En lugar de escribir un libro, Priscilla Cajales nos trae un ajuste de cuentas. En consonancia con sus publicaciones anteriores (Termitas, 2009; Mella, 2019), los poemas reunidos en El año de la quila nos muestran un mundo descarnado, difícil en su cotidiana e inescapable complejidad. Andrés Urzúa de la Sotta dice de la poesía de Cajales —cito de memoria, ergo me excusarán por cualquier inexactitud— que carece de cualquier ornamento innecesario.
Si bien sería largo detenernos en la necesidad o no de “adornar” el poema, sobre todo cuál sería la naturaleza y la pertinencia de tales agregados, se entiende el espíritu de lo que dice Urzúa de la Sotta. La poesía de Cajales sería un intento por representar una realidad familiar e íntima en ocasiones, pero aun así común para las y los lectores, sin barroquismos ni nada que oscurezca gratuitamente el poema.

Priscilla Cajales
En ese sentido, no deja de ser interesante que poéticas como la de Cajales (se me viene, también, inmediatamente a la mente, la escritura de Gladys González, la de Daniel Tapia, Juan Carreño asimismo) revivan, tal vez sin quererlo, debates supuestamente sepultados, como el de los poetas de la claridad v/s la poesía negra o poesía de la oscuridad. En el primer bando estaban el primer Parra junto a poetas del tenor de Óscar Castro y otros que llenaban páginas con una poesía popular (o lo que ellos consideraban popular), influenciada por el Romancero gitano de García Lorca. En la otra esquina estaban los poetas antologados por Anguita y Teitelboim en su ya famosa Antología de la poesía chilena nueva, de 1935, donde campeaban nombres como los de De Rokha, Huidobro, Neruda, Rosamel del Valle, Omar Cáceres y Díaz Casanueva, entre otros.
Vista desde hoy, la discusión que tuvo lugar en aquel entonces alentó una búsqueda por encontrar el o los método(s) más adecuado(s) para representar y definir la realidad, en una especie de compromiso con esta última que llevaba, por extensión, una necesidad de definir la poesía en su propio origen. Si tal discusión no ha periclitado, resulta evidente, al menos para nosotros, que una poesía como la de Cajales no busca poner en entredicho los métodos con los que trabaja, sino los materiales que aquellos procesan. El acceso a la realidad no está en cuestión, pero sí permanece abierta la pregunta por ese mundo que rodea a la autora.
Este es un mundo salpicado por el hacinamiento, la violencia y el abandono, i.e., por una pobreza que es el origen de una serie de padecimientos, privados y colectivos, porque aquí, como es costumbre desde hace unas décadas en adelante, lo personal es público y su ocultamiento suele ser un montaje que intenta invisibilizar las grietas de lo social.
En una especie de autobiografía afectiva, estos poemas de Cajales se engarzan con una tradición donde la maternidad es central para el desarrollo del mundo representado. Maternidad en la carencia, en todo caso, ya que la quila que titula el conjunto es sinónimo de catástrofe, augurio de males imposibles de impedir.
Este relato familiar donde la hablante es al mismo tiempo madre e hija, pero también parte (¿del fracaso?) de una pareja, está marcado por poemas donde la brusquedad del ritmo se condice con el desamparo de lo descrito. El verso varía en su extensión, pero la cadencia del mismo va de la mano de un relato (fragmentario, es cierto, porque son apenas retazos e imágenes inconexas de una vida familiar, pero que aun así logran establecer cierta apariencia de continuidad) donde algunos de los puntos emblemáticos de la poesía chilena son interrogados con aspereza. No quiero decir con esto que haya un afán planificado de la autora por abordar temas que han recorrido a la poesía chilena en estos últimos cien años, sino que más bien se trata de una apropiación crítica de tal tradición.
