hombre comenzó a temblar. La sola idea de
quedarse sin dinero para costear la tarifa del motel
le ponía los pelos de punta. Trató de convencer a
los viejos de que eran grandes poemas y los recitó
en voz alta.
–¡Si sigues gritando llamaremos a la policía! –dijo
el anciano.
Salió del motel con una mano delante y otra detrás. La mujer lo esperaba en la calle.
–Mi dinero –dijo la chica.
Entonces el hombre le señaló el tronco de un
árbol. Le dijo que todos éramos tronco de un árbol. Que los árboles crecían con el agua de la tierra, no con el dinero. Que el amor es como lo árboles, crece con cosas que vienen del espíritu, no
de metales que vienen del bolsillo. Ella dijo que
estas imágenes eran muy bellas, pero que aún así
necesitaba su dinero.
Entonces el hombre le señaló el cielo. Le dijo que
allí había dos nubecitas, una muy juntito a la otra, y
que esas dos nubes era ellos, blancos y puros.
Y antes de que ella pudiera responder, tomó su
mano y la llevó al interior de “Los arbolitos quemados”, para que viera su poema empapelando la pared de la habitación y se sintiera orgullosa y agradecida de tener a un hombre que le diera la posibilidad
de ser conocida por todos los amantes que pasan por
la ciudad, ocultos tras las volutas de humo.
(La divorciada ya no extraña a su ex esposo y siente que tal vez hasta puede seguir viviendo con su
madre muchos años, mientras tenga la posibilidad
de arrancarse con ese hombre que besa sus poemas
en la pared. Le gustaría entregar su alma a ese hombre para que él pudiera escribir poemas tan hermosos como los suyos y así pudiera hacer más dinero.
Ella encuentra injusto que los ancianos se sigan llenado los bolsillos con la consumación del deseo mientras su hombre no tiene siquiera para pagar la habitación. En el fondo, casi todo el dinero recaudado
por sus poemas se lo ha gastado en ese caserón. Piensa en amarse a la intemperie, pero siente miedo. De
tanta historia que le cuenta su madre sobre mirones
y depravados que aúllan en las noches frías, caminando solos en medio del follaje, llorando en plazas
públicas al lado de perros tan solos como ellos. No.
Mejor seguir en ese templo del mal gusto, con la seguridad de que su poema la observa mientras folla.)
(Ella sabe que él está pensando en dejarla. Que el
problema no es el dinero, ni sus poemas fracasados.
Sabe que el problema es que ella es una potencial
asesina. Que si ahora se le ha quitado lo de la madre,
en poco tiempo deseará matarlo a él. Y estaría bien,
piensa. No más dolor por relaciones de mierda. No
más vender poemas a ancianos locos para poder vivir. Basta. Se vestirá y le dirá que mañana lo llamará.
Se irá a casa y olvidará el dinero adeudado. Por un
tiempo. Eso es todo.)
LAS LUCES ILUMINAN las ventanas de los oficinistas
cagadas con desechos de palomas. Desde su motel,
los ancianos observan la ciudad tomados de la mano.
No tienen miedo a la muerte. Ven el viento mover
las copas de lo árboles. Los ancianos piensan que los
árboles son sus hijos. Los verdaderos se han marchado hace años. Ya no escriben, no llaman, tal vez gasten su tiempo en otros moteles, con mujeres y hombres sacados de alguna novela rosa.
Los oficinistas de la ciudad dejan las luces encendidas para que iluminen las ventanas cagadas con
desechos de palomas. Los ancianos saben que no van
a casa, que vienen al motel, que otra mujer, no la de
la casa, una mujer sola y llena de locura, los espera.
Se sienten queridos. Esa mujer no exige nada más
que el hombre sea feliz con ella, aunque sea en esos
breves instantes; si no es así, ella se siente frustrada,
más frustrada que si estos hombres la escupieran o
la golpearan después de haberlo hecho.
El oficinista lee en voz alta el poema pegado en la
pared del motel. La amante dice que es un bello poema y que cuando pequeña ella también leía poemas.
El oficinista recuerda que cuando él era pequeño
mataba lagartijas y que en el barrio hubo un chico
que escribía poemas y que de grande se volvió loco y
se ahorcó en el pino de su patio y dejó una carta escrita en ruso, pero en el barrio nadie leía ruso así que
nadie entendió lo que quiso decir.
