Hace un par de años, mientras daba clases de literatura en una universidad talquina, con fachada estilo Partenón, un joven doctor presbiteriano (especialista en la estilística japonesa de Rubén Darío) me dio la misión de exponer un tema académico para celebrar la semana mundial del libro y la lectura. Faltaban días para tragarme toda esa pompa cursilona, donde hasta el poeta más desafinado es invitado a tomar café con galletas y a liberar sin tapujos sus necesidades líricas. Al mirar al doctor con su traje de futbolista chileno llegado de Italia, y sus zapatos terminados en punta, me sentí estimulado a encerrarme toda esa tarde en mi oficina y escribir Humus, el humor en la narrativa. Así se llamó ese artículo, que en modo Icarito (todo de una sola vez), daba cuenta desde las primeras risas griegas hasta las carcajadas más populares de la literatura nacional. Fue ahí cuando revisé el aporte de Jotabeche a mediados del siglo XIX, que, si bien no deja al lector retorciéndose como un gusano, entretiene por su constante y ácida crítica social de la época. También me encontré con Joaquín Díaz Garcés, cuentista entrañable de principios del siglo pasado, que sin saber que era él, lo leí con devoción cuando era muy niño en textos escolares de los 60. Disfruté con «El cura de Romeral» (pdf), con de «Pillo a pillo» y con «No veraneo». Ese último relato lo leí tantas veces que aún conservo en la memoria imágenes de como al protagonista lo hacían tomar un ponche en una bacinica. Revisé también a Jenaro Prieto, conocido por la novela El Socio (pdf), aunque este éxito, en cierta medida, jibariza a su universo mayor que es la creación de la República de Tontilandia, una serie de crónicas de un país imaginario, muy parecido a Chile.
Y entremedio de gigantes del humor y el esperpento, como Juan Emar, Alfonso Alcalde, el aporte de la generación funcionaria de Juan Tejeda, Enrique Araya y Andrés Gallardo, me encontré ese día en la web con la figura de un tal Tancredo Pinochet. En un artículo de la Revista Punto Final, publicado el 2014, que trataba sobre la falta de humor en nuestra literatura, se iniciaba su referencia con esto: «Otro olvidado es Tancredo Pinochet. Su desgracia es tener el apellido que tiene» Revisé Wikipedia y supe que Tancredo Pinochet Le-Brun había muerto en 1957, año en que el último dictador de Chile se encontraba en una misión militar en Ecuador, poniéndole los cuernos a todo ritmo a su horrible esposa con una espléndida pianista quiteña. Entonces ––me pregunté–– ¿de qué forma le podría haber afectado a la obra de Tancredo su apellido y su relación con los lectores?
Tancredo Pinochet
Conversé con mi amigo Persus Nibaes y me contó que cuando era universitario, por allá en Osorno, tuvo una compañera que por dos años solo se llamó Sonia Vargas. En una ocasión ella quedó muy borracha y entre sus bolsillos se le deslizó el carnet. Se destapó la olla de este ocultamiento menor, que adquirió ribetes más groseros cuando la hija mayor del innombrable dictador omitió su apellido en el pasaporte y dijo. «lo hago por razones de seguridad, porque aquí en Chile nos persiguen».
Antes de abrir la puerta al universo Tancrediano, me es necesario levantar una pequeña tienda para alentar la siguiente tesis: este Pinochet, desde sus más tiernos inicios, se animó a construir un ente que lo escondiera de su normalidad, a urdir un otro yo que le permitiera comunicarse con el resto a través de sus ensayos, sus folletines, sus cuentos, sus autobiografías y sus novelas. Esto para Tancredo no fue una mera cuchufleta artística. Su vida de hijo, de novio, de esposo, de trabajador, de intelectual, de hombre con apellido, siempre la entregó en gran parte a la ficción como dispositivo para confundir y a la larga desintegrar a ese ser humano en la intrascendencia. Quizás como una forma de decirle a la creación cósmica que sí estaba cierto de su pequeñez humana. En honor a esto, y a partir de ahora, sólo me referiré a este escritor como Tancredo, o Tancrudo, como le decían los colegas de su época.
