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La urgencia apelativa de las narrativas contemporáneas latinoamericanas,
incluyendo la mía

Carlos Labbé
http://www.losnoveles.net/

 

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Imaginemos que estoy en el extremo de un puente. Tú, que lees esto, me ves desde el otro lado. No voy a pretender que caminas conmigo –los pies al aire sobre el tablón húmedo–, que sabes de antemano lo que te digo mientras salimos juntos de la ventolera que el río trae y me arreglas estos mechones que se desordenan. Pero tú divisas una parte de mí desde lejos y yo algo veo de tu figura lectora. Eso basta.

A fines del año 1983, en las cercanías de Madrid, el avión que llevaba a Ángel Rama y Marta Traba a Colombia cayó a tierra. La tragedia política y social de la intelectualidad latinoamericana a fines del siglo veinte quedó figurada en las muertes de él, crítico literario, y de ella, crítica de arte. Aunque aquella pareja estaba integrada por dos pensadores relevantes, que enfrentaron con la necesaria causticidad esa ambición identitaria que debe haber estado en el aire durante los sesenta, la fuerza que juntos tenían no pudo evitar que la caída del modelo cultural que pretendían rectificar los arrastrara. El silencio que sobrevino a la desaparición de esta dupla intelectual se sumó a la mudez generalizante —al duelo, a la siesta, la intriga o el capricho— de Latinoamérica en las pasadas décadas de los setenta, ochenta y noventa. Así, el reduccionismo histórico usual es que, a la postre, los intelectuales de los sesenta debieron entender la lógica de intercambio del mercado o en caso contrario permanecerían fosilizados y paranoicos. La otra opción es que hubieran muerto durante la gran catástrofe política. El relato épico tiende a considerar sólo a los traidores, los exiliados y los mártires. No es fácil cantar el himno de un héroe cuya batalla final fuera cotidiana, que no muriera en aras de su propio país o de la humanidad, sino en accidente.

El primer narrador de mi novela Libro de plumas estaría de acuerdo. En general las historias de familia son espantosas, diría. No me refiero solamente al estilo con que están escritas, sino a que prestan atención a las grandes proezas, guerras, duelos, querellas religiosas, incendios, descubrimientos. Lo que enorgullece a los abuelos, a ver si me explico. Los otros asuntos, los abandonos, el aburrimiento, los abusos, las enfermedades, los engaños, las esperas que se alargan y nunca terminan, eso no aparece en las memorias genealógicas, porque así no se forja una estirpe. Así se acaba.

Quédate en cualquier puente, el primero que se te venga a la cabeza: yo digo el Brooklyn Bridge por el que ese lunes cruzábamos en el metro de Nueva York, entre High y Fulton, rumbo a la primera de las mesas redondas que esa revista española-inglesa tituló –y alcanzo a notar un gesto tuyo, no sé si es aprobación o desconcierto–: «Building Bridges: Spanish and English Language Writers in Conversation».

Los enormes edificios en el Midtown, de cuyas puertas salen oficinistas elegantes a comer kebabs en los chatarrientos carros callejeros, te hacen preguntarme si realmente creo en la inercia de los lugares, en que sólo hay vida en el ojo que mira, en la lengua que nombra y que nos separa cuando en cierto bar de Chelsea un aborigen nos levanta la ceja y le dice a su acompañante –como si no fuéramos a entender sus palabras– que este lugar ya no es el mismo de antes, ahora huele demasiado a bridge and tunnel. Exactamente. Yo estaba mudándome desde Santiago de Chile a Piscataway, New Jersey, cuando salían en Londres y Madrid los volúmenes de su revista que incluyeron fragmentos de mis novelas, respondo en un inglés difícil cuando la editora de esa publicación –una estadounidense-madrileña– me pregunta durante la conferencia de la librería The Center for Fiction cómo esta publicación ha afectado mi escritura y la recepción de mis libros en Curepto, en Cáceres o en Carabobo. Cuando escribo busco que mi cuerpo pase por el puente al mismo tiempo que pronuncio esto: voy pasando por el puente, I'm going through the bridge. Es un aviso para que vengas tú también. Yo no hablo español: hablo castellano. Apenas balbuceo mapudungun –más lo quisiera– e inglés gringo. En el momento que un señor del público pregunta cuál es nuestra relación con el idioma y yo respondo que los escritores latinoamericanos –me gusta generalizar en este punto, tu mano en la mía– mantenemos una relación ambivalente con la literatura porque el castellano nos fue impuesto a la fuerza, mi colega en la mesa Javier Montes se molesta. Es una violencia a nuestra infancia histórica que no se escribe, sigo: un trauma geopolítico, corporal, productivo, olvidado, omnipresente. No es nuestra culpa, hombre, ya déjalo, me dicen. Hasta cuándo jugamos a víctimas y verdugos; mejor miremos adelante, hacia el futuro, hacia el otro lado del puente.

