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Un amarditao: Adicciones y fobias de Ricardo Herrera
(Editorial Bogavantes, 2021)

Por Carlos Henrickson


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La tradición literaria chilena tuvo una forma propia de acoger el fenómeno del malditismo literario europeo -y entiéndase por este malditismo no la suma de gestos y detalles biográficos, sino una voluntad concreta de escritura que se hace cargo de la marginalización extrema del autor con respecto a su entorno social y político. La aceptación ostentosa de este afuera abre una paradójica participación desde allí sobre la institución. La mirada del maldito europeo es análoga a la que el aristócrata destronado y decadente echa sobre la burguesía dominante, en su desprecio y su toma de posesión de una libertad insólita, desde aquí los nuevos permisos en torno a la reformulación radical del horizonte de su escritura. En Chile, como en el resto de Latinoamérica, el gesto imitativo no demoró nada en aparecer, profundizándose de a poco las consecuencias de esa marginalidad, y una coyuntura esencial se produce con el maldito por excelencia de la literatura chilena, Pablo de Rokha, quien subvierte de manera definitiva el concepto al enlazarlo a connotaciones locales del término maldito, asociadas a la vida cotidiana del lumpen en la segregada ciudad moderna del sur del mundo más que a la analogía trascendentalista de Baudelaire y Verlaine. Así, en uno de los últimos textos escritos por el licantenino, el Vocabulario redactado en 1968, leemos:

Amarditarse: proceder como que se conoce y no se conoce el sentido de las cosas, atrincherándose en su actitud prevista, a fin de golpear seguro y profundo. (De Rokha, Mis grandes poemas, Santiago: Nascimento, 1969; p. 325)

En De Rokha, el amarditao guarda su potencia de acción, y sabe trascender más allá de una restringida definición literaria, haciendo posible la ostentación del margen desde el que un artista puede devenir líder de masas: sustento teórico y anímico, así como testigo, del avance de las clases populares hacia la toma del poder. Por más que se haga evidente la continuidad del maldito en el amarditao, salta a la vista la diferencia de perspectiva de clase.

Cabe plantear lo anterior, ya que el término malditismo es echado por la generalidad de los reseñistas en Chile como moneda barata sin pensar mucho a qué se refieren con él. Y es precisamente a la múltiple resonancia histórica de este a la que debemos echar recurso cuando leemos Adicciones y fobias (Valparaíso: Bogavantes, 2021), de Ricardo Herrera (Temuco, 1969).

Lo desconcertante de la escritura de Herrera parte precisamente del predominio del gesto sobre cualquier otro principio interno de cohesión. El gesto de reconocerse en el margen conlleva, en primer lugar, casi la obligación de asumir una aparente desprolijidad que haga imposible leerlo de acuerdo a un modelo, un patrón que pueda subsumir lo que es en primer lugar experiencia íntima:

Escribir es meterse en una máquina del tiempo
Habitar un arca con peces, pulpos, hipocampos
Un arca varada en un banco de madera del mar de Aral
Ese lago que se fue secando lentamente como los soviet
Eres un niño y no sabes qué eran los soviet
Eran un poco esa idea de la felicidad humana
Que algunos grandes buscan en las drogas
O en la lectura de poemas

Escribir a tu edad no debería ser difícil
No lo veas nunca como una cosa seria
Frente a la cual debes responder
Como frente a una audiencia de aves exóticas
Orgullosas de sus obras exóticas (huevos cuadrados
(…)
Que para ti el logos nunca deje de ser como el lego
Ese juego de piezas de plástico que armas con paciencia
Y del que nacen aviones que parecen caligramas.
No te lo tomes en serio, nunca
O tómatelo en serio, tan serio
Que no se lo digas a nadie.

(p. 71, sección Metapoesía para niños)

Se puede ver acá, de algún modo, la misma reserva que sustenta la acción en la cita del Vocabulario rokhiano. Y con todo, salta a la vista una de las características generales del libro: Herrera posee una forma de ritmo natural de neta voluntad poética. La operación de reserva -diríamos, de mantención de la posibilidad de negación- se exterioriza a través de una urdimbre textual, un logos, que mantiene su voluntad de encuentro con el lector, pese a todo. Y este lugar intermedio, que tensiona la voluntad de verdad, instala como vemos la ironía en el corazón de la perspectiva de escritura.