La amante dice que no es una historia bonita para un momento tan romántico, pero los oficinistas son
los reyes de enmierdar todo. Enmierdan todo en la
oficina y al salir de ella siguen enmierdando todo. Se
sacan la corbata con molestia al llegar a casa porque
están enmierdados, profundamente enmierdados.
–El muchacho que escribía poemas en el barrio se
colgó con una corbata de este mismo color –dice el
oficinista, mientras aplasta una mosca contra el borde del poema pegado en la pared.
EL MEJOR REMEDIO para la tristeza de un hombre no
es un trago de ron o de mezcal, es un buen perfume.
El hombre ha robado uno de la tienda. El buen perfume te hace olvidar la falta de dinero. Te hace sentir
confortable, como si estuvieses tomando sol en una
lujosa mansión mexicana, con los acantilados a tus
pies para lanzarte cuando se te plazca.
Eso es lo que causa un buen perfume y más.
Mucho más.
La certeza de que las flores pueden vivir dentro
de ti al igual que los árboles quemados pueden vivir
como un buen perfume a fuego. La divorciada piensa que el perfume del hombre es una exageración,
pero ¿qué cosa no es una exageración en este mundo? Un buen perfume puede evitar un divorcio. Un
buen perfume puede evitar hasta la muerte.
La mujer también piensa que los ancianos andan
con el perfume de la muerte a cuestas. Todos lo días
y todas las noches. Los ancianos lo saben y por esto
sonríen y por esto lloran y por esto regalan dulces a
los niños, aunque los niños se asustan cuando los
ancianos le regalan dulces. Los niños piensan que los
ancianos son la muerte misma. Por eso les temen y
por esto mismo, además, se debiese prohibir la entrada de niños a los cementerios. Nunca más niños
caminando en los cementerios. Los niñitos que están
enterrados en los cementerios juegan con lo niñitos
muertos, no con los niñitos vivos, así es que cualquier moción al respecto o cualquier moción sobre
liberar a los niños vivos de aquellos pasillos tétricos y
ridículos, es bien recibida. El cementerio es un lugar
habitado por muertos. Eso lo sabemos. Un lugar habitado por muertos sin perfume.
El hombre derrama el perfume sobre su chaqueta y espera a la mujer apoyado en un árbol. Cree que
con esto logrará sorprenderla y que de esta manera
ella no recordará el dinero que le debe ni mucho
menos pensará en hablar de cosas materiales que no
tienen sentido cuando la vida se nos puede ir por la
alcantarilla.
Ella llega contenta, lo abraza y siente su perfume.
Le gusta. Lo encuentra varonil pero al mismo tiempo femenino.
–Los perfumes son para las mujeres– piensa ella.
Él recuerda las causas por las cuales se lo robó. Y
siente vergüenza. Después siente pena. Al final siente alegría, una rara alegría. La rara alegría de los hombres perfumados.
LA ÚLTIMA VEZ ELLA PAGÓ el motel con el dinero
que le robó a su madre. El hombre la reprendió y
antes de salir de la habitación, se percataron de que
el poema ya no estaba pegado en la pared.
El lunes siguiente fueron a hablar juntos con los
ancianos.
Los viejos la encontraron muy simpática y le dijeron al hombre que debía casarse con ella, pero la
mujer, apesadumbrada, explicó que estaba recién divorciada y que eso era como estar enferma de algo
incurable.
Entonces preguntaron por el poema robado.
Tomados de las manos, los ancianos rieron y explicaron que los poemas ya no estaban en las habitaciones, sino que en los baños del motel.
–Se ven mas bonitos ahí –dijo la anciana, mostrando sus dientes amarillos.
La divorciada comentó que aquello era una ofensa y la anciana respondió que una ofensa era que ella,
una pendeja de cuarenta años, le dijera a una mujer
de noventaitantos que las decisiones que tomaba eran
vergonzosas.
El anciano propuso, conciliador, traer cuatro tazas de té.
–Puede meterse las tazas de té por el culo, no vuelvo más a este motel –amenazó la divorciada.
–No vuelva –dijeron a coro los ancianos–, no vuelva, no vuelva, no vuelva, hasta que este hombre la
haga su mujer por la ley o por la iglesia.
Las carcajadas del hombre aún resonaban en la
habitación de los ancianos cuando la divorciada salió
corriendo del motel.
