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C. Faúndez | Autores |











LOS ARBOLITOS QUEMADOS

En
VARIACIONES SOBRE LA VIDA DE NORMAN BATES de C. Faúndez
(Valparaíso, Narrativa Punto Aparte. 2010)

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Uno. . . .

SIEMPRE CORRÍAN AL MOTEL MÁS CERCANO. Ella corría más de prisa, porque él se quedaba con ganas de conversar y conversar y algunas veces se sentía como un animal arrastrado al sacrificio.
El motel preferido por ella llevaba por nombre “Los arbolitos quemados”. Él encontraba fantasmal bautizar un motel con ese nombre, pero ella decía que a los moteles se va a follar y los nombres que tengan importan una reverenda mierda.
El nombre “Los arbolitos quemados” levantaba sospechas. Parecía una clave, una contraseña para un cargamento de drogas, cualquier cosa menos un nombre al azar. Se lo preguntó a la señora que entregaba las llaves de la habitación por una ventanita cubierta con un protector rosado. Dijo que no tenía idea de por qué se llamaba así el motel y que se lo preguntaría a sus jefes el lunes, que era el único día en que los veía.
El lunes siguiente, él mismo se acercó a los dueños para inquirir por el nombre del motel. Aquel día lo hicieron pasar a una habitación que no tenía cama, donde le esperaban dos ancianos tomados románticamente de la mano. El anciano lo saludó de forma respetuosa y le dijo que a su mujer se le había ocurrido lo del nombre. La anciana, sin saludarlo, como si la cortesía de su marido valiera por dos, comenzó a contar la historia del motel, como recordando un sueño de infancia, con los ojos puestos en los ojos del hombre pero más allá de ellos, dentro de ellos tal vez.
En el sueño, relató la anciana, ardían todas sus propiedades, incluido el caserón. Para salvarla de la ruina, unos árboles arrastraron el fuego hasta el bosque.
El fuego se fue con los árboles y devoró el bosque, pero no su motel. En honor a los valientes árboles de ese sueño lo nombró “Los arbolitos quemados”. El viejo, a espaldas de la anciana, hizo una seña con su dedo puesto en la sien, girando como un remolino.

EL MISMO DEDO GIRANDO EN LA SIEN como remolino se lo dedicó la mujer con la cual follaba por esos tiempos, la divorciada, cuando le contó que se había acercado a hablar con los dueños del motel un día lunes. La mujer dijo que siempre había pensado que era un loco, pero nunca imaginó que tanto.
Decidió llevarla a “Los arbolitos quemados” para lucirse, en la pausa del cigarrillo, con la historia del sueño de la anciana. Pero a la mujer divorciada no le importaba ninguna historia. Sólo quería matar a su mamá.
Le preguntó si había visto “Psicosis” y ella respondió que no, pero que la conocía de oídas. Después la mujer preguntó qué tenía que ver y él dijo que nada. Entonces sintió un latido de curiosidad y preguntó por qué le habían puesto ese nombre al motel. Se lo contó y ella lo encontró muy poético.
Pasaron treinta minutos mirando el techo, en silencio.
La mujer dijo entonces que algunas veces escribía poemas y que justamente uno de ellos era sobre unos árboles quemados y que se hubiese dedicado a la poesía si no fuese por su mamá, que la obligaba a trabajar en un restaurant, llevando las cuentas. La divorciada pensaba que tenía sangre humanista corriendo por sus venas porque su padre había sido un artista. Vendía réplicas de cuadros famosos pintadas por él mismo. Ella nunca dijo que eso se llamaba plagio. O sensibilidad plagiada. Ni tampoco que, en ese momento, ella estuviese plagiando el nombre del motel para un poema inexistente.

UNAS SEMANAS DESPUÉS, en el motel, la divorciada le mostró su poema, que decía así:

Tu amor es como un arbolito quemado.
Fin

Después de leerlo, el hombre le preguntó por qué no participaba en un concurso de nuevos talentos. Y entonces ella juró que había mentido. Que sólo había escrito un poema y no muchos poemas y que se había propuesto jamás volver a hacerlo.
Y le mostró una foto de su ex esposo y le confesó que aún lo amaba y dijo no sabía qué hacía en ese motel.
–Estás follando –respondió el hombre.
–Pero yo no te amo.
–Yo no busco que me ames.
–Pero me gustaría amarte.
El timbre que avisaba que el tiempo de la habitación se había acabado detuvo la conversación en ese punto.
Cuando la dejó en el taxi, la mujer dejó escapar unas palabras como susurros culposos:
–En verdad, los árboles quemados son horribles.
Y le regaló su poema.