El amarditamiento, en este sentido, conserva su capacidad de ataque gracias a la operación irónica, y Herrera extiende el campo de esta dramáticamente. Ya que se ve luchando desde afuera, toma entre sus deberes la necesidad de operaciones luciferinas con respecto a la situación del hablante y los sentidos comunes geográficos e históricos que la sustentan. Así, el mundo agrícola en que se da por hecha la armonía entre hombre y naturaleza, es subvertido de manera cruelmente sistemática en la primera sección, En el jardín, en que la actividad propia del hablante es opuesta a la de su entorno, y solo desde esta oposición puede legitimar su relación:

Me nutre la oscuridad no el sol
Soy lo contrario de las plantas
Un vitral quebrado que procesa oblicua la luz
Saco todo hacia el jardín y la casa por dentro la voy llenando de tierra
Quiero hablar de sistemas y de insectos
Pero termino hablando de tijeras y podadoras
O del efecto del veneno y el maquillaje sobre mi piel sintética

Me cansé de ser árbol, me cansé de ser escarabajo y panal
Me aburrí de triunfar y ser capaz de pudrirme primero que cualquier hoja
Y ahora me dedico al fracaso. Soy un jardinero católico
Que no cree en la resurrección de lo que entierra
Pero colaboro en poner en marcha, cada mañana, esta función de colores
Esta orquesta de sonidos
(...)

(p. 15)

La misma subversión cae sobre la provincia, cuyas asociaciones tradicionales dentro de la literatura chilena (nostalgia, larismo, vida onírica, etc.) son puestas en entredicho en todo el volumen, y de una manera inequívoca en la prosa Lada llegando al país Bretón, que constituye la segunda sección del libro, en que la proliferación de imágenes parte ya no desde el escenario natural, sino de la enajenación del hablante con respecto a su “propio” imaginario -y no se puede dejar de considerar que esa diferencia dramática con respecto a un entorno supuestamente “propio” constituye a las primeras generaciones del “malditismo” francés del siglo XIX. La crítica de fondo, la ironía, recae sobre las expectativas subjetivas sobre lo propio, y no sobre una ya imposible situación real del hablante con respecto a su entorno.

Un pliegue más profundo apunta al punto de inicio de este quiebre, que ya no se da con una situación exterior, sino que con la propia conciencia. Herrera hace el gesto definido de poner un acontecimiento inicial en la formación de esta conciencia escindida: el golpe de Estado de 1973. La sección Arte panfletario, se deleita casi en la crueldad al instante de escribir sobre la configuración del imaginario nacido de la catástrofe, y en una sutil analogía con la conocida frase de Adorno según quien no se podía escribir lírica después de Auschwitz, señala:

Después de Allende todo suicida es kitsch.
Después del de Allende todo suicidio es pintado por Bruna Truffa.
La Moneda pintada por El Bosco.
(...)

(p. 37)

Es un póster donde el Chicho sonríe
y aparece un fragmento de su último discurso:
ese poema con el cual se acaban las vanguardias
y comienza el realismo sucio chileno.

(p. 53)

La irrealidad de este paisaje (esta reiterada pulsión de representación vacía) ya marcado por un horror absolutamente real del país, un horror al que solo se puede acceder estéticamente como copia irónica, kitsch, se revela como el punto de partida de la condena al margen del hablante:

(...)
Adicciones y fobias
es un libro de medicina que leo como ficción
como novela rosa
como vulgar tratado de esoterismo
escrito por un adicto lleno de fobias
que de niño se hizo adicto
(...)
así se transformó en lo que en Chile
llamaríamos un curadito
cuya mística es comer huevo duro con merkén
dormir rodeado de perros y gatos sobre cartones corrugados

(p. 39)

(...)
en mi sueño
barro una casa día y noche
lavo unos platos día y noche
cansado de esta épica cotidiana me doy a la fuga
por unos callejones oscuros
mientras suena una versión de mira niñita en metal industrial
todo sucede a colores primarios
quiero despertar de este sueño y no puedo
(...)