Afuera la lluvia se había declarado. A lo lejos, podía oír las burlas de los otros observándola desde los
ventanales, viéndola correr como una niña que corre bajo la lluvia para llegar pronto a casa a escribir
un poema a la lluvia. O un poema a la muerte.
Dos. . . .
EL VENDEDOR DE CEPILLOS de dientes eléctricos se decidió por este oficio a causa del mal aliento de su
mujer. Él siempre recalcaba en las mañanas el buen
cuidado que debían tener los dientes, sobre todo en
aquellas mañana de bruma en que se quedaban más
ratos enredados bajo las sábanas rojas. A ella le gustaban mucho las sábanas rojas porque decía que si uno
de los dos se desangraba de amor nadie lo notaría, ni
siquiera la estúpida de la mucama. Su esposo nunca
encontró este guiño romántico o gracioso.
–En vez de hablar idioteces, ¿por qué no vas al
dentista y te ves ese mal aliento que llega hasta la
otra vereda? –reclamaba mientras se calzaba su camisa leñadora.
Cualquiera que lo viera diría que salía a cortar árboles como un gran leñador, pero sólo iba a vender
cepillos de dientes eléctricos y en su bolso no cargaba una sierra sino que cepillos y enredados catálogos
que explicaban el funcionamiento de esta eficaz herramienta.
Las ganancias de las ventas eran aceptables. El último buen negocio que selló fue el de la adquisición
de cantidades industriales de cepillos eléctricos por
parte de instituciones militares, en donde obligaban
a todos los conscriptos a ocupar el cepillo después de
cada comida y después de cada palabra. En el ejército eran de gran ayuda para los reclutas que debían
comer carne de perro en una operación llamada Comiendo chilenos y que consiste en que el soldado debe
matar un perro y después comérselo y compartirlo
con los otros reclutas que mueren de hambre encerrados en una celda empapelada con fotos de Alemania. A estos reclutas encerrados en una celda les llaman provincianos de Chile, porque nunca les llega un
buen plato del centro. La carne de perro se mete entre los dientes y es difícil removerla de allí, de no ser
con el eficaz cepillo de dientes eléctrico.
Su esposa, por aquellos tiempos, encontraba esto
realmente aterrador y prefería quedarse escribiendo
poemas en una mesita que estaba junto a una ventana desde donde podía ver algunos árboles. Algunas
veces escribía tres horas, algunas mañanas sólo dos y
algunos días hasta que rompiera a llorar de pura pena.
Escribía sobre los pajaritos, sobre los arbolitos
quemados por los incendios, sobre las guitarras tiradas al borde de la carretera, sobre las suelas de los
zapatos que se despegan, sobre los acantilados como
pista de despegue y un sinfín de temas que nunca
agotaban su imaginación. Despertaba todas las mañanas con la idea de un nuevo poema. Y con el aliento podrido en su boca.
Una negra mañana su esposo la sacó de la cama a
patadas y la metió a la fuerza al baño, donde le introdujo tres cepillos de dientes eléctricos en la boca y
los hizo funcionar al mismo tiempo. La mujer hubiese querido estar en una casa del sur, en el fondo
del bosque, una mañana de niebla, escribiendo poemas a los árboles quemados, pero estaba en esta horrible ciudad, siendo estrangulada por su esposo en
el baño.
Después de ese incidente decidió separarse de él.
Su esposo aceptó encantado y en menos de dos semanas la mujer ya vivía en la casa de su madre, donde no tenía una ventana para mirar el patio, sino que
simplemente no había ventanas. Las que existieron
alguna vez habían sido tapiadas con ladrillos.
Su madre le explicó que era la única manera de
protegerse del mundo exterior. Que afuera habitaban lobos y asesinos. Las cortinas mantenían atrapadas en sus inútiles visillos moscas y tiempo. Los muebles estaban cubiertos por una capa de polvo y abandono. Comprendió que la soledad había entorpecido a su mamá, así que se encerró en su habitación y
escribió su primer poema dedicado al regreso. El
poema decía así:
Madre, madre, madre,
¿por qué no te vas a la conchadetumadre?
