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ALFABETO PARA NADIE
(Cristián Gómez O. Editorial FUGA, 46 páginas, 2007)

Enrique Winter

En Alfabeto para Nadie, Cristián Gómez (Santiago, 1971) se dejó llevar y al escribir de lo que quiso, nos dio una obra sin mediaciones de jurados ni editores, que no por casualidad son jóvenes artesanos del puerto. El cuestionamiento del acto comunicativo, que tras tantas publicaciones viene a ser parte de su rúbrica, continúa su mutación en imagen y como nunca se vuelve sólo una más, una imagen más dentro de una cotidianeidad reflexiva, donde el pathos es un rival de peso a su siempre sólido ethos. Asienta que “El mar se demuestra pero nadando.”

El interesante diálogo de una voz que se persigue a sí misma en Como un Ciego en una Habitación a Oscuras (2005), que le valió el prestigioso Premio Sor Juana Inés de la Cruz, se repliega en Alfabeto para Nadie, y es usado como las ancas de una rana para impulsarse hacia experiencias vitales. Éstas ofrecen lo que una inspirada conversación de café, mutando los personajes y los establecimientos, más no la convocatoria a opinar desde un sentido que parece común de tanto pulirse. Tal como en “Café y Cigarrillos” de Jarmusch, la historia aparenta estar en otra parte, pero su latencia es la que nos remueve.

Como matrioskas, cada referente en Gómez contiene otros similares hacia un aparente infinito. Esa sensación de continentes vacíos que se llenan es más bien una traslación a realidades (hospitales, parques, sindicatos, micros, granjas) y metarrealidades (películas de presidiarios, diarios de derecha, museos del midwest) que generan otros recuerdos más reales, como en Proust. Por ello sus paréntesis no cierran, sino que se acumulan cual micrófono abierto. Así, en el poema “No se Equivocaban los Maestros (museo de bellas artes, versión libre)”, que es uno de los más entrañables, Gómez plantea una triple plataforma de realidad. La de i) quien escribe, que no puede negarse a ii) lo que pasa, que a su vez no puede entenderse ni por quienes realizan esas acciones (ii), ni por quienes las escriben (i), critican (i.i) o interpretan (i.i.i), y así iii) el trágico recuerdo familiar es la mayor realidad de todas. Lo único que no es imaginario es el dolor, como en el poema de Parra, y la viveza descriptiva vuelve más real aquello que incluso en el relato puede avisarse como opuesto a lo efectivamente real, a la Fogwill en “Help a Él”. El punto es que la sospecha de lo comunicado está en quien mira y su imposibilidad de ver lo que está pasando: “la / descripción del paisaje no ha cambiado / porque el ojo del que mira no ha cambiado”; y también en el sujeto observado, que frente a la “catástrofe tranquila” del mundo “sólo piensa en lo fácil que será entregarle / las planillas al supervisor del turno de las mañanas.”

Gómez busca desentrañar ese más allá que obvian en lo cotidiano el observador y lo observado, aplicándose plenamente lo que Seamus Heaney quiso leer en Philip Larkin: “Aun cuando es ejemplar en el modo en que escudriña las condiciones de la vida contemporánea, rechaza coartadas y empuja la conciencia a una condición expuesta que no es el cinismo ni la desesperación, pervive en él una aflicción por una realidad más cristalina a la que pueda ser leal.” Construye así un documento de época, una obra profundamente histórica en su ontología (aunque de la gran historia las referencias sean tangenciales como las conversaciones mismas), pero inquieta en cuanto a alcanzar esa otredad. Una especie de esperanza frente al fracaso evidente de la posmodernidad, ni qué decir del escribir poesía, “un peso en la conciencia / que aspira a reemplazar / a la conciencia”.

Los primeros dos poemas, y en cierta medida los dos que le siguen, son sentenciosos y esa pretensión de silabario para todos, da una errada idea de Alfabeto para Nadie. El logrado ritmo, que no es el de la respiración de Gómez y los golpeadores finales de otros guantes funcionarían tanto mejor mezclados con los demás ingredientes del churrasco y no como su marraqueta. La partida en falso del libro y el final en falso de “No quería salir de noche” parecen un ajuste de cuentas de la palabra cuando Gómez se quiere pasar de listo. Pero uno los relee y funcionan, uno es interpelado, porque a uno le pasó o pudo pasarle cada uno de los poemas de Alfabeto para Nadie.

“Es bueno que algunos salgan a planear en sus avionetas / (los pueden llevar muy lejos). Uno se acostumbra, a veces / a echar de menos, y sin avergonzarse”: el autor también añora, algo que en la poesía chilena, salvo los seguidores del larismo, estuvo vetado por años. El ejercicio tan rioplatense de la nostalgia, opera aquí gracias a los reconocibles elementos barriales que enumera sin la dureza de Lihn, pero tampoco la idealización de Teillier. Mediado, entre otros, por Víctor Hugo Díaz (Santiago, 1965) y Héctor Figueroa (Santiago, 1969), Gómez pinta sutiles contrastes lógicos, en un hilo narrativo que apunta a que algo huele mal en nuestros actos. Y digo “nuestros” porque Gómez escribe desde un sujeto plural, desencajado e incómodo, inevitablemente generacional. Esa voz que incluye a otros, que pueden ser los poetas, los chilenos y hasta los humanos, se levanta sin dar muchas explicaciones. Aprovecha así la amplitud de campo que permite la poesía ya que, como constata Adán Méndez (Concepción, 1967), “Escribir poesía es bueno / porque uno se va a la segura / se escríbase lo que se escríbase / consta a priori que será cierto / en parte / y en parte la gente no querrá discutirlo”. Por eso el poema se convierte en mecanismo de defensa, dónde más burlarse amargamente de la colonia, de la sociedad postindustrial y de cuánta tragedia ha deconstruido nuestro continente. Sin discursos añejos, en esa honesta desfachatez radica otro mérito de este libro, en dar cuenta de la copia feliz del edén, que es a lo más una naturaleza muerta: “donde la única imitación de las ruinas / son un par de frutas sobre una bandeja”.