Pienso una vez más en que un lugar idealizado donde viven personajes que uno puede manipular a través de los espacios construidos por una voluntad frágil e inocente, aunque no ingenua, de permanencia –ese lugar que cuando chico habitaban mis monos, con voces diferentes que provenían de mí y no entiendo de dónde más– entra y sale de la página que se está imprimiendo para armar una biblioteca continental sobre las ruinas de una ciudad llamada Santa María, El Dorado, Yoknapatawpha, Comala, Macondo, la Zona, la Comarca, Neutria, el Gran Chilango, la Ciudad de los Césares, Santa Teresa, Aquilea, Chimbote, San Agustín de Tango o Chuchunco para que vivan ahí los espectros de una fijación infantil que no es puramente biológica –el cuerpo del niño se agazapa en el cuerpo del adulto como el feto dentro del niño–, sino cultural.

Ángel Rama ha sido y sigue siendo bien leído en las ciudades letradas. Su pareja no. Antes de leer el corpus teórico de Marta Traba desde y para la literatura de América Latina en la época en que esto escribo me quedo en una frase de Agustín Martínez: «[el trabajo intelectual de Marta Traba] se detuvo en el umbral de las transformaciones de la cultura intelectual latinoamericana más radicales de su historia». Marta Traba debe haber entrevisto, desde aquel umbral que significó su crítica tanto al indigenismo y el muralismo como al conceptualismo estéril, la transformación de un continente utópico en una igualmente idealizada feria de modelos comerciales del primer mundo. Es necesario escuchar el testamento de Marta Traba más allá de la porfiada escenificación de la lucha libertaria de los sesenta con que nos han querido ofrecer su vida y no su escritura. Se trata de admirar cómo para ella —a pesar de los sesenta, anoto— «la crítica pasa a ser concebida como el momento del proceso artístico general en el cual la significación de las operaciones estéticas particulares se transforma en marca de un proyecto de afirmación cultural dotado de fines extra estéticos propios». Aunque suene difícil y redundante, es ir más allá del arte como resistencia y más acá del arte como dispersión y pasatiempo.

Manhattan y la Gran Bretaña son islas, sí. Castilla y Cataluña, en cambio, son parte de una península, y nuestra América un descomunal pedazo de tierra interrumpido por la palabra Latina.

Imaginemos de nuevo que dos personas desconocidas se encuentran cada cierto tiempo al centro de ese puente. Viven en lugares lejanos entre sí, es un mundo donde la información es tanta que ya no hay noticias. Nada tienen que decirse salvo el agua: hoy parece más verde el mar, el río, el lago que está bajo el puente. El otro responde que es por el cielo, por esas nubes. También son las mareas, agrega el primero. Cada vez que se encuentren sólo hablarán del agua que los separa.

No se le da a un texto la forma de diario de vida por una retórica de la autenticidad ni mucho menos, sino por el afán de construir un discurso con marcas del proceso en que fue escrito, dice un personaje de mi novela Locuela . Me niego a estar de acuerdo, escribo esto porque me falta la frialdad necesaria para construir un objeto narrativo ajeno a mí, aunque sea sólo en apariencia. Admiro en eso a Couve, a Donoso, a Balzac, a Henry James, a todos los que, azotados por la tormenta, son capaces de aferrarse a una tercera persona, de producir diálogos sin intervención del yo, de describir, de dividirse en capítulos, sigue diciendo el personaje. Como si en pleno padecimiento el condenado discurriera sobre un cuento de hadas que escribía en su celda y, en el momento en que activaran la corriente de la silla, no sintiera dolor porque su cabeza está tan ocupada buscando la perspectiva precisa con que abordar la acción final.

