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Pauperización de la cultura nacional: la deprimente convocatoria del arte crítico y político
en el Chile neoliberal del presente

Por Carlos Hernández Tello.



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A Rodrigo Hernández Tello


El escenario es el siguiente: Plaza de Armas de Buin, 26 de enero de 2017. Inti Illimani ofrece un concierto en esta comuna, según expresan sus integrantes, por dos razones: la primera, a razón de conmemorar cincuenta años de trayectoria y a la vez homenajear a Violeta Parra en su gira “La exiliada del sur”, cuya muerte se produjo el 5 de febrero de 1967. La segunda razón, reunir víveres para los miles de afectados por los incendios que asolan al país, cuya intencionalidad (la desencadenó los incendios) da para otro escrito. Lo anterior es el proscenio, sin embargo, mi preocupación es otra. Debo aclarar en primera instancia que de música sé muy poco, pero sigo siendo un nostálgico recalcitrante que sigue escuchando y estudiando a todos aquellos creadores que integraron la “nueva canción chilena”, nutriéndome de su empuje y de su mensaje, aunque su legado es el que temo se encuentra amenazado.

¿En qué reside mi preocupación? En el hecho de que al concierto llegan escasas ochocientas personas, quizás mil. ¿Falló la difusión? ¿La población buinense está de vacaciones? ¿A nadie le interesa escuchar charangos, zampoñas, cajones peruanos o quenas en el presente altamente tecnologizado y globalizado? Mismo escenario, tres o cuatro años atrás; en la Semana buinense (la única semana de la Tierra que dura diez días) se presenta Dinamita Show: no cabe un alfiler en la Plaza de Armas, varios miles atiborran el espacio, no hay donde sentarse, todos están parados de puntillas para observar el espectáculo. Lo mismo ocurre cuando se presentan los insípidos grupos de música tropical, con los que la masa canta y baila emborrachada de júbilo, cual misa evangélica loando la gracia cristiana. No sé qué pensar, aunque se me viene a la mente una conclusión derrotista: si hace cuarenta y tres años y fracción al pueblo unido le sacaron la cresta, qué se puede esperar del pueblo atomizado, individualizado y constreñido por el consumo de mercancías superfluas en nuestro presente neoliberal. Dan ganas de llorar.

En 1984 Fredric Jameson se preguntaba sobre las posibilidades de un arte crítico y político en la era del capitalismo tardío (o financiero o multinacional, cualquiera de esos adjetivos sirve). Veinte años antes, Lucien Goldman anunciaba que la forma de la novela (aunque en este caso diríamos “la forma de la canción”) es correlativa al desarrollo económico de las sociedades, es decir, que el arte literario (o musical) debe desarrollar un lenguaje y una estructura que contrarreste la arremetida del capitalismo. Y en 1867, mi tocayo Carlos Marx declaraba en el primer capítulo del tomo I de El capital, que las mercancías (los objetos creados para satisfacer necesidades humanas) amenazaban con reemplazar al individuo, reclamando un protagonismo sólo respaldado por lo que el demonizado Marx bautizaba en ese mismo libro la “acumulación originaria”, que no es otra cosa que el motor del capitalismo clásico. Pero volviendo, ¿por qué dan ganas de llorar ante la escasa afluencia de público a la presentación de Inti Illimani? Dan ganas de llorar en el Chile neoliberal del presente porque la gran mayoría de nuestros compatriotas prefiere la basura plástica de los intérpretes cumbiancheros, cebolleros o reggeatoneros de turno, porque “hay que alegrar el día”, porque “para qué tan grave”, “porque no todo es política”, y las emisoras radiales potencian esa abulia crítica desde que en Chile el consumo absurdo e innecesario fue instalado definitivamente por los tecnócratas del criminal más grande que ha gobernado este país. 

Quienes observaron atentamente la presentación de Inti Illimani se habrán percatado del oficio que hay detrás. Hace varios años, el maestro Nelson Osorio Tejeda nos iluminaba con una premisa que seguramente a los que asistimos a sus clases de epistemología no se nos olvidará jamás: así como el artista, para quien es indispensable conocer cada uno de los detalles del espectro creativo que ha escogido, el investigador debe ser un artesano, es decir, para él es perentorio dominar a la perfección su oficio, sus fundamentos y las herramientas que tornan posible su consecución. Eso es lo que vi en la presentación de Inti Illimani: cada músico era capaz de cantar, de hacer hablar su instrumento y de tocar cualquier otro de los requeridos para la canción en cuestión. La rotación era perfecta, mecánica. Quien había tocado en una tonada el charango en la próxima tocaba la batería o un cajón peruano. Seguramente a eso se refería Nelson Osorio: eso es conocer el oficio, eso es ser un artesano del lenguaje escogido para comunicar una experiencia. Walter Benjamin decía que el artista debe preguntarse sobre cuál es su rol dentro de los medios de producción, y asumiendo esto debía aspirar a transformarlos. ¿Qué observa uno en la mugre de intérpretes que hoy invaden las radios nacionales, o en la televisión y su excrementicia programación consuetudinaria? Sólo mercado, generar ganancias con signos inofensivos, insustanciales; aunque pensándolo bien, de inofensivos tienen muy poco: el mayor daño es la estulticia que transmiten, la ausencia de problematización, todo envuelto en un lenguaje y forma vulgar que mantienen las cosas como están. Y el público demanda eso, necesita eso. Si la literatura, la música, el teatro y las demás formas artísticas constituyen inherentemente mecanismos de transformación de la sociedad, y aunque quedan algunos productores que (como diría Benjamin) persiguen aún ese objetivo trascendente, la derrota amenaza con ceño fruncido. Los pocos asistentes a la muestra lo confirman.

¿Qué hacer frente a esta adversa realidad? ¿Qué hacer cuando para la mayoría es más importante endeudarse para adquirir un i phone 1000, un televisor de cien pulgadas para ver los partidos de la selección chilena, o cambiar el auto porque la obsolescencia es una sombra atemorizante? ¿Qué importa que las AFP, en los años ochenta, hayan comprado empresas estatales, con fondos de todos los chilenos obligados por ley a cotizar? ¿Qué importa que nos roben dinero mensualmente para transitar por las autopistas de la Región Metropolitana, entregadas al capital foráneo por un farsante que apuntó alguna vez en un programa en vivo al dictador, autopistas cuyo valor fue recargado hace poco tiempo en un 6,9% y la prensa penca que tenemos, para variar, con suerte lo haya mencionado?  ¿A quién le interesa que Codelco, la empresa estatal que percibe el 14% de las riquezas del cobre (porque el 86% restante está en manos del grupo Luksic y las empresas norteamericanas que se llevan el mineral rojo a manos llenas), haya tenido que endeudarse en 2016 para poder cumplir con la Ley de reserva del cobre, aquella que entrega a los milicos parásitos el 10% del 14% de nuestros recursos cupríferos? ¿Acaso alguien ha escuchado alguna referencia a estos asuntos en los “artistas” de la tele o los que reproducen las emisoras radiales? Víctor Jara decía: “Como yugo de apretao, tengo el puño esperanzado porque todo cambiará”. Yo… no sé.


 

 

 

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