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Sobre "Salón de Primavera"

Por Carlos Henrickson

¿Hay géneros mayores y géneros menores en el Arte? La pregunta es de suyo compleja y no precisamente una que nos llenará de amigos. La verdad es que hay algunas realidades que se dan gratis y fácilmente al análisis, fundamentación y orden en las bibliotecas –fíjese el lector en la particular fortuna del arte conceptual en una época en que todos tenemos menos tiempo para el gusto-sin-preguntas que debería ser el objetivo fundamental de toda expresión que aspire a tomar formas y hacerse ver y reproducir. Otras realidades se escurren entre los dedos, se van, se esconden.

Decir “género menor”, en este sentido, equivale ciertamente a una derrota. Derrota en el plano de la administración de los discursos sobre el Arte en nuestro país, que encuentra su hermana en la derrota de nuestros “territorios menores”, que insisten en una obcecada resistencia al desarrollo globalizante y al análisis, piedras de toque de nuestra burocracia nacional. Así, el santo territorio de la sistematicidad de la crítica de arte del país debe tener app. 20 cuadras cuadradas en el centro de Santiago, con pequeñas islillas hacia la zona alta de la capital –y furibundos y miméticos simios en una universidad del sur que tiene un lindo campus.

Cuando me ha tocado ver Salón de Primavera, he recordado el esfuerzo que, precisamente, en esa ciudad de academia enjardinada, hizo –y espero, siga haciendo- el periodista Sergio Ramón Fuentealba: un rescate sistemático (a través de entrevistas) del arte en una ciudad, y de la forma en que se conformó la relación que éste tuvo con la comunidad y con los proyectos de construcción de un nuevo mundo (tanto estética como socialmente), hasta su momento actual, pasando por el momento en que los proyectos desaparecen –y la ciudad también, por ende. Sin embargo, el libro, cuidado por Julio Jara Werth, con entrevistas e investigación realizadas por Rodolfo Hlousek, me ha parecido una apuesta mayor.

La acuarela en la IX Región, corresponde absolutamente a eso que desde los altos planes de las mayúsculas artísticas podemos llamar derrotas: realidades que se escapan de cualquier tipo de pretensión de conocimiento exacto, medición y esquema crítico (espero que quede claro que esta última expresión la uso en versalitas). Zona de Frontera en la cual la identidad regional, urbana y personal pasa por un conflicto histórico étnico-social al que, por ahora, no se ve resolución, y alejada lo suficiente de los grandes centros de producción cultural y de sus remedos simiescos -4 horas, por lo menos-, para que el único camino de validación de una obra sea esa emigración sin vuelta que más que sumar una producción –situada, local, identitaria- a las ciudades, suma estatuas en las plazas. Asimismo, con respecto a la práctica misma, dirá más de alguien: acuarela, aquello que los Grandes de Antaño usaban como bosquejo para los Óleos, también una cierta frontera entre lo acabado y lo por acabar.

Sin embargo, la labor adquiere un color absolutamente distinto cuando la situamos desde el punto de vista de la actividad misma. Lo que desde arriba es un campo en desastre, corresponde a una vida demasiado compleja y plena de esas realidades distintas y no homologables que constituyen la pesadilla del sistematizador. Sin embargo, no puedo olvidarlo: Hlousek es poeta, y entre colegas sabemos perfectamente bien el peso de la realidad presente –abismal, incalculable- con respecto a los Futuros y Pasados, que pesan lo que los libros o revistas de bienal. La realidad del arte es más enorme, más ella misma y menos ficción que lo que se teje intra-blancos muros de academia.

Así, no puedo dejar de darme cuenta de la absolutamente intuitiva sensación de práctica efectiva que trasunta el libro. Es fácil acá apreciar un árbol de ramas comunicantes, armado entre el taller y el café, las Universidades Europeas y la heroica Academia de Artes de Temuco, la inmigración en la Frontera (ese Far West sin prejuicios, como la llamaba Neruda refiriéndose a la mezcla de sangres) y la emergente cultura mapuche. La pretensión de uniformizar del intelectualizado crítico de artes cede el terreno al periodismo cultural, cada vez menos hallable y desplazado por la simpatía fácil del reportaje liviano y autorreferente: y tan sólo un periodismo cultural de esta rigurosidad podría ser capaz de captar aquello que alimenta al arte y que del arte se alimenta, esto es, el incesante traspaso de experiencia que hace a la humanidad continuar definiéndose a sí misma, la cadena de la producción artística.

Es así como se “cae” a la práctica misma del oficio acuarelístico, unida en este caso a la referencia permanente al lugar de donde se es. El sentido de evocación de Sebastián Ellena –desde el cual la Escuela de Bellas Artes de Santiago parece parte de un húmedo Sur-, la insólita expresividad cálida de una naturaleza de cielos nublados de Miguel Ángel Roa, la melancolía de intramuros de Yolanda Urbina, la particular y brillante intensidad de Alfredo Castillo –esos cielos, ese mar, que son tan absolutamente no-acuarelísticos en su golpe contundente a la pupila-, y esas escenas de límpida y clara construcción de Mario Torres Burboa, todos estos trabajos, por más que a veces logren hablar de viajes y experiencias diversas, siempre tienden a un particular sentido de apropiación artística, que me parece más notable que en la plástica de material más canónico. Es el ojo del Sur, cuya fina educación de los matices por una naturaleza con una multiplicidad de colores que tiende al infinito y un aire claro, tiende necesariamente a hacer de la memoria visual una experiencia estética de por sí. Dejo aparte el caso de Ariel Traipi, en que la fuerza expresiva nos recrea un modo de mirar que sólo se podría dar desde ahí, en el más pleno intento de reconstrucción de un mundo histórico y mítico irrecuperable.

Esta situación de una práctica artística, esta práctica situada, constituye un trabajo que adquiere esa belleza de lo que nadie se atrevería a llamar “necesario” o “central”. Gotas de vida para el frío de estas metrópolis, Salón de Primavera es aquella labor necesaria de periodismo cultural, que hace persistir en nosotros lo que la moda asesina de las capitales no admite: su culposo origen húmedo y múltiple. 

 

 

 

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