Tancredo nació en marzo de 1879, en la ciudad de Talca. Hijo de dos destacados profesores, Marcos e Isabel, matrimonio de clase media un poco acomodada, que, paseando a la luz de las farolas, y entre las nuevas acacias y olmos plantados en la alameda, quizás conversaron sobre el incierto futuro social del Chile que venía para su niño de 10 años. Mientras tanto Tancredito publicaba un diario escrito a pluma, donde se dedicaba a hacer crítica a la economía casera, condenando en sus editoriales el abuso de autoridad y combatiendo los castigos corporales a que eran sometidos los niños por los adultos familiares y profesores. El caos político gestado por el congreso y las corporaciones inglesas terminaron detonando una guerra civil que terminaría con el suicidio del presidente Balmaceda en 1891. Tancredo, con recién quince marzos cumplidos, ya tenía un pseudónimo: Alberto Brum. Y escribiendo para el diario La Autoridad publicó un cuento que fue seleccionado para una antología norteamericana de la Universidad de Columbia. Este fue un texto auxiliar de lectura que se usó por décadas para los niños gringos que estudiaban español.
Así llegaba el siglo XX y las celebraciones de los primeros 100 años de vida independiente. En 1910 la aristocracia chilensis se volvía loca con la fiesta. Mientras se inauguraba la Estación Mapocho y el Palacio de Bellas Artes, entre otras maravillas, ya había voces que comenzaban a mirar con rabia el despilfarro. La miseria de la gente pobre hacía nata. En 1906 un terremoto destruyó Valparaíso y la zona central, y mientras los encopetados bailaban entre las luces de los nuevos alumbrados públicos de Santiago, nacía un nuevo examen de conciencia nacional. Uno de los epicentros de esta rebeldía crítica se gestaba nada más y nada menos que en la endogámica y clasista ciudad del trueno, Talca. De la profunda amistad de Enrique Molina (rector del Liceo en 1905) con el profesor Alejandro Venegas, nacieron las primeras ideas para que este último escribiera Sinceridad: Chile íntimo en 1910. Eran 26 cartas dirigidas al presidente Ramón Barros Luco. Estas verdades verdaderas le costaron la carrera docente a Venegas. La oligarquía le hizo la vida imposible, y tuvo que jubilar anticipadamente.
Nacía la Generación del Centenario o los llamados Autoflagelantes de 1910. La mente del joven Tancredo hervía. En un par de años estaría al medio de la movida, junto a notables personajes como Luis Emilio Recabarren, Agustín Ross y Nicolás Palacios, entre otros. Todos juntos, pero no revueltos, porque la particularidad de estos pensadores fue que en su esencia eran libres de todo dogma político y que su lucha era solo por el bien de Chile. Juntos, pero con distancias que aumentaron con los años. El Tancredo sesentón, en uno de sus libros, le dedica un capítulo completo al sanjavierino Francisco Encina, donde lo trata (con elegancia y rigor periodístico) de racista, clasista y lamebotas colonial.
¿Y cómo Tancredo vive esos días en la Talca del 1900? En unas antiguas y dudosas páginas web se señala que: «tras una desgracia familiar se traslada a Europa». En una nota del diario La Mañana de Talca, del 6 de abril de 1982, se indica que sus hermanos Fidel y José, ejercieron como profesores del Liceo de Talca y que Tancredo no lo consiguió. Busqué las razones en los datos duros, pero no logré profundizar sobre la partida de Tancredo. Las informaciones son difusas. Incluso en un artículo del Diario El Centro de Talca, «Talquinos del Centenario», firmado por Jorge Valderrama, se puntualiza que el excéntrico Tancredo llegó a vivir al Piduco, ya que su hermano, después de titularse de profesor, llegó a ejercer la profesión a la tierra de las churrascas y los completos mojados.