EL LUNES SIGUIENTE el hombre partió a hablar nuevamente con los ancianos. Esta vez lo recibieron con una taza de té. Dijeron que lo sentían como un hijo. Les explicó que venía a entregarles un regalo; más bien a vendérselo, si es que les interesaba. Era un poema inédito de una gran poetisa, escrito en las habitaciones de su motel.
La anciana lloró después de leerlo. El anciano decidió comprarlo en una buena suma y mandó a reproducirlo, enmarcado en hojas rosadas, para todas las habitaciones del motel.
El hombre reveló entonces que los lunes, antes de conocerlos, eran de una desolación terrible para él. La anciana le dijo que a todo el mundo los lunes le parecen de una desolación terrible y que lo que él sentía era de lo más normal y que si en verdad se consideraba todo un hombre, no debía entristecerse por eso.
Explicó a la abuela que él se entristecía todos los días, no sólo los lunes, y ella se alegró de que ahora, con sus visitas, ya no se sintiera así al menos una vez a la semana, pero luego aclaró que todo era un espejismo, puesto que ellos morirían en poco tiempo.
La anciana anunciaba las sombras de la muerte en las paredes de la casona, pero él sólo veía musgo.
El dedo del anciano, siempre a espaldas de su mujer, se arremolinaba en torno a su sien.
Cuando su esposo salió a buscar más té, la anciana vaticinó que acabarían sus días juntos y que él era su arbolito quemado más querido.
–Aunque a ti también te estoy queriendo –le dijo al hombre y posó su mano sobre su pierna.
El hombre preguntó a la anciana qué pensaba del poema. La anciana susurró, como una niña perdida en un bosque de árboles quemados:
–Los poemas son escritos por gente triste y loca.
Y luego agregó que le daba lo mismo si el poema era bueno o malo. Sólo pedía que la gente que escribe poemas se salvara algún día de ser gente triste y loca.
–No hay nada más doloroso en el mundo que la gente triste y loca –volvió a repetir.
El anciano apareció con tres tazas de té.
–Tres locas tazas de té –dijo, con la bandeja entre sus manos, llorando.

LA DIVORCIADA TRAJO FOTOS de su mamá.
–Mi madre me golpea –dijo, rotulando el espacio en su brazo donde asomaban un moretón y un rasguño–. Cuchillo –aclaró y se puso a llorar.
El hombre le pidió que no llorara tan fuerte porque las paredes del motel eran frágiles y alguien podía llamar a la policía, imaginando lo peor. (Cuando una mujer se cierra, no hay manera de abrirla, pensó, esto siempre sucede cuando la llave la tiene otro.)
El maquillaje de sus ojos se desparramaba sobre su cara, que comenzaba a lucir como la de un payaso triste. Un payaso triste y loco.
–Mátala –dijo de pronto y dejó de llorar–. Escribo los poemas que quieras pero mata a mi madre.
Nunca supo explicarse por qué en ese momento pensó en los abuelos. En sus manos unidas en medio de los arbolitos quemados.
–¿Por cuánto?
–Por muchos poemas.
–¿Serás capaz de escribir treinta poemas?
–Claro que puedo, con tal de que desaparezca de mi vida.
–Cuarenta sería mejor.
–Está bien, pero que quede en cuarenta, no creo que pueda más.
Y le explicó que su madre trabajaba en el centro, en el restaurant de las luces rosadas, las que instaló cuando ella era apenas una niña, para que el mundo fuese todo rosadito.
–Cuarenta poemas –dijo el hombre–, y sin faltas de ortografía.
–Cuarenta poemas –respondió la divorciada–, y que no se hable más.
–Pero si aún nos queda tiempo, el timbre no ha sonado.
–Ya sonará –alegó categórica y se empezó a vestir.

