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Sobre Cien Años de Soledad

Por Cristián Huneeus
Revista Mensaje N°316. Enero-Febrero de 1983


 

A propósito del Premio Nobel, he vuelto, como mucha gente, a releer Cien años de soledad, quizá el libro más contagioso de la inolvidable década del boom, ese fenómeno cultural de los años 60, inédito y único, que provocó, ante el entusiasmo y el asombro de autores, críticos y lectores, toda una reordenación de jerarquías y orientaciones en la prosa contemporánea. Como es sabido, a partir de la obra de un García Márquez, un Vargas Llosa, un Cortázar, un Fuentes, un Donoso, la novela latinoamericana adquiere una imprevista fuerza de penetración que viene a crear un contexto dentro del cual se la revaloriza en su conjunto. Porque el boom no sólo significó la aparición de los nombrados, sino que estableció, en parte por su directa mediación (no hay que olvidar el generoso brillo con que Cortázar o Vargas Llosa o Fuentes, por ejemplo, se han empeñado en realzar a sus antecesores inmediatos), un escenario mundial para narradores, en más de un caso de un valor más decantado o una inventiva más radical como Carpentier, Lezama Lima, Borges, Rulfo, Macedonio, Arguedas, Asturias o Marechal, como también para escritores posteriores como Cabrera Infante, Sarduy, Edwards, Fernando del Paso y muchos más. En fin, no se trata de dar listas, todas discutibles y seguramente equívocas, sino de señalar un hito en el tiempo, enorme en sus proyecciones, talvez inexplicable en sus causas (mientras no se le entienda como el fruto de una larga acumulación), complejo, rico, productivo y seguramente mucho menos sospechoso de lo que pretende algún rezagado. Salvo talvez en un punto de manejo crítico, cual es el de los términos en que se conserva la integridad literaria cuando un escritor alcanza el éxito. No hay que olvidar que los autores del boom son los primeros que en América operan en una situación de mercado y viven de la venta de sus libros y de las oportunidades que de ahí derivan. Lo que ya era común en Estados Unidos y ciertamente en la Europa del siglo 19, es decir, en los países con suficiente número de "consumidores" literarios, se vuelve en América latina posibilidad real -al menos para algunos- cuando la prosa se internacionaliza en el boom. Sus antecesores fueron, en este sentido, amateurs: vivían de la docencia, del periodismo, de la diplomacia, de la publicidad, de la bohemia. Y lo somos muchos de los que venimos después. Los autores del boom, en cambio, son "profesionales", lo que, bien mirada la cosa, podría también verse no como ganancia sino como pérdida de libertad, como un problemático zapato chino. Porque obliga a hacerse cargo de una expectativa mercenaria y por lo mismo peligrosa. Pero éste es un tema para moralistas, y como los moralistas abundan, prefiero cederles a ellos el paso y entrar en materia.

Releer Cien años de soledad, quince años después, en un ejemplar desarmado, parchado y sucio por el exceso de lectura, con la imagen viva de la impresión que me produjo -cuando apareció por primera vez -recuerdo que se lo llevé a un amigo enfermo de cuidado en la Clínica de la Universidad Católica; según él, no bien lo empezó a leer, recobró la fe en la vida y al momento de terminarlo estaba sano- con la leyenda ratificada sonoramente por el Premio, fue una prueba que requirió de cierta valentía. Porque me ha pasado que vuelvo a esos libros que fueron decisivos en una época de mis lecturas y, francamente, me sorprendo de mí mismo: el juicio, por sobrio que se pretenda, está siempre sujeto a la infatuación y el espejismo de la circunstancia. Algo de esto me ocurrió, por ejemplo, y lamento decirlo, con Rayuela, otro libro que un día me pareció que cambiaba el mundo, y que hoy me resulta, por decir lo menos-, insoportablemente amanerado de tanto guiñar el ojo a la transitoria sensibilidad de la intelligentsia de su día.

