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Philip Roth o el valor de la disidencia

Por Cristóbal Hasbun L.


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Pocas horas atrás se comunicó el deceso de Philip Roth, producto de una insuficiencia cardiaca, a los 85 años. Según ha publicado la prensa estadounidense murió acompañado de sus amigos, aunque la primera imagen que venga a la mente sea la de un hombre que muere solo en su casa de Newark, fiel a su manera; sin familia, rodeado de libros y música de Schubert. Roth exhibe ―o exhibía― una de los atributos que dejan entrever cierta grandeza; murió como vivió: solitario y acompañado de más de una versión de sí mismo, renegado de la gloria de los grandes premios, rechazado implícitamente por su comunidad religiosa por  criticar su forma de vida y siendo objeto de ácidos reproches por movimientos sociales hoy dominantes. Fue en buena medida un paria. Nunca quiso ser algo distinto.

Siendo el egocentrismo en la producción literaria un lugar común, este novelista logró darle incluso un giro de tuerca al desarrollar parte importante de su producción artística narrando la vida de su alter ego Nathan Zuckerman (El escritor fantasma, Zuckerman desencadenado, Lección de anatomía, La orgía de Praga, La contravida, Pastoral Americana, Me casé con un comunista, La mancha humana, Exit ghost) y en algunos casos, incluso, publicando intercambios epistolares entre él y su otro yo (Los hechos). Pero su intensa labor de introspección ―esa característica creativa tan propia de los artistas cercanos a la teoría psicoanalítica― no impidió que con grandes destellos o dentelladas este escritor se volcara hacia fuera: para criticar el sueño americano, para acusar el abuso de posición dominante en que quedan las luchas sociales, para ir en contra del nacionalismo cuando Estados Unidos era aun más nacionalista y en contra del lenguaje meloso e hipersensible cuando existía (o existe) el riesgo de no poder disentir por miedo al escarmiento. Roth cada cierto tiempo se asomaba para gritar: “¡Yo discrepo, suceda lo que suceda!” y se retiraba dando un portazo.

Quisiera tomar dos novelas de una obra que cuenta con más de treinta volúmenes. En Pastoral Americana (1997) el autor cuenta la historia de una familia de clase media estadounidense que hace todo lo canónicamente establecido para lograr el sueño americano: excelente desempeño escolar y universitario de los padres, práctica de deporte regular, buenas personas, aspecto cuidado, respetuosos de la religión y de sus familias, responsables a la hora de trabajar, ahorradores y alejados de los vicios. Pero nace una hija, Merry Levov, quien tartamudea hasta avanzada edad, es excéntrica hasta la enfermedad y un día pone una bomba que mata a una persona, para posteriormente unirse a grupos sediciosos que incurren en conductas delictuales. La personalidad de su hija ―imprevista y azarosa, tan lejana de las costumbres de los padres― hace tambalear a la familia completa y los conduce por el despeñadero hacia la tragedia.

Un año después el autor publicó Me casé con un comunista (1998), novela que se trata de la vida de Ira Ringold, joven y brillante trabajador de una industria que con posterioridad a la segunda guerra mundial adhiere a movimientos comunistas, ideas que comienza a defender en un programa radial por las noches. Ahí conoce a quien sería su mujer, Eve Frame, con quien tiene una hija. El compromiso ideológico de Ira en favor del proletariado y los desposeídos se acentuó hasta arriesgar el matrimonio y la propia vida en el transcurso de una novela que devela como una de las tesis fundamentales que la adherencia a ideales extremos resulta muchas veces ligada a biografías marcadas por vivencias traumáticas, ahí donde la refriega por cambiar el mundo vela un desesperado intento por expiarse de la propia suerte. No se trata finalmente de dar la pelea por los otros ―acusa agudamente el autor, revelando el tabú―sino por (y contra) la propia biografía.  

La obra de Philip Roth  me generó especial admiración porque me permitía tener la certeza de que para cada uno de los grandes temas había alguien dispuesto a llevar la contra, a defender lo que a primera vista era indefendible, a encontrar la herida y presionarla hasta que fuese perentorio pedir clemencia. Tenía ese espacio reservado a Roth con la tranquilidad epistémica de quien sabe que, si en algún momento todo lo bueno, correcto y deseable comenzaba a aparecer absoluto y autoevidente, podría recurrir a la lectura de su vasta obra para recordar que eso no es así, que la posición dominante culturalmente siempre tendrá falencias y será opresora, que mucho hay de engañosa autocomplacencia y que, finalmente, quienes están contra todos y contra todo cumplen también una labor educativa en el conocimiento del mundo.

Hará falta un novelista como este, dispuesto a cortar una y otra vez los nudos del discurso que amenaza con crear redes absolutas.

Llegado el final, Roth merece una Elegía. Pero como no tengo el talento para escribirla, me referiré a la que él escribió en 2006. Fue la novela con que comencé su obra. Los últimos años venía a mí recurrentemente la idea de que cuando este día llegara, cuando el portentoso Roth se retirara con el barquero sombrío, probablemente se sentiría como el protagonista de su obra se sintió al momento de morir:

Se sumió en la inconsciencia sintiéndose lejos de haber sido abatido, en absoluto condenado, deseoso de realizarse plenamente una vez más, sin embargo, no despertó. Paro cardíaco. Ya no existía, liberado de ser, entrando en la nada sin saberlo siquiera. Tal como había temido desde el principio.



 

 

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Philip Roth o el valor de la disidencia.
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