LA MADRE NO SE VEÍA AGRESIVA y llevaba, como su hija, un moretón y un rasguño severo. Ella misma tomaba el pedido a los clientes en el restaurante de las luces rosadas. En una mesa, los ancianos bebían té y al percatarse de la presencia del hombre en el local, le dedicaron un discreto gesto de cortesía, como deseando que nadie se diera cuenta de que lo estaban saludando.
Cuando llegó su comida, el hombre sintió pena de la mujer que debía matar. Pensó echarlo todo al olvido. Recibir los poemas de la chica, vendérselos a los ancianos y desaparecer. Que la madre siguiera viva como una concha de loco era lo más saludable. Al fin y al cabo, él no amaba a la mujer.
No se percató del momento en que los ancianos desaparecieron en el aire de la ciudad. Recordó que era viernes y que en tres días más los visitaría para ofrecerles los poemas. Llamó por teléfono a la divorciada, quien prometió entregarle los cuarenta poemas el domingo.
–En el motel te los paso –susurró.
Miró a la madre que anotaba afanosamente los pedidos de la mesa contigua y el moretón y el rasguño insinuados bajo la manga de su vestido y dijo que no, que no tenía tiempo ese día.
–Pero todo el mundo tiene tiempo el domingo – refutó la mujer del otro lado del teléfono.
–Tal vez todo el mundo tiene tiempo el domingo, pero yo no. Y punto.
El domingo, en la puerta de “Los arbolitos quemados”, la mujer le entregó los poemas temblando.
–No doy más –dijo–, puse todo de mí.
–Los leeré en casa.
La besó en la mejilla, dio la vuelta y desapareció con sus poemas bajo el brazo.
–¿La matarás, cierto?

EL LUNES, LA ANCIANA leyó los cuarenta poemas. Los encontró preciosos y decidió empapelar las habitaciones del motel con ellos. El anciano se levantó a buscar algo de dinero en la caja para pagar por los poemas y el hombre pensó que todo ese dinero venía del deseo. Del profundo deseo de la noche.
Se sintió recompensado.
Recompensado por el deseo y la noche.
La anciana se pasó la lengua por los labios resecos por el viento y la enfermedad. El hombre sintió asco, pero le devolvió una sonrisa.
El anciano volvió con el dinero del deseo y la noche y lo puso en su mano y le dijo que no compraría más poemas porque estaba gastando mucha plata en ellos.
–Te agradezco los poemas que nos has traído – dijo la anciana.
–Sí, a pesar de su precio tan elevado, yo también te lo agradezco –añadió el anciano.
Y se dieron un triste abrazo mientras las tazas de té caían al suelo.

EL ANCIANO DICE A LA ANCIANA que está aburrido de regentar un motel. La anciana dice que regentar un motel es puro amor, que ellos brindan un espacio para que la gente se ame, no para que se emborrache, o cometa actos de violencia, ni tampoco pusieron un parque de juegos para que los padres justifiquen su presencia con sus hijos. No, ellos pusieron un motel para que la gente se ame, con poemas en sus paredes para que los lean y lloren.
–También se presta para la infidelidad –dice el anciano–, y eso no es bueno.
–En la infidelidad también hay un poco de amor –dice la anciana–, aunque sea un poco, y un poquito de amor en estos tiempos se agradece.

LA DIVORCIADA YA NO QUIERE que maten a su mamá. Dice que es una buena vieja que le plancha los vesti- dos. Lo que sí quiere es una parte de las ganancias de sus poemas.
El hombre dice que mañana tendrá dinero, pero no tiene nada en los bolsillos.
Piensa en la muerte. Piensa en una mascota amarrada de un fierro en el patio bajo la lluvia con pájaros azules picoteando su espalda. Piensa en buscar un trabajo o en escribir poemas para venderlos.
Entonces escribe el primero, que dice:

Tus ojos son como dos árboles quemados.

Lo encuentra muy parecido al poema de la mujer divorciada, así que escribe otro:

Tus manos son como dos árboles quemados.

Y éste lo considera más poético, ya que ella siempre tiene las manos calientes, como si las hubiese metido dentro de un horno.
–No sé por qué siempre están calientes –le dijo la mujer una vez.
El tercer poema dice así:

Tus piernas son como dos árboles quemados.

Y era verdad, ella era morena. Quemada, negra.
Después de escribir tres poemas se siente un gran poeta.

–¿POR QUÉ NO QUIERES A TU MAMÁ, si ella es tan bue-na? Ha comprado diez lámparas para que tu casa siempre tenga luz.
La divorciada dice que le molesta tanta luz y que necesita un poco de oscuridad para masturbarse tranquila, pero que su mamá no la deja y que ya tiene cerca de cuarenta años y que a esa edad si quiere una se pude meter una manguera de bombero para adentro y nadie puede decirle nada.
–A veces quiero matarla y otros días no me importa –confiesa la mujer.
–¿Y sigues escribiendo poemas?
–No, no escribiré más hasta que me pases mi parte del dinero.
El hombre le muestra lo que él ha escrito y le pide que se los muestre a su mamá, para que dé una opinión. La divorciada dice que a su mamá le encantan los poemas y que esa misma noche se los leerá.
–Si no pueden entrar hombres a mi casa, al menos entrarán sus poemas. Ríen como adolescentes, como dos adolescentes que escriben poemas.