Así, por ejemplo, en un poema como “Nada sucede dos veces”, el entorno natural aparece bajo el signo de la desolación y lo arrasado. Los vestigios de una naturaleza amenazada no ofrecen ningún tipo de amparo para la voz que recorre estos poemas.
nada sucede dos veces
hace doce años
se quemó la quebrada
no se repetirán los surcos entre los árboles
ni la disposición de las ramas
en el suelo
o la geometría
de la vertiente
(11)
Si comparáramos este poema con uno de Jorge Teillier, “Para cantar”, incluido en El cielo cae con las hojas (1958), veríamos que el carácter vivificador que la naturaleza le presta u otorga a los seres que se acercan a ella (seguimos aquí a Diego Alegría, en el prólogo que hizo para la edición de Desctxt, del 2025), está completamente ausente del texto que firma Cajales. Aun más, si en Teillier naturaleza y sujeto aun lograban una especie de mutua identidad, un panteísmo en el que hablante y medioambiente eran uno y el mismo, en la autora de El año de la quila semejante identificación es simplemente impensable. Ese posible orden que antes estuvo en la quebrada está inexorablemente perdido en este volumen, lo cual es exactamente lo contrario a lo que pretendía y/o añoraba la poética teillieriana, la recuperación a través de la memoria del paraíso perdido y la edad de oro que, en mayor o menor medida, se asocia en ese universo con la infancia.
Reafirmo lo anterior con el poema que viene inmediatamente después de “Nada sucede dos veces”. Allí una profesora explica la evolución de la vida en la tierra (“(…)todo eso/a lo que llamamos nuestro”, p. 13) a través de una explicación más o menos arqueológica de ciertos restos humanos. Estos rezagos de humanidad, sin embargo, resultan lo único que, en la visión de la profesora/hablante, nos pertenecería. Posesiones mediadas por miles de años son escasa recompensa en el contexto de este libro.
Pero el punto neurálgico de El año de la quila me parece que es algo que ya hemos esbozado, la crianza amorosa y conflictiva, la pareja carnal pero no romántica, la maternidad a toda costa, incluso a pesar de sí misma. En este sentido, resulta llamativo, por ejemplo, el deseo explícito de la hablante por partir (p.15), por dejar de lado sus responsabilidades maternales, para alejarse de su entorno, tal como su propia madre lo habría hecho en el pasado (46). De un modo parecido al de la literatura de los hijos de cierta narrativa chilena de las últimas dos décadas, la hablante de este conjunto examina -sin concesiones, pero tampoco arrogándose los derechos de un juez que se mantiene distante de lo juzgado- su relación en el pasado con su madre, las vejaciones sufridas por esta última y, por extensión, cómo tales privaciones terminan afectando a la misma hablante.
Se da por descontado, no siempre, pero suele ser así, que este tipo de literatura no presta atención ni al proceso que lleva a la construcción del poema, ni a los elementos de los que este se compone. Creo, incluso, que esta suposición lleva consigo un implícito desdén, como si la (aparente) ausencia de reflexión sobre sus propios mecanismos fuera un demérito y no, simplemente, un hecho de la causa. Contrariamente, me parece que si no existe un ejercicio de autoreflexión explícito (como suele ocurrir en nuestras hoy en día literaturas hiperconscientes de sí mismas), sí hay una asunción implícita de que la dicción de estos textos está intrínsecamente ligada al mundo que intentan representar.
Después de todo, la fundamental escisión entre el deseo de plenitud de la hablante (que no se enuncia en ningún momento, por lo que su borroneo, su silenciamiento no hace más que magnificarlo) y la realidad empobrecida y/o degradada que la rodea se representan en un profundo hiato, donde una relación inversamente proporcional queda plasmada en estos poemas: mientras más se silencia (y por tanto, subrepticiamente se desea) la posibilidad de una realidad distinta, por no decir mejor, más cruda y difícil de aceptar se torna la realidad que tenemos y su representación en estos poemas.
El año de la quila merece esta y otras lecturas, porque más allá del relato que ofrecen sus páginas, hay en ellas una serie de discusiones urgentes que exigen lectoras y lectores atentos a ellas.