Fin
Después de escribir este poema, la divorciada se
puso a dormir. En el sueño veía a su madre por las
calles del barrio. Iba vendiendo huevos puerta a puerta, pero nadie abría las puertas. Daba la sensación de
que se escondían de ella, como se esconden los niños
de los monstruos que cuelgan de los alambres. Entonces su madre comenzaba a lanzar los huevos contra las puertas para que vieran que eran huevos de
verdad y al rato se devolvía y limpiaba los desechos
con la manga de su chaleco y pedía perdón a los habitantes de las casas. Y así hasta que veía la cara de su
hija y depositaba sobre ella toda la culpa de andar
vendiendo huevos puerta a puerta y de que su padre
se marchara de casa para no volver jamás.
–¿Y qué culpa tengo yo? –decía la hija.
–Eres fea, muy fea, y a los hombres no les gustan
las mujeres feas; eres fea y loca, una loca que escribe
poemas, ¿entiendes? –explicaba la madre, como si
su hija no fuera capaz de comprender la realidad y
ocupara los poemas para cubrirse del aterrador cielo
del mundo.
Su madre la despertó para avisarle que un ladrillo
de puro viejo se había caído desde la tapia de la ventana y estaba entrando a la casa un rayo de sol que
espantaba todos los fantasmas.
–Déjalo así –dijo la hija–, necesitamos luz para reconocernos, madre.
Respondió la mujer que en su casa se hacía lo que
ella decía y que en vez de hablar tanto, la ayudara a
reponer el ladrillo.
–El mundo no puede entrar a mi casa.
Fue lo último que dijo la vieja ese día.
AQUELLA NOCHE, LA DIVORCIADA agrandó el hueco en
la tapia rota y escapó por la ventana, decidida a conocer a un chico y olvidar al vendedor de cepillos
eléctricos.
Y lo encontró. Estaba sentado en la plaza, fumando y mirando los árboles. Le preguntó la hora, como
si ella estuviese esperando a alguien pero en verdad
no esperaba a nadie.
Ella confesó que estaba profundamente sola y el
hombre le dijo lo mismo y que por eso venía a la
plaza a mirar los árboles.
Si los árboles al menos hablaran, pensó la mujer.
En menos de una hora ya estaban encamados.
Aquella noche ella derramó una lágrima por su ex
esposo, pero fue sólo una lágrima. El resto del tiempo lo dedicó a gozar con el hombre que había conocido en la plaza y que más adelante la estafaría con el
dinero de sus poemas, como si todo estuviese escrito
de antemano.
Tres . . . .
CUANDO SU EX ESPOSO la vio empapada en su puerta,
la hizo pasar y le puso una toalla sobre la espalda
para secarla.
Había en la casa otros tres hombres y cuatro mujeres, las que se extrañaron de verla llegar inundada
y desarreglada (todas ellas se habían preocupado de
no mojarse con la lluvia para verse bien ante los
hombres).
La divorciada empapada les dijo que no se preocuparan de su facha, que ella era la ex esposa del
dueño de casa y como tal no podía aspirar a nada
más, así es que daba lo mismo aparecer calada hasta
los huesos o con una oreja menos.
–¡Como Van Gogh! –dijo el hombre de gamulán
negro.
–Sí –dijo ella–, como Van Gogh.
–¿Te gusta el arte?
–No, sólo escribo poemas.
Cuando la lluvia amainó, la mujer decidió irse. En
la puerta le dijo a su ex esposo que disculpara la visita, pero que en verdad quería hablarle sobre un tema.
Él se anticipó diciendo que no quería hablar sobre
sus poemas, que aquello había sido la gran causa de
su separación y que el sólo estaba preocupado de su
trabajo, y su trabajo consistía no en hablar de poemas sino que en vender cepillos de dientes a colegios
e instituciones.
–Cepillos de dientes eléctricos –aclaraba cuando
alguien ponía una mueca como de poca cosa.
–No quiero hablar de mis poemas –dijo la divorciada–, sino de un hombre que me estafó con mis
poemas.
LA TARDE SIGUIENTE a la lluvia, el ex esposo le dijo
que la ayudaría, pero no por sus poemas, sino que
por el dinero. Que por dinero se puede hacer cualquier cosa, incluso cobrarlo con la vida del otro. La
mujer sonrío y hasta pensó que podía amarlo de nuevo, aunque le metiera cien cepillos en la boca.