LA MAMÁ DE LA DIVORCIADA puso el grito en el cielo cuando leyó lo de las piernas como árboles quemados.
–¡Conoce tus piernas, puta de mierda! La mujer respondió que era obvio que él conociera sus piernas si se habían acostado unas cincuenta veces. Y las cincuenta veces en el mismo lugar.
–¿Y cómo se llama ese lugar? –preguntó la madre.
–¿Para qué quieres saber?
–Porque soy tu madre y debo saberlo todo.
–No te lo diré.
–Entonces no saldrás en tres semanas.
–Tengo cuarenta años, mamá, y un divorcio a cuestas.
–Eso no significa nada –dijo su madre y se encerró en su habitación a leer la Biblia.
La divorciada pensó que si su madre leyera otras cosas tal vez tendría más amplitud de criterio, pero qué se podía esperar de una mujer que leía la Biblia y que cuando miraba al cielo pensaba en Dios y no en los ovnis ni en planetas habitados por hombres buenos mozos y trabajadores. Entonces sentía un deseo irrefrenable de matarla, pero luego miraba la tabla de planchar y veía todos sus vestidos perfectamente estiraditos y volvía a convencerse de que una mujer tan abnegada no merecía morir.
–Esto me pasa por floja, si yo misma planchara mis vestidos no sentiría remordimiento de darle una estocada en el cogote.

–LO SIENTO MUCHACHO, tus poemas son horribles – dijo la anciana–. Incluso los zapatos de mi marido son más bellos que tus poemas.
El hombre comenzó a temblar. La sola idea de quedarse sin dinero para costear la tarifa del motel le ponía los pelos de punta. Trató de convencer a los viejos de que eran grandes poemas y los recitó en voz alta.
–¡Si sigues gritando llamaremos a la policía! –dijo el anciano.
Salió del motel con una mano delante y otra detrás. La mujer lo esperaba en la calle.
–Mi dinero –dijo la chica.
Entonces el hombre le señaló el tronco de un árbol. Le dijo que todos éramos tronco de un árbol. Que los árboles crecían con el agua de la tierra, no con el dinero. Que el amor es como lo árboles, crece con cosas que vienen del espíritu, no de metales que vienen del bolsillo. Ella dijo que estas imágenes eran muy bellas, pero que aún así necesitaba su dinero.
Entonces el hombre le señaló el cielo. Le dijo que allí había dos nubecitas, una muy juntito a la otra, y que esas dos nubes era ellos, blancos y puros.
Y antes de que ella pudiera responder, tomó su mano y la llevó al interior de “Los arbolitos quemados”, para que viera su poema empapelando la pared de la habitación y se sintiera orgullosa y agradecida de tener a un hombre que le diera la posibilidad de ser conocida por todos los amantes que pasan por la ciudad, ocultos tras las volutas de humo.

(La divorciada ya no extraña a su ex esposo y siente que tal vez hasta puede seguir viviendo con su madre muchos años, mientras tenga la posibilidad de arrancarse con ese hombre que besa sus poemas en la pared. Le gustaría entregar su alma a ese hombre para que él pudiera escribir poemas tan hermosos como los suyos y así pudiera hacer más dinero. Ella encuentra injusto que los ancianos se sigan llenado los bolsillos con la consumación del deseo mientras su hombre no tiene siquiera para pagar la habitación. En el fondo, casi todo el dinero recaudado por sus poemas se lo ha gastado en ese caserón. Piensa en amarse a la intemperie, pero siente miedo. De tanta historia que le cuenta su madre sobre mirones y depravados que aúllan en las noches frías, caminando solos en medio del follaje, llorando en plazas públicas al lado de perros tan solos como ellos. No. Mejor seguir en ese templo del mal gusto, con la seguridad de que su poema la observa mientras folla.)

(Ella sabe que él está pensando en dejarla. Que el problema no es el dinero, ni sus poemas fracasados. Sabe que el problema es que ella es una potencial asesina. Que si ahora se le ha quitado lo de la madre, en poco tiempo deseará matarlo a él. Y estaría bien, piensa. No más dolor por relaciones de mierda. No más vender poemas a ancianos locos para poder vivir. Basta. Se vestirá y le dirá que mañana lo llamará. Se irá a casa y olvidará el dinero adeudado. Por un tiempo. Eso es todo.)