Cien años de soledad salva la prueba airoso. Pero no por ser el mismo libro de hace quince años. Si cabe, se ha hecho más profundo y trascendente. Porque, visto en perspectiva, el brío de su ruptura con los moldes establecidos de la narración americana aparece como lo que, en el fondo, siempre es una ruptura creadora: como un rescate de algo central, aunque reprimido, ignorado y oculto, en la tradición. Lo que en una primera instancia impacta como un despegue hacia el futuro resulta siendo un sorprendente viaje al pasado. El quiebre se vuelve continuidad -que no es, en absoluto, lo mismo que repetición- y en vez de alejarnos hacia la luna, nos acercamos al centro de la tierra. El vuelo de la fantasía se transforma en luminosa operación de recopilación y resumen. Quizá parezca ésta una manera extraña, cuando no perversa, de dar cuenta de la lectura de un libro como Cien años de soledad. Y para muchos, que padecen de ese malentendido que es el prurito de la "originalidad", puede hasta parecer una manera encubierta, cuando no abiertamente desembozada, de condenarlo. Supongo que esto será porque no se imaginan lo que realmente es el trabajo de la imaginación.

Lo que hace, para empezar, García Márquez, es acoger lo que, desde un punto de vista estrictamente racional, constituye habladuría, superstición, superchería, cosa de rústicos, o simplemente, creencia popular, y establecer tal acogida como piedra clave de su sistema de novelar. Si, para poner un caso local, los campesinos de un lugar determinado en el Norte Chico han afirmado por generaciones que no es prudente pasar al filo de la medianoche frente al pique de una mina abandonada porque se aparece el diablo, y cuando el diablo se aparece y uno está en pecado, el diablo se lo lleva a uno directamente al infierno, bueno, García Márquez se hace cargo de la leyenda y la actualiza: relata sin más el dramático momento en que un incauto o un rebelde se allega al pique a la hora señalada, se encuentra con el diablo y naturalmente se va, podríamos decir, en gloria y majestad, al infierno mismo. Ocurre que al acoger la leyenda acoge algo mucho más abarcador y rico que la leyenda sola: es toda una mentalidad, toda una visión de mundo, un antiguo y consagrado modo de mirar que es también modo de ser, el gesto hondamente arraigado del alma arcaica, sobre el cual la mente racional se sobrepone apenas como una tela -de buena confección pero delgada y transparente- lo que entra a raudales por su prosa vital y arrolladora y recobra en ella, con la fuerza de la tormenta, el sitio que efectivamente ha ocupado en la configuración de la historia real de América.

¿Cuál es el crédito que García Márquez otorga a su propio punto de vista? No sé si quepa hacerse la pregunta, pero su invocación retórica de la creencia popular americana no deja de recordarme la invocación retórica de ese otro orden de creencia popular, la griega, que invocan los poetas del renacimiento y el barroco. Cuando Pedro de Oña ve los bosques australes poblados de dríadas, napeas, oreadas, sátiros, ninfas y otros espíritus de la naturaleza que participan de la peripecia humana, lo que ocurre no es, en su esencia, diverso de lo que pone en juego García Márquez cuando las mariposas amarillas no se apartan de Mauricio Babilonia o se precipita una lluvia de cuatro años once meses y dos días luego de la masacre de tres mil obreros en la estación de Macondo o los pájaros empiezan a caer del cielo y se estrellan contra las paredes a la muerte de Úrsula Iguarán.

Tampoco pueden dejar de verse equivalencias entre, por citar un caso, las escenas donde Alonso de Ercilla hace que el Mago Pitón practique actos de hechicería que le permiten, desde el corazón de Arauco, presenciar las campañas militares de Felipe II en Francia, Portugal y Lepanto, con la sabiduría en las barajas de Pilar Ternera.

Se dirá que la mitología griega es parte de la tradición literaria culta de Europa; parte, si se quiere, de una gramática de la escritura del siglo 16. Pero también el animismo, la convivencia cotidiana de los vivos y los muertos, la magia, lo inverosímil, la exageración del espanto y la alegría primitivas (de la que García Márquez disfruta como de una bacanal) son parte de una gramática de la escritura latinoamericana del siglo 20. Ahí están, para ilustrarlo, Asturias, Carpentier, Juan Rulfo, en cuya obra García Márquez recoge a manos llenas. Y la base de todo ello está a la vista en los cronistas del Descubrimiento, la Conquista y la Colonia.

 

 


 

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