Salieron juntos a buscar al estafador. Rodearon la
plaza, los restaurantes, los cines y los estadios. El pueblo comentaba que tal vez el matrimonio se había
recompuesto. Pero la rigidez en la cara del ex esposo
era tan firme que confundía. Las más abuelas decían
que quizás no estaban juntos y sólo andaban haciendo trámites de divorciados, porque un hombre con
esa expresión en su rostro no es un hombre enamorado de la mujer que lleva a su lado. Y tenían toda la
razón.
La mujer recordó el pequeño bosque del pueblo.
Podrían encontrar allí al hombre. Pero en el pequeño bosque nadie habitaba.
Sintió una profunda tristeza al ver tantos árboles juntos y solos, y decidió dejar la búsqueda y volver a casa a
escribir poemas.
AL LLEGAR A CASA ESCUCHÓ pasos en el techo. Se asomó por una escala y vio a su madre colgando la ropa
recién lavada.
–Pero, mamá, ¿por qué no la cuelgas en el patio?
–El sol llega más fuerte aquí arriba.
–Pero todos los vecinos están mirando nuestros
trapos y se ríen de ti, ¿no te preocupa? Además pueden ver los puntos corridos de nuestras medias.
–Que vean lo que quieran, todos tenemos el alma
rasgada –dijo la madre y dio la espalda a la hija.
La divorciada bajó de la escala y se dirigió a su habitación. Allí la oscuridad era plena. Encendió la luz y
tuvo miedo de su rostro en el espejo. Después buscó
el cuaderno donde escribía sus poemas y no lo encontró. Dio vuelta la cama, la mesa, los viejos muebles, y
no lo halló. Entonces buscó a su madre, que estaba de
vuelta en la cocina, y vio el zapallo, las papas y las verduras envueltos con las hojas de su cuaderno.
–Pero, madre, ¿qué has hecho? ¡Son mis poemas!
–Qué poemas ni nada, necesitaba envolver estas
cosas.
–¡Para eso están los diarios!
–Los diarios son coleccionables, si no ¿cómo quieres que demuestre que el pasado existió?
–¿Y a quién le importa el pasado?
–¿Y a quién le importan los poemas? –dijo la vieja
y tomó un largo trago de gin.
–¿Estás bebiendo, madre?
–De vez en cuando.
–¿Y yo puedo?
–Jamás, si quieres beber debes hacerlo a mis espaldas y cuidadito de beber con hombres, que se te
puede calentar la entrepierna.
La mujer pensó en el estafador. Lo imaginó rodeado de mujeres a las que atendía de buena manera
con el dinero ganado con sus poemas. Los mismos
que ahora envolvían zapallos, papas y verduras. Sintió rabia por el estafador, por su madre y por su ex
marido. Y por sí misma también sintió rabia. Y pena.
Salió a la calle en dirección a “Los arbolitos quemados”. Entró a los baños de las habitaciones y de
cada uno de ellos arrancó sus poemas para prenderles fuego sobre las colchas de las camas. Los ancianos
vieron la columna de humo cuando recogían castañas en el bosque.
–Se incendia nuestro motel –dijo el anciano.
–En mi sueño los árboles arrastraban al fuego hasta
el bosque –recordó la anciana.
–¿Y dónde crees que estás ahora?
–Aquí, en el bosque... contigo.
(Piensa en lo que haría si tuviese un arbolito para
ella sola. ¿Lo regaría todas las tardes? ¿Observaría sus
hojas al ser movidas por la lluvia? ¿Escribiría un poema cada día? ¿Lo besaría con pena en los días nublados como si fuese una casa triste?
Tal vez no. Quizás nunca lo regaría ni vería sus hojas mecidas por la furia de la tarde. A lo sumo escribiría un poema a la semana, con suerte. Y lo besaría al
saber que el arbolito es una casa alegre y ella, la triste
que orina en sus raíces y vomita en su tronco.
El árbol, ahora lo sabe, morirá de pena en la puerta de su casa y cuando ella vuelva de la oscuridad, de
la enfermedad, de la locura, su tronco impedirá que
entre al hogar y florezca.
Pájaros negros y una noche fría la encerrarán en
un círculo.
Será juzgada.
Y sus poemas no la salvarán, sus pequeños poemas arrasados por el viento).
La divorciada se detuvo en medio del fuego y prometió jamás volver a vender sus poemas a gente rara.
Salió corriendo del motel con los pies descalzos.
Los testigos de la catástrofe se mantuvieron abrazados, fuertemente abrazados.