LAS LUCES ILUMINAN las ventanas de los oficinistas cagadas con desechos de palomas. Desde su motel, los ancianos observan la ciudad tomados de la mano. No tienen miedo a la muerte. Ven el viento mover las copas de lo árboles. Los ancianos piensan que los árboles son sus hijos. Los verdaderos se han marchado hace años. Ya no escriben, no llaman, tal vez gasten su tiempo en otros moteles, con mujeres y hombres sacados de alguna novela rosa.
Los oficinistas de la ciudad dejan las luces encendidas para que iluminen las ventanas cagadas con desechos de palomas. Los ancianos saben que no van a casa, que vienen al motel, que otra mujer, no la de la casa, una mujer sola y llena de locura, los espera. Se sienten queridos. Esa mujer no exige nada más que el hombre sea feliz con ella, aunque sea en esos breves instantes; si no es así, ella se siente frustrada, más frustrada que si estos hombres la escupieran o la golpearan después de haberlo hecho.
El oficinista lee en voz alta el poema pegado en la pared del motel. La amante dice que es un bello poema y que cuando pequeña ella también leía poemas. El oficinista recuerda que cuando él era pequeño mataba lagartijas y que en el barrio hubo un chico que escribía poemas y que de grande se volvió loco y se ahorcó en el pino de su patio y dejó una carta escrita en ruso, pero en el barrio nadie leía ruso así que nadie entendió lo que quiso decir.
La amante dice que no es una historia bonita para un momento tan romántico, pero los oficinistas son los reyes de enmierdar todo. Enmierdan todo en la oficina y al salir de ella siguen enmierdando todo. Se sacan la corbata con molestia al llegar a casa porque están enmierdados, profundamente enmierdados.
–El muchacho que escribía poemas en el barrio se colgó con una corbata de este mismo color –dice el oficinista, mientras aplasta una mosca contra el borde del poema pegado en la pared.

EL MEJOR REMEDIO para la tristeza de un hombre no es un trago de ron o de mezcal, es un buen perfume. El hombre ha robado uno de la tienda. El buen perfume te hace olvidar la falta de dinero. Te hace sentir confortable, como si estuvieses tomando sol en una lujosa mansión mexicana, con los acantilados a tus pies para lanzarte cuando se te plazca.
Eso es lo que causa un buen perfume y más.
Mucho más.
La certeza de que las flores pueden vivir dentro de ti al igual que los árboles quemados pueden vivir como un buen perfume a fuego. La divorciada piensa que el perfume del hombre es una exageración, pero ¿qué cosa no es una exageración en este mundo? Un buen perfume puede evitar un divorcio. Un buen perfume puede evitar hasta la muerte.
La mujer también piensa que los ancianos andan con el perfume de la muerte a cuestas. Todos lo días y todas las noches. Los ancianos lo saben y por esto sonríen y por esto lloran y por esto regalan dulces a los niños, aunque los niños se asustan cuando los ancianos le regalan dulces. Los niños piensan que los ancianos son la muerte misma. Por eso les temen y por esto mismo, además, se debiese prohibir la entrada de niños a los cementerios. Nunca más niños caminando en los cementerios. Los niñitos que están enterrados en los cementerios juegan con lo niñitos muertos, no con los niñitos vivos, así es que cualquier moción al respecto o cualquier moción sobre liberar a los niños vivos de aquellos pasillos tétricos y ridículos, es bien recibida. El cementerio es un lugar habitado por muertos. Eso lo sabemos. Un lugar habitado por muertos sin perfume.
El hombre derrama el perfume sobre su chaqueta y espera a la mujer apoyado en un árbol. Cree que con esto logrará sorprenderla y que de esta manera ella no recordará el dinero que le debe ni mucho menos pensará en hablar de cosas materiales que no tienen sentido cuando la vida se nos puede ir por la alcantarilla.
Ella llega contenta, lo abraza y siente su perfume. Le gusta. Lo encuentra varonil pero al mismo tiempo femenino.
–Los perfumes son para las mujeres– piensa ella.
Él recuerda las causas por las cuales se lo robó. Y siente vergüenza. Después siente pena. Al final siente alegría, una rara alegría. La rara alegría de los hombres perfumados.

