—¿Cómo se relaciona El libro rojo con la poética conversacional y la función
política de lo poético en la poesía social posmoderna, qué elementos y recursos
acoge de la tradición hispanoamericana para construir su imagen y la noción del
mundo? ¿Qué lugar ocupa la naturaleza, particularmente el ciclo de las
estaciones, en su noción de mundo y presencia?
—Bueno, aquí van tres o cuatro preguntas al mismo tiempo. Trataré de ser coherente en
la medida de lo posible. ¿Cómo se relaciona mi libro con la poética conversacional? En
nada. O, para ser más precisos, recogiendo solamente la resaca de todo aquello. No
descreo de la palabra pública, de la oreja, de escuchar e incorporar lo hablado. Pero
por mi situación personal vivo en un cruce de idiomas, en una mezcolanza que hace lo
conversacional un verdadero puzzle. Un puzzle feliz en todo caso, pero no por eso más
fácil de armar.
La función política me parece un tema escabroso. Creo incluso que hoy en día es más
difícil hablar de esto de lo que era hacerlo, por ejemplo, en tiempos de los milicos, o
después en la post-dictadura. Lo que debemos preguntarnos es por el circuito de
circulación de la literatura en general y de la poesía en particular, antes de empezar
con cualquier discurso redentor o cualquier otra causa noble. ¿Quién lee poesía?,
¿dónde se discute de temas así? Si no somos capaces de responder eso primero, lo
demás sobra.
De la tradición hispanoamericana me imagino que recojo muchos recursos, pero no
estoy seguro de cuáles. Me parece muy vago, además, hablar de “tradición
hispanoamericana” cuando en realidad son varias tradiciones contenidas en una, todas
ellas variopintas, sino contradictorias entre sí. Pero, para que no parezca que estoy
haciéndole el quite al bulto, asumo que buena parte de la poesía latinoamericana (y
después, en ese orden, la realidad latinoamericana o las realidades latinoamericanas)
me han hecho el poeta que soy. Por dar un ejemplo, la poesía nicaragüense siempre
me ha interesado de sobremanera, a la permanente lectura de Cardenal, se suma la de
Pablo Antonio Cuadra, a esta se suma la de José Coronel Urtecho, Joaquín Pasos,
Ernesto Mejía Sánchez, Rugama, etc. No nombro a Darío por no nombrar lo obvio.
Cardenal, por su contacto con Merton, por su paso por Kentucky, es especialmente
significativo para mí. Eso se lo debo a Jaime Quezada, poeta y botánico y aspirante a
místico chileno, quien me contó con detalle su paso por la comunidad de Solentiname
en Nicaragua y lo que aquello significara. Hay un libro de Quezada que durante años
para mí fue siempre un norte, Huerfanías, del 85, publicado en los años más difíciles de
la dictadura (tampoco es que hubiera años fáciles), un libro religioso en el mejor sentido
y etimológico de la palabra.
Pero en su contraposición de la tradición chilena, en su ausencia de vaticanos y
voces únicas, la poesía argentina, resulta particularmente elocuente para mí. Tal vez
porque no la entiendo, tal vez porque su acercamiento al texto es tan desprejuiciado
tan haciéndose el común y corriente, que era toda la retórica de Gianuzzi. Pero también
Juana Bignozzi, Irene Gruss me fascina, Susana Thénon. Cada una tan distinta pero
tan heavies. Gruss, sobre todo. Tiene un poema sobre la dictadura y la indiferencia,
sobre la complicidad, que debiese estar en toda antología.
—Ante el espectáculo de lo rudimentario y los escenarios del deterioro se
desmontan rituales de carácter colectivo en la lucha por la sobrevivencia. ¿Cómo
se desencadena su proceso de escritura y de qué formas dialoga con la memoria
y el testimonio?
—El proceso de escritura, hablo a título estrictamente personal, proviene de la mezcla de
escrituras previas, de la utilización de discursos ya establecidos o disponibles para el
autor. No soy un defensor de la originalidad, ni del genio, ni nada que se le parezca.
