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  MÚSICO DE LA  CORTE(1) 
    (Felipe Moncada. Valparaíso: Fuga, 2008)
  Por Cristián Gómez Olivares 
  
                          
  Al leer estos poemas de Felipe Moncada (1973), resulta  sorprendente la capacidad del autor para hacerse de un lenguaje propio, tal vez  el desafío mayor que enfrenta todo poeta y que Moncada, con este su tercer  libro, logra sortear con trazo seguro. El libro que el lector tiene en sus  manos está recorrido de punta a  cabo por un universo coherente, respaldado  sólidamente por la invención de un lenguaje que, como recién decíamos, es una  de las características que este libro debiera lucir con orgullo.
cabo por un universo coherente, respaldado  sólidamente por la invención de un lenguaje que, como recién decíamos, es una  de las características que este libro debiera lucir con orgullo.
  
  Pero esta  metáfora de estar “respaldado sólidamente”, no quiere ocultar tampoco la  fragilidad indesmentible del mundo representado: no por nada este músico  compone por encargo, no por nada se acerca mucho a la figura (no tan)  decorativa del bufón de la corte, a quien, dicho sea de paso, se le debe  prestar atención sólo cuando se está riendo. 
  
  La galería  de actores y personajes que pasean por estas páginas parecieran formar parte no  de cualquier corte, sino de una corte de los milagros en los sentidos  originario y extendido de la expresión: como un barrio poblado de ladrones y  prostitutas (putas y archiputas las llama el hablante de este libro), pero  también como un microuniverso donde se concentran la ineptitud y la inoperancia  hasta tal punto que lo convierten en un mundo enajenado por completo de la  realidad. Una mezcla de ambos atraviesa estas páginas: están efectivamente aquí  las putidoncellas y los concejales, los dueños de las botillerías y los  gendarmes, con quienes de una u otra manera nos hemos enfrentado a diario; pero  también están esas referencias a un Chile que inevitablemente se nos torna  real, vivencial, histórico si quieren. Y de estas vivencialidades (como le  gusta escribir a mi amigo Jaime Quezada) también se compone, en parte, este  músico de la corte: véase, para mayores antecedentes, un poema como “Derrocado  el Duque”, donde las jerarquías nobiliarias del título no son sino un buen  pretexto para desplegar una referencialidad sibilina y escurridiza, pero no por  eso menos contundente.  Nuestro músico  hablante se enfrenta al pasado al hacer uso de ciertas palabras de no muy buen  recuerdo en nuestro país, incluso si, como ocurre en este caso, no se trata de  una propuesta ni menos de una solución explícita: en este poema nos encontramos  en un museo de la tortura, pero ya no en un lugar de detención, lo que marca  una diferencia significativa. Pareciera ser que, si bien la tortura (i.e., las  violaciones a los derechos humanos cometidos durante la dictadura) no es  posible de ser olvidada, ni tampoco puede ser tematizada a través de una  memoria oficial (Informes, memoriales varios), sí debiera ser entendida como  uno de los hitos claves en la formación del Chile de la post-dictadura, un  documento de la barbarie que no puede ser disociada del discurso económico (y) exitista  que ha permeado los años de la transición y que al mismo tiempo pretende  ocultarla: por eso los dos versos finales de “Derrocado el Duque” me parecen de  una implacable lucidez:
  
    
                              pues  de tanto Chile soñado a palos
        aprendí la historia por métodos directos. 
    
  
  Desde 1990, el discurso oficial ha repetido la monserga según la cual  con el retorno a la democracia, regresamos a una de nuestras más nobles  tradiciones, aquella de un país culto y civilizado, respetuoso de sus  instituciones y que confía en éstas como instancia compartida para resolver sus  conflictos. Sin embargo, ciertos cientistas sociales se han encargado de  demostrar lo anterior como una falacia, para interpretar la historia de Chile  como la de un largo periplo de violencia social, soterrada y no tan soterrada,  de la cual el golpe de Estado del ’73 no fue más que su culminación. Por eso la  lucidez de estos versos de Moncada, por eso el desparpajo de decirlos ahora,  precisamente en estos tiempos.
  