LA ÚLTIMA VEZ ELLA PAGÓ el motel con el dinero que le robó a su madre. El hombre la reprendió y antes de salir de la habitación, se percataron de que el poema ya no estaba pegado en la pared.
El lunes siguiente fueron a hablar juntos con los ancianos. Los viejos la encontraron muy simpática y le dijeron al hombre que debía casarse con ella, pero la mujer, apesadumbrada, explicó que estaba recién divorciada y que eso era como estar enferma de algo incurable.
Entonces preguntaron por el poema robado.
Tomados de las manos, los ancianos rieron y explicaron que los poemas ya no estaban en las habitaciones, sino que en los baños del motel.
–Se ven mas bonitos ahí –dijo la anciana, mostrando sus dientes amarillos.
La divorciada comentó que aquello era una ofensa y la anciana respondió que una ofensa era que ella, una pendeja de cuarenta años, le dijera a una mujer de noventaitantos que las decisiones que tomaba eran vergonzosas.
El anciano propuso, conciliador, traer cuatro tazas de té.
–Puede meterse las tazas de té por el culo, no vuelvo más a este motel –amenazó la divorciada.
–No vuelva –dijeron a coro los ancianos–, no vuelva, no vuelva, no vuelva, hasta que este hombre la haga su mujer por la ley o por la iglesia.
Las carcajadas del hombre aún resonaban en la habitación de los ancianos cuando la divorciada salió corriendo del motel.
Afuera la lluvia se había declarado. A lo lejos, podía oír las burlas de los otros observándola desde los ventanales, viéndola correr como una niña que corre bajo la lluvia para llegar pronto a casa a escribir un poema a la lluvia. O un poema a la muerte.

Dos. . . .

EL VENDEDOR DE CEPILLOS de dientes eléctricos se decidió por este oficio a causa del mal aliento de su mujer. Él siempre recalcaba en las mañanas el buen cuidado que debían tener los dientes, sobre todo en aquellas mañana de bruma en que se quedaban más ratos enredados bajo las sábanas rojas. A ella le gustaban mucho las sábanas rojas porque decía que si uno de los dos se desangraba de amor nadie lo notaría, ni siquiera la estúpida de la mucama. Su esposo nunca encontró este guiño romántico o gracioso.
–En vez de hablar idioteces, ¿por qué no vas al dentista y te ves ese mal aliento que llega hasta la otra vereda? –reclamaba mientras se calzaba su camisa leñadora.
Cualquiera que lo viera diría que salía a cortar árboles como un gran leñador, pero sólo iba a vender cepillos de dientes eléctricos y en su bolso no cargaba una sierra sino que cepillos y enredados catálogos que explicaban el funcionamiento de esta eficaz herramienta.
Las ganancias de las ventas eran aceptables. El último buen negocio que selló fue el de la adquisición de cantidades industriales de cepillos eléctricos por parte de instituciones militares, en donde obligaban a todos los conscriptos a ocupar el cepillo después de cada comida y después de cada palabra. En el ejército eran de gran ayuda para los reclutas que debían comer carne de perro en una operación llamada Comiendo chilenos y que consiste en que el soldado debe matar un perro y después comérselo y compartirlo con los otros reclutas que mueren de hambre encerrados en una celda empapelada con fotos de Alemania. A estos reclutas encerrados en una celda les llaman provincianos de Chile, porque nunca les llega un buen plato del centro. La carne de perro se mete entre los dientes y es difícil removerla de allí, de no ser con el eficaz cepillo de dientes eléctrico.
Su esposa, por aquellos tiempos, encontraba esto realmente aterrador y prefería quedarse escribiendo poemas en una mesita que estaba junto a una ventana desde donde podía ver algunos árboles. Algunas veces escribía tres horas, algunas mañanas sólo dos y algunos días hasta que rompiera a llorar de pura pena.
Escribía sobre los pajaritos, sobre los arbolitos quemados por los incendios, sobre las guitarras tiradas al borde de la carretera, sobre las suelas de los zapatos que se despegan, sobre los acantilados como pista de despegue y un sinfín de temas que nunca agotaban su imaginación. Despertaba todas las mañanas con la idea de un nuevo poema. Y con el aliento podrido en su boca.
Una negra mañana su esposo la sacó de la cama a patadas y la metió a la fuerza al baño, donde le introdujo tres cepillos de dientes eléctricos en la boca y los hizo funcionar al mismo tiempo. La mujer hubiese querido estar en una casa del sur, en el fondo del bosque, una mañana de niebla, escribiendo poemas a los árboles quemados, pero estaba en esta horrible ciudad, siendo estrangulada por su esposo en el baño.

Después de ese incidente decidió separarse de él. Su esposo aceptó encantado y en menos de dos semanas la mujer ya vivía en la casa de su madre, donde no tenía una ventana para mirar el patio, sino que simplemente no había ventanas. Las que existieron alguna vez habían sido tapiadas con ladrillos.
Su madre le explicó que era la única manera de protegerse del mundo exterior. Que afuera habitaban lobos y asesinos. Las cortinas mantenían atrapadas en sus inútiles visillos moscas y tiempo. Los muebles estaban cubiertos por una capa de polvo y abandono. Comprendió que la soledad había entorpecido a su mamá, así que se encerró en su habitación y escribió su primer poema dedicado al regreso. El poema decía así:

Madre, madre, madre,
¿por qué no te vas a la conchadetumadre?