Por supuesto, hay experiencias que desencadenan un estado de percepción, una cierta
sensibilidad, pero esas experiencias son transmisibles sólo en la medida en que son
colectivas, es decir, compartidas, en otras palabras, previas al autor (yo no inventé la
muerte del padre, yo no inventé la distancia, el viaje ni el extrañamiento, etc). Pero el
lenguaje del poema es algo más que lenguaje, hay un resto inefable que no sé muy
bien cómo definir, de hecho no creo que se pueda definirlo. Es un más allá carente de
toda metafísica, pero también de toda racionalidad. Montalbetti habla y reflexiona sobre
lo que el poema le hace al lenguaje. Y estoy de principio a fin de acuerdo con él, salvo
en una cosa. El poema no sólo se mueve en el ámbito del lenguaje. Es poema son
palabras, imágenes, sonidos, pero algo más. Ese algo más es donde me pierdo. Tanto
la memoria como el testimonio están hechos, están transidos de palabras. Las cosas
no son como ocurrieron sino como las recuerdo, ¿no? Bueno, ese recuerdo no es otra
cosa que lenguaje.
—En una contemporaneidad marcada por el instante y lo funcional, ¿cómo
entiende Ud. la función de lo poético y cuál es el impacto tecnológico que puede
desempeñar la poesía como discurso, no solo desde la academia sino desde un
ámbito público, social, como herramienta de traducción e interpretación?
—No sé. La poesía es lo menos funcional en una sociedad como la nuestra, ¿no? Y sin
embargo vemos que las leyes del mercado, pese a todo, han sido capaces de
subyugarla, de una u otra forma. Tómese por ejemplo lo que ocurre en España, donde
la poesía se ha comercializado a niveles escalofriantes. Elvira Sastre, Diego Ojeda,
Marwan, toda esa gente que ha visto mermada sus carreras como estrellas televisivas
o del pop y han encontrado en la poesía, llamémosla así por lo menos, una forma de
canalizar sus caminos a la fama. Adelgazar el espesor del discurso, “escribir para la
gente”, copiarle a Sabina, ni siquiera a Sabines: esa es la fórmula. Esto se conjuga con
el deseo editorial de capitalizar un negocio menguado, junto con la apertura escritural
que ese desastre conocido como “poesía de la experiencia”, con García Montero a la
cabeza, mezclado a la falacia de acercar la poesía a los lectores, como si Lorca sólo
hubiera escrito el Romancero Gitano y El público perteneciera a otro autor, como si el
autor de “Nanas de la cebolla” no hubiera escrito también algunos de los poemas más
culteranos de la poesía española del siglo veinte.
El mercado, además, tiene otras formas de cooptar discursos que se suponen ajenos a
él, o aun peor, de “resistencia”. Todo el mundo académico, hoy en día, sin ir más lejos,
está sujeto a las demandas educacionales y por extensión a las demandas de la
sociedad. El ataque a las humanidades, por dar un caso, desde una lógica inmediatista,
refrenda lo que digo. Pero hay un efecto perverso de todo esto: el que la universidad, y
en especial las humanidades, se han visto en la obligación de “justificarse”, de estar
explicando permanentemente su utilidad, su –como se lee en muchos formularios de
esos que es necesario llenar– “impacto”. De ahí se desprende que en muchos
departamentos de lenguas o de filosofía haya un permanente soul searching en busca
de cómo hacerse más atractivos. Un amigo cercano, de una universidad muy
importante, muy research 1, tuvo que hacer un curso sobre fútbol (él es profesor de
Literatura). Nada mal con hacer una clase sobre fútbol, no me malentiendas, yo mismo
la haría con mucho gusto. El problema es la urgencia, el carácter perentorio de esa
orden venida desde arriba para dejar de lado cualquier curso sobre Borges (te hablo de
Borges porque ya los cursos sobre el Siglo de Oro son directamente una cuestión del
pasado o anidados exclusivamente a un seminario para dos o tres estudiantes
doctorales, y eso no sé por cuánto tiempo más) y tirar hacia adelante análisis
semióticos de Peso Pluma o Bad Bunny. Yeah. Un fin más bien triste para los estudios
culturales. Hay muchas modas académicas que se refugian en causas supuestamente
nobles para ocultar sus lazos más bien indesmentibles con las demandas del mercado
cultural.