  En ese  Chile de los poderes fácticos en que nos ha tocado vivir desde el fin de la  Unidad Popular, no es difícil suponer que el rol del intelectual o la función  de la poesía se hayan visto afectados (Cito a Moncada, de su poema Solista del  Odio: “La niña me dijo: con tu poesía/ no  vas a llegar a ninguna parte”). En lugar de una fácil politización del  habla, esa misma politización que es auspiciada por cierta corrección política  que no hace sino sustentar el sistema que pretende criticar, Moncada opta, en  cambio, por la complejidad de los signos, en una ecuación donde los  significantes han sido alterados para aplazar celebratoriamente el significado.  La negación de la música de las esferas que practica este músico en la corte,  se parece más a esa musiquilla de las pobres esferas (sin ser un epígono de  Lihn) que desmiente cualquier posibilidad de una armonía universal o de una  íntima correspondencia entre los objetos del mundo. El gesto de Moncada, más  bien, es el de la risa irónica, la carcajada carnavalesca pero también amarga,  incapaz de escapar a la cooptación generalizada, pero que aún así apuesta por  una última reserva de sentido.
  
  Así se  entiende que este libro sea una larga y profunda parodia. Una parodia de los  lenguajes (de la ciencia, de la música, de la religión) y por extensión de la  figura del poeta mismo. La ironía deviene necesariamente en una  carnavalización, un abandono de las jerarquías donde el hablante de este libro  se encuentra a sus anchas. Los títulos nobiliarios que desfilan por estas  páginas se codean en el mismo poema con los gendarmes, aunque (y me parece que  esto es lo más importante de libro de Moncada), tal ruptura con los órdenes  establecidos se logra a través del extrañamiento del lenguaje y no como producto  de ningún slogan, de frases hechas o preconcebidas que no implican ningún  riesgo ético ni formal para el poeta. Por el contrario, lo que el autor de Músico  de la corte se propone no es obliterar el anhelo de una eventual  comunicación, si no antes bien hacer de ésta un ejercicio creativo, nuevo,  fervoroso y no un remedo artificial de ella. Recuerdo a propósito de esto unas  palabras de Joseph Brodsky, en las que de alguna manera se quejaba ante la  imposibilidad de reproducir en inglés, el idioma de su exilio, algunas  experiencias que sólo podían expresarse en ese idioma ruso de su patria, más  adecuado a la representación del mal. Para él, el gran problema era la carencia  en su segundo idioma de una sintaxis enrevesada como la que le permitiera, en  su idioma natal, acceder a esas experiencias o reformular esas experiencias que  de otro modo no tendrían cabida en el mundo del lenguaje. Me pregunto si  Moncada no pasó también por ese trance de descubrir que en una misma lengua hay  muchas otras lenguas. Nosotros asistimos a sus frutos. 
 
 
  
    Solista del Odio
    La niña me dijo: con tu poesía
            no vas a  llegar a ninguna parte,
            a ver si  puedes meter
            al tiempo  en la caja de un piano.
    Me costó algunos golpes 
      pero la convencí
      de ser pececito azul entre las cuerdas
    ahora pulsa los martillos del odio
      y mueve su colita para desplazarse
      al compás de las burbujas.
     
     
    Una Eternidad a Cuerda
    Una máquina de móbile perpetuo
      una bicicleta que tensa las vocales:
    al pedalear
      el paisaje deja caer un otoño a gotas
    y el acuarelista de los parques
      derrama una gota de violencia
    una eternidad a cuerdas
      le da movimiento a la pianola
    al zumbar el arco
      un millón de abejas nublan el pensamiento
    es cosa de mantener el equilibrio
      o de caer definitivamente
    sin dudar ningún momento
      se debe torcer el hilo del tiempo
    ya que al cortarse
      un gendarme grita desde el patio
    y la idea vuelve a su ladrillo original.
     
     
    Derrocado el Duque
    Una vez derrocado el duque por la gula
      fui nombrado director del Museo de la Tortura 
    puse todo el miedo al interior de una botella
      y esta en una espineta de plomo
      que mandé al fondo del mar
      contra la mordedura del pez batalla
    coloqué además cuerdas a la parrilla
      que un coronel en retiro
      manipula según la dirección de las musas
    en la silla del dolor mandé a escribir en oro
      la ecuación de la luz
      y la partitura de la música del éter
    pues de tanto Chile soñado a palos
      aprendí la historia por métodos directos.
  
 
  
    (1) Este texto  fue escrito para aparecer como prólogo del libro homónimo a su título.