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JUEGOS POPULARES DE LA ELECTRÓNICA
(Rodolfo Hlousek, letras.mysite.com/rh040808.html)

Por Cristián Gómez O.

 

El poeta se dedica en estos poemas en prosa (el rótulo en esta ocasión es especialmente arbitrario) a una nostalgia macabra y, –a  ratos– irónica, del Chile de los ochenta y la clase media, esos años grises de las Matadero Palma y la decadencia de Sandrino Castec tras la chilena en el Estadio Malvinas Argentinas de Mendoza, que no estoy seguro de que en ese entonces ya hubiera sido bautizado así (el otro gol de aquel empate lo marcó, con potente tiro libre desde fuera del área, Osvaldo Papudo Vargas, ohigginiano de corazón).

Hlousek es capaz, en estas viñetas (nuevo y arbitrario rótulo), de evocar a través del sintagma de Fantasilandia lo que fue toda una época, signada tanto por el desasosiego dictatorial como por el peso de la vida cotidiana, equivalente, para muchos, a cero. Y es que es esa tranquilidad de la forma la que refleja la “tranquilidad” del tema o fondo, llamémoslo así por el momento para hacer una distinción que sabemos artificial. Ya volveré sobre el uso de la palabra tranquilidad.

Se podrá objetar cierta obviedad en las imágenes utilizadas, tal vez una falta de relieves a la hora de valerse del lenguaje. No estaría, sin embargo, tan seguro. Si, por ejemplo, en “Los autitos chocadores” la imagen es más o menos evidente –la representación del tiempo agitado de la urbe contemporánea a través del caótico ir y venir de esos autos destinados e la entretención en los parques temáticos como Fantasilandia, en Santiago– no es menos cierto que la evidencia de esta imagen se ve tamizada por el marco general de lectura, consistente en una descontextualización total del universo representado en el poema. El parque de juegos infantiles, una vez convertido en trasunto de las condiciones políticas del país por ese entonces, da pábulo para el travestismo de la carnes sacrificadas (“TAGADA”) o la transformación anónima de una mujer en un mico público y antropófago (LA MONGA MONGA).

Cuando el hablante arroja casi como al pasar ese último verso (“Todo lentamente volvía a su equilibrio cáustico”), no hace sino justificar el que un par de párrafos más arriba nos refiriéramos a la “tranquilidad” de la forma y el fondo. Era, evidentemente, una tranquilidad puesta en tensión, una tranquilidad azorada por lo que entonces sabíamos y hoy ya nadie puede seguir haciéndose el desentendido, el carácter eminente y brutalmente coercitivo de la dictadura pinochetista. Pero si eso era vox pop y quien lo pusiera en duda o era cómplice o era imbécil o una mezcla de ambos, también es innegable que las formas de participación y anestesiamiento y mala conciencia colectivos también son parte intrínseca de ese panorama: en 1982 el periodismo no era de otra índole que deportivo, se jugaba el Mundial de España y todo el mundo “vibraba” con la selección de Yáñez, Locutín, Caszely y el Gato Osbén. El resto bien, muchas gracias. La política del terror descrita por Moulian había dado a plenitud sus efectos. La mala conciencia que describe Beatriz Sarlo en su artículo “Los vacíos de la memoria”, aquella cimentada en la fervorosa participación civil en la contienda mundialera del ’78, o en la locura nacionalista de Las Malvinas, donde incluso entre las Madres de Plaza de Mayo llegaron a leerse en alguno de esos pañuelos blancos consignas como “Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también”, en un intento de movilizar políticamente lo que al menos retrospectivamente, sino desde un comienzo, era una muestra tanto de profunda ceguera política, como también de una nula perspectiva geopolítica, justo en momentos en que el proyecto neoliberal thatcheriano estaba, de la mano de Ronald Reagan, en su cúspide, esa mala conciencia también tuvo su versión chilena: la Teletón, las apariciones de la Virgen, todo ese mundo de Fantasilandia que, paradójicamente, estaba ubicado a pocas cuadras de un cuartel de la CNI.

Esa extraña, sospechosa y no bien disimulada convivencia es la que comentan estos poemas de Hlousek. Que haya elegido para su representación estas formas híbridas que no terminan de ser crónicas ni tampoco poemas en prosa, sino que participa sin problemas de ambas a la vez, denota la tensión entre el discurso y lo que busca representar ese discurso, en tanto la imagen que el autor se ha o se haya formado de una época, guarda en sí misma los vestigios de esa paz de los cementerios en que se convirtió la dictadura.


 

 

 

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