—La noción de rastro como experiencia de tiempo y la experiencia poética como
una posibilidad habitable surge del uso reflexivo del lenguaje en El libro rojo.
¿Es acaso una crítica contra el excesivo énfasis que se le ha dado al yo poético,
saturado de orden y sentidos, que al escribir sobre temas como el tiempo o el
amor enfrenta un sistema abierto e inconcluso, donde no logra constituir un
lugar propio y autónomo?
—Zurita decía que si llegara un extraterrestre y se pusiera a leer poesía de hoy, no
entendería nada del mundo, ya que sólo se habla del yo y se ignora el mundo. Es una
bonita metáfora esa contra el ombliguismo de cierta poesía, pero tengo serias dudas de
que los extraterrestres vengan a la Tierra a leer poesía, mucho menos poesía
contemporánea.
Dicho esto, creo que hay cierta poesía bastante facilona que intenta hacer del
poema una experiencia, a través de un yo con el que el lector o la lectora pueda
“identificarse”. Son pequeños relatos (experiencias) cortados y contados en verso,
narraciones de la vida común con los que la audiencia puede establecer una relación,
entenderse de tú a tú con quien escribe. Todo esto que parecería muy noble (alcanzar
al lector, usar el lenguaje común), me parece simplemente una estrategia comercial, un
afán editorial y de ciertos autores muy cazurros que ven en esa especie de inmediatez
una salida ante todo lo que ellos llaman “intelectualismo”, “culteranismo”, “obscuridad” y
todo aquello de lo que no comprenden o no quieren comprender y meten en un mismo
saco, sin demasiada reflexión. Porque aclaremos algo: el lenguaje de la tribu que
pregonaba Parra desde mediados de los cincuenta en adelante, no tiene nada que ver
con el de Elvira Sastre o Marwan o Algeet, gente que en España se dedica
simplemente a aligerar el lenguaje con textos que parecen tarjetas de navidad o
mensajes de autoayuda. La presencia del mercado como norte es innegable en todos
esos textos. Pero ojo: son grandes lectores del momento actual. Si en Twitter o en
Instagram todos somos protagonistas (los actores y las actrices porno se llaman
“creadorxs de contenido”, abogadas que en su tiempo libre suben a sus historias el
relato del último trío que disfrutaron, matrimonios que le encargan sus hijos a sus
padres durante el viernes en la noche para intercambiar parejas con otros matrimonios,
etc.), si todos tenemos que contar con detalle lo increíble que nos parece el último lugar
que visitamos o el más reciente restaurante donde departimos con nuestros amigues,
entonces una poesía que nos dé experiencias, que privilegie la subjetividad del yo
neoliberal (profesional, bien pensante, ecologistas, medio progre pero nunca tanto),
una poesía que no se demore tanto en el lenguaje como en el “mensaje” que quiere
transmitir, en otras palabras: el contenido, esa es la poesía que el mercado
inexorablemente privilegiará. Ojo que con mercado decimos ex–estudiantes de
literatura devenides editores, periodistas con cierto interés cultural, etc. El mercado
nunca es abstracto.
—Considera que desarrolla un método o una estrategia para tratar las estructuras
subyacentes, digamos asimétricas, de nuestra identidad e historia? ¿Cómo
funciona la estructuración de El libro rojo en ese sentido?
—Ufff, la media pregunta. Hay una pregunta por la historia, eso es claro. Pero es más la
sensación de pérdida, de vacío que me/nos deja la historia reciente. Lo que ocurrió con
el golpe, pero también lo que nos llevó hasta el golpe, las consecuencias del mismo, la
derrota de la Unión Soviética, la Guerra Fría, etc.
