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El blues de Carlos Henrickson
(Acerca de “An old blues songbook”, Carlos Henrickson, Ediciones del Temple, 2006)

Por Andrés Florit

 

Siempre he asociado el blues a la poesía. Al menos, a la poesía que más me gusta. El desgarro original que sostiene esta música, la intensidad de los pocos acordes, la voz herida que sin embargo canta, sin patetismos, “sucia y desprolija” como diría el gran Pappo. El blues y la poesía son como hermanos, y ciertamente la poesía no necesita pasaporte para colarse en un viejo blues. Pero lo contrario no es fácil: quitarle la música al blues y que siga siendo blues en un libro de poesía.

Eso es lo que logra bellamente Carlos Henrickson (1974).  En “An old blues songbook”, libro que llegó a mis manos a través de un amigo (esa infalible difusión), el poeta está poseído por el espíritu del blues. Y lleva a la palabra escrita toda esa carga oral y rítmica y sobre todo desgarradora del género padre del rock, pero sin intentar melodías ni acordes, sino en un fluido y desenfadado tono conversacional, cotidiano, sobrio y profundo. Porque, señores, Henrickson no viene aquí a esbozar letras de blues con afán de músico frustrado: los suyos son 53 poemas -no canciones-, divididos en tres partes autónomas y a la vez complementarias, en donde la palabra “blues” como tal se menciona sólo en la primera parte, y sin embargo el blues, ¡ah, el blues! hierve hasta el final.

Para ser justos con el lector, este no es un libro parejo ni sus versos caminan en una meseta continua. Pudo haber sido más breve, hay cumbres y leves descensos, y los logros se concentran principalmente en los apartados “Cruce de caminos” y “Chestnut tree café”, la primera y tercera parte respectivamente. El brillo de éstas opaca un poco al apartado “Alucinación de la mercancía”, que desluce por ser menos vívido, más críptico, quizás más discursivo y racional en su génesis, con temas que he podido ver que el poeta ha desarrollado mejor en poemas más recientes, como el hombre moderno sometido a las leyes del comercio o la pérdida de toda fe. De todas formas celebro el poema XXXVI, que dice, como un mantra: “Espectáculo el mundo, y la nada, detrás”.

Ahora tengo la tentación de citar y citar versos de “Cruce de caminos” y “Chestnut tree café”,  esos conjuntos espléndidos de poemas de amor y soledad, de desgarro y luminosa melancolía, que dan cuenta de la intimidad del artista que, desencantado, reduce su mundo a velar el sueño del ser amado, o a celebrar después de la guerra inmerso en “la metafísica menor” del Café del Castaño. Pero por la inquebrantable unidad de sentido de dichos versos, sólo me permitiré copiar el comienzo del poema IV: “Un blues no tiene un buen verso, un buen /compás, una melodía que se sostenga: es un buen /o mal blues, solamente. No es el caso de la poesía”.

La aguda conciencia de su oficio no llega a ser aburrida metaliteratura ni está fuera del alcance de su experiencia poética profunda. Da cuenta, sí, de los méritos formales de la obra, que no aspira a las licencias formales del blues como canción, sino sólo a su espíritu. Como vemos, el corte de versos es medidamente desprolijo y cae como cascada, como quiebres de voz bluseros que se mantienen en todos los poemas: “...es un buen/ o mal blues, solamente” es una frase que debiera ir en una sola línea, pero el poeta la corta para no encerrar su poesía en una estructura melosa ni llana, sino que se transmita así, áspera, regularmente imperfecta.

Salvo estos recursos, la poesía de Henrickson no rompe espectacularmente con la tradición, ni le preocupa dejar de mencionar las palabras “sueño”, “noche”, “aroma”, “jardín”; y es porque estas palabras están desprovistas de la retórica que las desprestigia y poseen una carga de sentido y una sustancia que penetran en la poesía más actual, en la poesía que sólo pudo escribirse ahora y que por ello perdurará.

Porque ser contemporáneo no radica, como creen tantos, en ser absolutamente prosaico o grosero, farsantemente críptico o estentóreo, en versificar las teorías sociológico-estéticas en boga o en mera burla o sarcasmo, sino en tomarle el pulso a esta época y absorber los experimentos ajenos en una voz propia, escribir con la profundidad de quien se sumerge a bucear en los latidos de su propio ser y estar vivo hoy. Y ello se puede lograr, como lo logra Henrickson, con sutileza, elegancia, cuidado formal y las imágenes precisas, la autovigilancia atenta a las limitaciones de los versos y las palabras suficientemente pulidas (no tanto, para que no quede “sólo el brillo”, como dice otro poeta).

Así se encuentran los poemas en este viejo cancionero de blues. Además de celebrarlo y celebrar el hallazgo de este poeta, que se ha instalado como uno de los autores actuales más interesantes de nuestro país, más no puedo decir, porque del Café del Castaño no se puede hablar sino a través de la poesía: “No existirá registro, /jamás; no hay espejos en los muros”.

 

 

 

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