Fin

Después de escribir este poema, la divorciada se puso a dormir. En el sueño veía a su madre por las calles del barrio. Iba vendiendo huevos puerta a puerta, pero nadie abría las puertas. Daba la sensación de que se escondían de ella, como se esconden los niños de los monstruos que cuelgan de los alambres. Entonces su madre comenzaba a lanzar los huevos contra las puertas para que vieran que eran huevos de verdad y al rato se devolvía y limpiaba los desechos con la manga de su chaleco y pedía perdón a los habitantes de las casas. Y así hasta que veía la cara de su hija y depositaba sobre ella toda la culpa de andar vendiendo huevos puerta a puerta y de que su padre se marchara de casa para no volver jamás.
–¿Y qué culpa tengo yo? –decía la hija.
–Eres fea, muy fea, y a los hombres no les gustan las mujeres feas; eres fea y loca, una loca que escribe poemas, ¿entiendes? –explicaba la madre, como si su hija no fuera capaz de comprender la realidad y ocupara los poemas para cubrirse del aterrador cielo del mundo.
Su madre la despertó para avisarle que un ladrillo de puro viejo se había caído desde la tapia de la ventana y estaba entrando a la casa un rayo de sol que espantaba todos los fantasmas.
–Déjalo así –dijo la hija–, necesitamos luz para reconocernos, madre.
Respondió la mujer que en su casa se hacía lo que ella decía y que en vez de hablar tanto, la ayudara a reponer el ladrillo.
–El mundo no puede entrar a mi casa.
Fue lo último que dijo la vieja ese día.

AQUELLA NOCHE, LA DIVORCIADA agrandó el hueco en la tapia rota y escapó por la ventana, decidida a conocer a un chico y olvidar al vendedor de cepillos eléctricos.
Y lo encontró. Estaba sentado en la plaza, fumando y mirando los árboles. Le preguntó la hora, como si ella estuviese esperando a alguien pero en verdad no esperaba a nadie.
Ella confesó que estaba profundamente sola y el hombre le dijo lo mismo y que por eso venía a la plaza a mirar los árboles.
Si los árboles al menos hablaran, pensó la mujer.
En menos de una hora ya estaban encamados.
Aquella noche ella derramó una lágrima por su ex esposo, pero fue sólo una lágrima. El resto del tiempo lo dedicó a gozar con el hombre que había conocido en la plaza y que más adelante la estafaría con el dinero de sus poemas, como si todo estuviese escrito de antemano.


Tres . . . .

CUANDO SU EX ESPOSO la vio empapada en su puerta, la hizo pasar y le puso una toalla sobre la espalda para secarla.
Había en la casa otros tres hombres y cuatro mujeres, las que se extrañaron de verla llegar inundada y desarreglada (todas ellas se habían preocupado de no mojarse con la lluvia para verse bien ante los hombres).
La divorciada empapada les dijo que no se preocuparan de su facha, que ella era la ex esposa del dueño de casa y como tal no podía aspirar a nada más, así es que daba lo mismo aparecer calada hasta los huesos o con una oreja menos.
–¡Como Van Gogh! –dijo el hombre de gamulán negro.
–Sí –dijo ella–, como Van Gogh.
–¿Te gusta el arte?
–No, sólo escribo poemas.
Cuando la lluvia amainó, la mujer decidió irse. En la puerta le dijo a su ex esposo que disculpara la visita, pero que en verdad quería hablarle sobre un tema. Él se anticipó diciendo que no quería hablar sobre sus poemas, que aquello había sido la gran causa de su separación y que el sólo estaba preocupado de su trabajo, y su trabajo consistía no en hablar de poemas sino que en vender cepillos de dientes a colegios e instituciones.
–Cepillos de dientes eléctricos –aclaraba cuando alguien ponía una mueca como de poca cosa.
–No quiero hablar de mis poemas –dijo la divorciada–, sino de un hombre que me estafó con mis poemas.