El crepúsculo de las ideologías y su reemplazo por el descampado de hoy, por las
voces que se encuentran encerradas en el antropoceno y han renunciado a cualquier
idea de futuro. Eso sí. Ahora bien, el tema de la identidad me parece delicado, ya que
el mundo pertenece hoy a los identificados, quiero decir, la identidad parece en este
momento una jaula, una carta para ser jugada en la mesa de las negociaciones, antes
que una demanda legítima. El cosmopolitismo parece muy de capa caída. En su lugar,
nos encerramos en identidades que parecen felices de abjurar de toda mezcla, lo cual
me parece ridículo. El libro es mestizo en su esencia.
—La circunstancia de transición, lo fronterizo, lo periférico acompañan a los temas
de exilio y reencuentro con el pasado. ¿Cuáles son las propiedades que adquiere
su escritura, como materia y proceso, en esta trama de hazañas y desdichas
poscoloniales, cuando colisionan tanto el vacío y la ruptura, como el incesante
flujo de información?
—De poscolonial el libro tiene poco. Hay un poema sobre las persecuciones policiales en
Lavapiés, Madrid, pero yo no vengo a defender a quienes no me han pedido que los
defienda. Soy antirracista, supongo que sobra decirlo. Pero de ahí a que el libro se
sienta defensor de minorías, tampoco. Y no me siento culpable de nada.
En cualquier caso, publicar algunos libros en España significa hacer una incisión en el
español, una trizadura en el lenguaje, permíteme la palabra, hegemónico. Ciertas
zonas de la literatura latinoamericana son legibles en España, sobre todo en narrativa.
Pero son legibles en tanto producto. Creo que escrituras como las de Mariana Enríquez
o Mónica Ojeda merecen ser leídas en cualquier orilla del Atlántico, pero son
indisociables de su presencia como fenómenos de mercado, incluso si llegan de la
mano de editoriales no tan grandes como Candaya. No quiero decir con esto que sea lo
mismo leer a Paulo Coelho que a Zambra, no. Pero ya desde los años del Boom que
esa modernidad representada por Fuentes y García Márquez era la modernidad de un
producto, con todos los méritos estéticos que nadie puede negarles.
—Recursos narrativos como la fábula y la anécdota inciden en trasladar una
historia de lo cotidiano y lo periférico al lugar de enunciación poética, ¿se trata
de construir una identidad que involucre lo íntimo y lo privado? ¿Es posible
formular un proyecto totalizador, que reivindique la función política de lo poético
en términos de pluralidad y divergencia?
—Claro que sí. No se trata de reivindicar el cliché de que lo privado es político. No se
trata de un proyecto totalizador, de lo cual desconfío. La idea, si es que hay alguna en
tanto plan, es reivindicar o apostar por lo íntimo como un ligar igualmente válido, pero
que tampoco sea una tautología de lo privado. Lo íntimo como espacio común, si cabe
esa paradoja. Un poema sobre nuestros hijos que también reflexione sobre las
condiciones de la paternidad y de la familia. Esta última como una ficción, un medio o
una pesadilla, nunca como un fin en sí mismo. En ese sentido, la anécdota es una
herramienta que nos puede llevar a otros lugares, que puede abrir el campo de
oportunidades, que puede incorporar a lo decible otras enunciaciones. Pero cuando es
una cuestión meramente anecdótica, cuando esa pequeña historia intenta reemplazar
al habla poética, entonces ya no me acomoda tanto. La línea es sutil y borrosa, ¿no?,
porque hay poemas como los de William Carlos Williams y la nota del que se comió las
frutas en la noche que parecen, pero sólo parecen, meramente anecdóticas. El estudio
de Terry Eagleton sobre este poema es en sí mismo una reivindicación de la crítica
literaria.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Entrevista a Cristián Gómez Olivares en torno a "El libro rojo"
(Editorial Aparte, 2023)
Por Rosario Rivas Tarazona