Vamos a tomar esta pista y también las otras. De acuerdo a la Autobiografía de un tonto, escrita en 1950, Tancredo advierte en el prefacio: «Pongo marcado empeño en que el lector no sepa cuando está leyendo historia y cuando está leyendo una novela». Le seguimos el juego. El tonto se enamora mientras en Talca cursa el cuarto y el quinto año de humanidades. La chica se llama Hortensia y es alumna de un colegio privado aristocrático. La chica termina despreciando al tonto por plebeyo, y junto con romperle el corazón le despierta la rebeldía y el desprecio por la oligarquía. El tonto despechado lo relata muy claro: «no había, por lo menos en esos ayeres, otra ciudad de Chile donde la sociedad fuera tan exclusiva. Los talquinos eran la gente más orgullosa del país. Talca, París y Londres ––decían––. Talca tenía, pues, que ser la ciudad donde despertara mi conciencia de clase». Aunque después de la desilusión viene la venganza. El tonto se enreda con la empleada de la señorita Hortensia, que se llama Sofía y que le entrega la flor. El tonto siente culpa y puede ser que esa «desgracia familiar», que hace salir al tonto de Talca, tenga que ver con esto: «Y ¿no sería explicable que Sofía, la proletaria talquina, le agradara ver que sus nietos despreciaran a los nietos del hombre que la aprovechó sexualmente, pero que la abandonó por ser de clase inferior?».
Dejemos al tonto tranquilo por un rato, que se vuelve a Santiago a trabajar a la fábrica de velas de su padre y luego contrae matrimonio con alguien de su mediana burguesía. Conectemos ahora con el revolucionario Tancredo, que harto de la heráldica Talca, parte, casi con lo puesto, a Europa. Según dicen los datos, esto pasa durante los primeros cinco años de la primera década del siglo. Wikipedia nos dice que Tancredo vivió diez años en el viejo mundo, pero en otros documentos de prensa se señala que estuvo desde 1901 a 1903. Para reconstruir la odisea existen dos libros que dan cuenta del periplo. Aunque antes un pequeño alcance: conseguir libros de Tancredo no fue fácil. Pregunté en todas las librerías usadas de la ciudad y nada. Las consultas las tuve que hacer vía telefónica, producto de la pandemia. En medio de esas diligencias un librero, de muy avanzada edad, y que tenía el boliche en su casa, me contó que los libros de Tancredo se los había comprado hace muchos años el destacado profesor y crítico literario Javier Pinedo. Yo no tenía cómo acceder a esa biblioteca, que seguramente era resguardada celosamente por la familia del difunto. Sin embargo, las amistades quedan, y en mi etapa de profesor de literatura, en esa universidad con fachada de cartón piedra, compartí oficina con uno de los más notables historiadores vivos de la región: Raúl Sánchez. Me facilitó todo lo que tenía de Tancredo. Fui a su casa y por entre la reja me pasó una bolsa con varios ejemplares. Mientras volvía con ese viejo tesoro de ácaros me percaté que en las contraportadas las listas de los títulos de Tancredo siempre iban por la quinta o la séptima edición. En algunas listas simplemente se indicaba que la obra estaba agotada. ¿Qué pasó después, Tancrudo?
Volvamos a los libros que dan cuenta del viaje de Tancredo por Europa. El más destacado es, sin duda, el Viaje plebeyo por Europa. El primer intento por salir del horroroso Chile fracasa, ya que el joven Tancredo se pasa de listo, llega a Santiago (ciudad que considera le queda chica) y se sube sin pagar a un tren rumbo al puerto. Se va en primera clase, fondeado entre las piernas de una señora elegante. Lograr zafar. Llega a Valparaíso y una lancha lo instala en un buque con destino a Panamá. Pero lo sorprenden y entre llantos ruega que lo dejen ir, que hará de mozo, de pela papas, de cualquier cosa, con tal de conocer el mundo y sus misterios. Los marinos se ríen de Tancredo hasta que les da puntada y luego lo mandan a tierra. Como no tiene plata para volverse a Santiago se sube de nuevo al tren. Esta vez la clase es de tercera. De nuevo se esconde bajo los asientos, pero el pueblo le encaja en las costillas canastos de mimbres, sacos con papas y gallinas. Tancredo no lo resiste y el inspector lo saca de un ala. Se lo llevan detenido a la cárcel de Las Cruces. Al día siguiente los carceleros se dan cuenta, por sus ropas, que no es un roteque y le piden disculpas y hasta le ofrecen los medios para volverse a Santiago. Esto me recuerda a la película Machuca de Andrés Wood. En una escena Rodrigo Infante (el niño rubio) se encuentra en medio del caos en el campamento donde vive su amigo. Entre los gritos y las ráfagas de metralla le frenan el paso y lo apuntan. ¡Míreme! ––le dice el chiquillo al milico–– y este lo deja pasar. Tancredo piensa que el fracaso de este intento ha sido doble, porque se da cuenta que la ley debería ser pareja para todos los ciudadanos de la república.