Imaginemos ahora que vamos caminando por la calle Prince en el Soho, entre tiendas que venden pan a un precio exorbitante y turistas que ostentan mohicanos en el pelo y ropas desguañangadas sólo porque creen que en la ciudad de Nueva York a la gente le gusta verse rara. Sin embargo ellos, nosotros, no nos damos cuenta de que nadie más se viste así. Saludo a Javier Molea, el librero uruguayo seguidor de Ángel Rama y de Hugo Achugar que está a cargo de las presentaciones latinoamericanas en la librería McNally Jackson, pero la radio a todo volumen hunde su respuesta en una canción de LCD Soundsystem: «New York, I love you / But you're bringing me down / Maybe I'm wrong / And may be you're right». Entre los editores anglosajones que hablan esa noche, Jonathan Galassi se pregunta por qué todos los escritores quieren ser traducidos al inglés. ¿No le basta a un autor italiano que lo lean en Milán, Roma, Turín y Boloña? Al día siguiente, Rodrigo Hasbún confiesa que sí lee a la italiana Natalia Ginsburg. Y antes del vino, los canapés y las brochetas que cierran con sonrisas la gira de la revista española-inglesa por Estados Unidos, el otro editor a cargo –canadiense-mexicano– pregunta a Andrés Barba si existe en nuestra generación una escritura política. Qué opina de lo que el primer día yo señalé, que este encuentro sobre traducción coincide bien con las protestas y marchas masivas en Madrid, Santiago, Lima, Atenas, Manhattan y Wisconsin contra la obscena distancia entre poderosos y miserables que a los administradores políticos de los conglomerados económicos les gusta exhibir en la tele y en los recortes fiscales. Barba responde «de eso no quiero hablar» dos veces. El silencio del público es elocuente. Un minuto después Carlos Yushimito, en un inglés como el mío, habla en lenguas: «cualquiera que cumple veinticinco, treintaicinco, cincuenta años y no tiene trabajo es una persona política». ¿Cuántos escritores jóvenes en español pueden vivir ahora de su escritura? ¿Qué es vivir de la escritura sino hacer que la escritura esté viva en el cuerpo de quien la trabaja?