LA TARDE SIGUIENTE a la lluvia, el ex esposo le dijo que la ayudaría, pero no por sus poemas, sino que por el dinero. Que por dinero se puede hacer cualquier cosa, incluso cobrarlo con la vida del otro. La mujer sonrío y hasta pensó que podía amarlo de nuevo, aunque le metiera cien cepillos en la boca.
Salieron juntos a buscar al estafador. Rodearon la plaza, los restaurantes, los cines y los estadios. El pueblo comentaba que tal vez el matrimonio se había recompuesto. Pero la rigidez en la cara del ex esposo era tan firme que confundía. Las más abuelas decían que quizás no estaban juntos y sólo andaban haciendo trámites de divorciados, porque un hombre con esa expresión en su rostro no es un hombre enamorado de la mujer que lleva a su lado. Y tenían toda la razón.
La mujer recordó el pequeño bosque del pueblo. Podrían encontrar allí al hombre. Pero en el pequeño bosque nadie habitaba.
Sintió una profunda tristeza al ver tantos árboles juntos y solos, y decidió dejar la búsqueda y volver a casa a escribir poemas.

AL LLEGAR A CASA ESCUCHÓ pasos en el techo. Se asomó por una escala y vio a su madre colgando la ropa recién lavada.
–Pero, mamá, ¿por qué no la cuelgas en el patio?
–El sol llega más fuerte aquí arriba.
–Pero todos los vecinos están mirando nuestros trapos y se ríen de ti, ¿no te preocupa? Además pueden ver los puntos corridos de nuestras medias.
–Que vean lo que quieran, todos tenemos el alma rasgada –dijo la madre y dio la espalda a la hija.
La divorciada bajó de la escala y se dirigió a su habitación. Allí la oscuridad era plena. Encendió la luz y tuvo miedo de su rostro en el espejo. Después buscó el cuaderno donde escribía sus poemas y no lo encontró. Dio vuelta la cama, la mesa, los viejos muebles, y no lo halló. Entonces buscó a su madre, que estaba de vuelta en la cocina, y vio el zapallo, las papas y las verduras envueltos con las hojas de su cuaderno.
–Pero, madre, ¿qué has hecho? ¡Son mis poemas!
–Qué poemas ni nada, necesitaba envolver estas cosas.
–¡Para eso están los diarios!
–Los diarios son coleccionables, si no ¿cómo quieres que demuestre que el pasado existió?
–¿Y a quién le importa el pasado?
–¿Y a quién le importan los poemas? –dijo la vieja y tomó un largo trago de gin.
–¿Estás bebiendo, madre?
–De vez en cuando.
–¿Y yo puedo?
–Jamás, si quieres beber debes hacerlo a mis espaldas y cuidadito de beber con hombres, que se te puede calentar la entrepierna.
La mujer pensó en el estafador. Lo imaginó rodeado de mujeres a las que atendía de buena manera con el dinero ganado con sus poemas. Los mismos que ahora envolvían zapallos, papas y verduras. Sintió rabia por el estafador, por su madre y por su ex marido. Y por sí misma también sintió rabia. Y pena.
Salió a la calle en dirección a “Los arbolitos quemados”. Entró a los baños de las habitaciones y de cada uno de ellos arrancó sus poemas para prenderles fuego sobre las colchas de las camas. Los ancianos vieron la columna de humo cuando recogían castañas en el bosque.
–Se incendia nuestro motel –dijo el anciano.
–En mi sueño los árboles arrastraban al fuego hasta el bosque –recordó la anciana.
–¿Y dónde crees que estás ahora?
–Aquí, en el bosque... contigo.

(Piensa en lo que haría si tuviese un arbolito para ella sola. ¿Lo regaría todas las tardes? ¿Observaría sus hojas al ser movidas por la lluvia? ¿Escribiría un poema cada día? ¿Lo besaría con pena en los días nublados como si fuese una casa triste?
Tal vez no. Quizás nunca lo regaría ni vería sus hojas mecidas por la furia de la tarde. A lo sumo escribiría un poema a la semana, con suerte. Y lo besaría al saber que el arbolito es una casa alegre y ella, la triste que orina en sus raíces y vomita en su tronco.
El árbol, ahora lo sabe, morirá de pena en la puerta de su casa y cuando ella vuelva de la oscuridad, de la enfermedad, de la locura, su tronco impedirá que entre al hogar y florezca.
Pájaros negros y una noche fría la encerrarán en un círculo.
Será juzgada.
Y sus poemas no la salvarán, sus pequeños poemas arrasados por el viento).

La divorciada se detuvo en medio del fuego y prometió jamás volver a vender sus poemas a gente rara. Salió corriendo del motel con los pies descalzos. Los testigos de la catástrofe se mantuvieron abrazados, fuertemente abrazados.




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LOS ARBOLITOS QUEMADOS
En VARIACIONES SOBRE LA VIDA DE NORMAN BATES de C. Faúndez
(Valparaíso, Narrativa Punto Aparte. 2010)