(p. 41) 

Cabe notar que mientras en escrituras como las de José Ángel Cuevas esta tragedia histórica (que también inaugura al sujeto escritural escindido) la pérdida se centra en una colectividad que ya no existe, pero en que la escritura sustenta aun su posibilidad, en la visión de Herrera la figura de Allende suicida tiene un primerísimo lugar en la evocación. Podría de alguna manera asumirse que la pérdida de la figura del conductor en quien se deposita la fe, abre un paradójico espacio de fe en sí mismo sobre el hablante: el delirio, la pérdida de sentido en el plano tanto del pensamiento como de la misma actividad escritural, están permanentemente siendo contrastados con el logos que le sirve de vía, que mientras más señas de inseguridad o deriva (como en la proliferación de imágenes de ciertas secciones del texto) dé, más parece tomar posición en cuanto hablante que desea la afirmación de sí mismo. La contradicción está en el gesto y no puede abandonarlo: el amarditamiento se confirma en la práctica misma de la construcción del poema, en la ostentosa desprolijidad que acaba poniendo en valor y potenciando el flujo imaginario.

La contradicción, como reserva de energía, también se manifiesta en la afirmación/negación de la adscripción del hablante a la tradición literaria nacional. Más que un simple respeto o un reniego con respecto a esta, Herrera plantea un acercamiento intrusivo, que puede llegar hasta juegos de identificación. En general, hay que ver a Lihn, Teillier, De Rokha, Neruda y otros autores, entre ellos estrictamente contemporáneos, como facetas del yo del hablante que se reflejan en un fuero interno que no parece querer tomar decisiones, sino que verse obligado a acoger estas figuras como máscaras variables (el gesto de identificación en su marca más evidente está dado por expresiones como Hay días en que me levanto Enrique Lihn, Hay otros días en que me despierto Pablo de Rokha, etc.). El estilo personal surge desde un aparente flujo que solo se define desde la persona, y desde el seno de su contradicción, como demuestra el poema Ejercicios de estilo, en que la imagen predominante remite al truco de magia de sacar un conejo de un sombrero. Cualquier racionalización o perspectiva resulta incapaz de inhabilitar la paradójica autonomía de este estilo que niega ser voluntario, que solo se define desde su objeto, el resultado de su aplicación, y por tanto no entrega un secreto -que es bien posible que no tenga-; el poema termina así:

8

El conejo vomita dentro del sombrero
(el estilo es el vómito)
El conejo come zanahorias dentro del sombrero
(el estilo es la zanahoria)
El conejo cambia el sombrero por una caja de zapatos
(el estilo es escribir caminando)
El conejo se enamora de una nube que tiene la forma de una flor en la oreja de un mago
(el estilo es el polen el estilo es la flor el estilo es siempre la nube)
El conejo se inyecta y escribe, el conejo se rehabilita y predica, el conejo queda mudo.

(p. 80; sección Metapoesía para niños)

El estilo, tal como la situación geográfica o histórica, puede tanto presentarse y demostrarse, como desaparecer y perder toda posibilidad de sentido; la construcción de este hablante está como debajo del poncho (desarrollando la analogía rokhiana), dejando ver la vivencia cotidiana que lo constituye como primerísima determinante, que desea ser única. Ecuación compleja, pero que se beneficia de la decidida renuncia a la pretensión de verdad, renuncia que le abre al poema nuevos horizontes.

En un nivel más de superficie, es precisamente esto último lo que acaba validando la escritura de Herrera dentro del actual ámbito literario nacional: los nuevos horizontes implican la posibilidad de sugerir dentro del texto desarrollos históricos del hablante, procedimientos narrativos, uso desviado de referencias literarias y políticas, y por supuesto un oscuro sentido del humor. En resumen, procedimientos que apuntan de manera efectiva a la atención (y hasta la entretención, que no es poca ambición ni logro) del lector sin tener que proponer la densidad reflexiva como atributo de Adicciones y fobias, al tiempo que resulta inevitable no ver operando una conciencia despierta y vigilante sobre el juego de contradicciones que componen su voluntad de escritura.

Herrera levanta, con Adicciones y fobias, la bandera de una poesía adulta, que se pone de espaldas al idealismo y a la pretensión trascendentalista, a lo que no hay, para asumir de frente lo que hay, lo que queda en medio de la crisis de sentido generalizada de las artes.

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