Entonces imaginemos que estoy en el extremo del puente. Tú, que lees esto, me ves desde el otro lado. No voy a pretender que vienes conmigo. También has visto a quienes viven bajo el puente. Y, entre ellos, la cara del protagonista, la cara de quien escribe, sus facciones –no sus fragmentos– ocupan el tiempo actual de la lectura, el único sentido pleno que me es dado en esta página. Esta página en este momento deja de ofrecernos la figura de un puente: es ahora un acuario oscuro donde te reflejas y que te ofrece una imagen de quien lee, una superficie que sólo está hecha de palabras y en la que se repiten y resuenan –espejo de agua– decenas de disyuntivas más, posibilidades que quedan ocultas, eclipsadas por cada decisión que uno toma: me convierto en la voz de un experto que debe aclarar el por qué de un incendio en la Academia, un profesor chileno que tras casi dos décadas al alero de una universidad nórdica olvida por completo su adolescencia en el descampado –y parece que esa cara ansiosa, tan viva, es simultáneamente la de quien hace el análisis contra el vidrio del acuario–, cuando deja de pensar en la posibilidad de la poesía mientras camina por las calles de Providencia esa mañana en que deja de escribir y lee con vergüenza –en su castellano ya indio que se recovequea, se deshuañanga y se va choreando con palabras serviles, dibujos equívocos, peticiones agresivas– la información de que el original de 1616 de La nueva corónica y buen gobierno del ayacuchano Felipe Guamán Poma de Ayala, el mismo que le propone al Rey de España una idea justa y sensata de gobierno compartido del Perú entre los remanentes de la administración incaica y los españoles recién llegados en busca de plata y oro, permanece todavía en la Biblioteca de Dinamarca, en la colección de la Corona; sin avisarle a nadie decide remediar el asunto por su cuenta, de manera heroica e imaginaria tiene que renunciar a la poesía y convertirse en un teórico de la literatura hipertextual, luego de las narrativas electrónicas, para así llegar a Copenhague a estudiar un doctorado en teorías de IT en la reputada universidad de esa ciudad y, utilizando los permisos y protocolos académicos, penetrar en la sala de tesoros bibliográficos de la Casa Real Escandinava una tarde oscura, tomar el Códex de Waman Puma, suplantarlo por una casi idéntica copia facsimilar y llevárselo consigo; en ese momento el plan consiste en enfilar directamente al aeropuerto, ir al mesón y comprar un pasaje, ¿hacia dónde? Mientras pienso que escribo esto miro mi semblante en el vidrio que está en la puerta de la sala donde el grupo teatral limeño Yuyachkani cuenta la historia de esa carta-crónica de Waman Puma y de cómo en casi quinientos años no llega a su destinatario, el Rey de España, y aquí en este salón de la Universidad de Rutgers, Nueva Jersey, donde no logro discernir en qué lugar corresponde ahora que estén esos manuscritos –no en Copenhague, no en Lima, no en Madrid–, me doy cuenta de que antes de viajar a New Brunswick con mi esposa, que ahora estudia su doctorado en la universidad estatal de Nueva Jersey, por un par de años mi proyecto es semejante: aprovecho que hasta hace poco soy editor general de la sede chilena de una ambiciosa corporación de entretenimiento catalán-española –digamos la Editorial Planeta–, mi nombre es por ejemplo Carlos Labbé y estoy mirando mis facciones en la credencial que la organización del V Congreso de la Lengua Española, que se celebra esta vez en la ciudad de Valparaíso, me entrega para asistir a la gala donde el mismísimo Rey de España ofrece un discurso de apertura sobre la historia de las palabras que unen a España y Latinoamérica, esa sólida comunidad cultural y económica; la táctica, que afinamos durante todo el verano con la Mónica, a pesar de las dudas y desconfianzas de los pocos a quienes se lo hemos dicho, consiste en que entrado el discurso de Su Majestad yo me levanto y alzo suficientemente la voz para demandarle a él, Juan Carlos I de Borbón, en razón de su investidura, el ofrecimiento de disculpas aquí y ahora hacia todos los pueblos originarios de la América Hispana históricamente torturados, violados, despojados y asesinados en masa por la Corona, en nombre del Rey de España y de cada uno de sus antecesores en el cargo. Pero el espejo es en realidad un vidrio opaco en el cual parecen nadar los cadáveres de los salmones que quedan de la extinta piscicultura del sur de Chile, y cuando sus cuerpos agitan con sus pesos muertos el agua, la cara que creo ver ahí se desvanece, es imaginación y no reflejo: el adolescente poeta que planea rescatar el original de Waman Poma olvida su objetivo, de tanto pensar en el monto que le ofrece la beca de la Comunidad Europea comete un error en los papeles y termina cursando un posdoctorado en Filología Grecolatina por la Universidad de Bergen, Noruega; el ex editor infiltrado duerme a saltos la noche anterior a la jornada de la gala inaugural donde planea su acto reivindicatorio ante el Rey de España cuando de súbito el suelo se le viene encima, intenta correr hacia la puerta pero no hay manera de hacer pie en esa catástrofe, el terremoto que por enésima vez sacude a Chile y por el cual, por supuesto, se cancela el V Congreso de la Lengua Española con sede en Valparaíso. Una postrera reflexión, un último reflejo: la propia imagen en el cristal resulta ser sólo intuición de la profunda oscuridad que se abre al otro lado del acuario en cuya superficie permanece la mirada de un niño que juega a dispararle a un montón de miserables que viven bajo un puente en un videojuego. Ese niño no logrará desdoblarse ni permanecer cuerdo en su adultez.

Y la única manera de conservar la cabeza es practicándola. En el sentido lacaniano del término, diría un personaje de mi novela Navidad y Matanza, porque según él la mente es sólo lenguaje.

O es un invento del lenguaje.

En los años noventa, durante un almuerzo con Bioy Casares, le comenté que llevaba cinco años entrampado en la escritura de una novela histórica. La historia tiene demasiadas puertas como para perderse, me respondió con una sonrisa. Efectivamente mi manuscrito aún está guardado sin terminar en un cajón, pero la anécdota me hace recordar cuando en mi infancia le escuché decir a un tío que todo podría haber sido distinto si aquella vez en Concepción, el año 1749, la modesta máquina de guerra construida por el capitán Juan de Ordóñez hubiera aniquilado a sus enemigos mapuche dando –de paso– origen a una revolución industrial, en vez de crujir blandamente y romperse en pedazos para que salieran del interior dos enormes culebras marmóreas que devoraron a todos los integrantes del batallón antes de sumergirse en un volcán que comenzaba a hacer erupción, como realmente ocurrió.

Es sugerente la anotación, muy marginal en un posible ensayo sobre Marta Traba y Ángel Rama, que al momento del accidente fatal esta renombrada crítica se encontrara publicando su enésima novela y estuviera trabajando en otras tantas. Durante los cruciales años de transformación de América Latina y su arte fue inminente que Marta Traba resolvería la enajenación de la escritura ensayística académica mediante un cruce con la intimidad ubicua y frágil de la imaginación crítica narrativa. Y yo quiero que tú me leas en ese estado de inminencia.



 


 

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