Alfabeto para Nadie es un libro que no se convertirá en clásico, pero ya desde el honesto título y luego en cada uno de sus poemas, encanta por lo mismo: la falta de pretensiones de un autor agudo e inteligente, que llevó estas características de la biblioteca a la calle y luego de vuelta infinitas veces, como si la biblioteca fuera el banco y su obra emulara el flujo creciente del dinero.

* Esta reseña fue publicada originalmente en www.lanzallamas.com

* * *

NO SE EQUIVOCABAN LOS MAESTROS
(museo de bellas artes, versión libre)

Alguien cree estar escribiendo en el fin del mundo,
pero no puede negar que el camión de los helados
está pasando nuevamente por el parque donde
los niños se arremolinan a su alrededor y la

descripción del paisaje no ha cambiado
porque el ojo del que mira no ha cambiado:
confía impertérrito en que el mundo es una
catástrofe tranquila, una reunión de nubes

diríase que de paso por el cielo
sería el único argumento convincente
para encerrarnos a conversar en un café
:de cualquier cosa, menos de las nubes.

Nadie tiene ganas de salvarse de nada
pero sí de tomarse un par de chelas, de
las últimas profecías sobre algún remoto
apocalipsis las palabras tienen poco que

decir: las danzas de la muerte, un anillo
en el dedo de los que no alcanzan a apretarse
el cinturón, aunque nada tengo en ello que
ver la improbable falta de presupuesto:

y es cierto que no sabemos distinguir
como le gusta enrostrarnos a los catedráticos
de las plazas más preciadas entre el cierzo
y el mistral, ok: touché. Así decía mi hermano

cuando hacíamos esgrima con palos de escoba
y terminaba sacándome cresta y media cuando
a los dos se nos pasaba la mano con el ardor de
los guerreros: él moriría poco después, tendido

en una cancha de fútbol, mordiendo no sé
si con desesperación el pasto, de seguro
ya inconsciente, producto de una falla en
el ventrículo derecho del conjunto arterial.

El camión de los helados pasa haciendo sonar
la sirena, los niños están a punto de alcanzarlo y
el conductor sólo piensa en lo fácil que será entregarle
las planillas al supervisor del turno de las mañanas.

 

 

QUE INACABABLE EMPIEZA

El mar se demuestra pero nadando.
Los granjeros de la zona, al hacer la
cosecha del maíz, tienen que tener cuidado
de no electrocutarse con los cables del tendido
eléctrico, derribados durante el último tornado.
Al subirse a sus tractores comprados con un largo
crédito que terminarán de pagar sus hijos, no debieran

estar tocando el suelo. Las estadísticas dicen
que después de una tormenta los índices de
accidentes laborales se incrementan en un
doscientos por ciento, lo que da una cifra
anual de un catorce por ciento acumulado
en las últimas dos décadas. Las razones

(dicen los que saben) se pueden atribuir
al aumento de la actividad meteorológica
debido fundamentalmente a la deforestación
de vastas zonas del área norte y a que las
cosechas, sobreexplotadas por los biocombustibles,
son cada vez más difíciles de cubrir por un sólo
operario encargado de una cantidad creciente de
acres. Como los cultivos orgánicos demandan

al menos dos o tres años manteniendo intacta la tierra,
durante ese tiempo el pequeño propietario no recibe
ninguna entrada, cero ingreso, lo que le significaría
sobre endeudarse por echarse el destino del planeta
sobre los hombros. Sus dos hijas salen a jugar al patio
y él se pone a pensar en cuando sean grandes, en la
universidad, en crecerlas. Hace cálculos, ve venir
los años, una de ellas vuelve con un pájaro entre las
manos: tiene un ala medio rota, pero quizás tal vez
se salve. Y cuando lo llevan adentro, cuando lo
comienzan a cuidar, las niñas vuelven con sus hijos,

se sientan a conversar con el abuelo que puede que
otra vez les repita esa historia sabida de memoria
en las sobremesas de la familia, de cuando era joven
y le gustaba nadar y un día llevó muy lejos a la abuela,
hasta las playas de North Carolina para que ella conociera el mar
y se decidiera por fin a casarse con un joven granjero del interior
que recién había heredado un pedazo de la tierra y ni siquiera
sabía como se arreglan los tractores, para que ella conociera
el mar y le tuviera el mismo respeto que le tienen los marinos
que nunca han sabido nadar ni tampoco necesitan aprender
porque el mar no se explica ni se demuestra sino es con un par
de estas palabras que lo miran desde el muelle golpear el muelle,
da lo mismo que suba o que baje la marea los botes amarrados
sólo esperan que amanezca para seguir estando allí amarrados.


 

 

 

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