Algunas fuentes señalan que Tancredo se va Europa y a su regreso entra al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Me inclino por lo contrario, intuyo que primero egresó y luego emprendió, porque por muy brillante que fuera no le hubiera sido tan fácil hacer clases en el viejo mundo. El Viaje Plebeyo por Europa continúa, aunque primero cruza la cordillera hasta llegar a Buenos Aires. Pese a pasar hambre, y uno que otro chascarro por ser tan huasamaco, logra embarcarse a la aventura. Primero es Londres, luego Madrid, lo sigue París y finaliza en Berlín. A partir de estas experiencias, vertidas en crónicas, Tancredo se instala, cual feriante arriba de un cajón manzanero, a vocear las bases de lo que serían sus futuros ensayos políticos. En ese viaje por las Europas logra, con gran agudeza, captar las virtudes que le podían servir a la sociedad chilena para superar su crisis. De los ingleses rescata la preocupación de sus autoridades por educar a todas las capas de su ciudadanía y así darle dignidad en cosas tan elementales como el cuidado y el amor por el hogar. A pesar de que Tancredo no ve con buenos ojos el destino de España (le repugna la jarana sin medida y el libertinaje sexual) intenta transmitir la lección de que a una nación no le basta con haber sido grande, pues «La gloria de ayer sólo sirve si es pedestal para la gloria de hoy». De París nos quiere traer su inteligencia y por sobre todo la capacidad de ahorrar, tanto del rico como del pobre, y aun así mantener una buena calidad de vida. De Berlín nos entrega un ejemplo, una quimera que alcanzar: el socialismo alemán. A juicio de Tancredo este nacionalismo es el más formidable, ya que ha despertado en las masas el gusto por lo bello.
Tancredo regresa «al horroroso Chile» y trabaja activamente en el diario La Ilustración y la revista Pluma y Lápiz. También ejerce la docencia en el Liceo de Rengo. En ese periodo contrae matrimonio y se lanza a escribir el ensayo Conquista de Chile en el s. XX(pdf). Se publica en 1909. Aquí el viajero cándido y alucinado con lo foráneo se apaga y les saca en cara a sus compatriotas la facilidad con que se entregan a lo extranjero sin desarrollar un país con un esfuerzo personal. Como un antecesor de Los Prisioneros, Tancredo advierte con angustia que en los colegios se les inculca a los niños la idea de que en el país hay razas superiores e inferiores y que la verdadera cultura es el abolengo rancio de lo español o el lujo blanco de lo americano del norte. Con este ensayo abre los fuegos para todo lo que vendrá en su obra política. Se anima y escribe dos novelas: La obra y Nieves eternas. En honor a la verdad no las encontré buenas. Cuando Tancredo se entrega por entero a la ficción pierde la fuerza que tienen la mayoría de sus crónicas o ensayos, cae en descripciones soporíferas y exagera la nota para hacerse el simpático. Lo mismo ocurre con algunos de sus ensayos. Puede que la tesis que planteo al inicio tenga que ver con esto. Cuando Tancredo no es fiel a su principio de ocultamiento, cuando quiere aclarar quién es, y se quiere zafar del personaje, pierde el vuelo, alejándose de esa entrega que no espera combos ni palmaditas en la espalda.
Hay dos trabajos de esa época que terminan de cristalizar las ideas políticas de Tancredo. El primero es el ensayo Cómo construir la civilización chilena a corto plazo. Diseñado para un amplio nivel de lectores, el escrito es una disertación pedagógica que parte explicando qué deberíamos entender por civilización. A Tancredo le irritan los resultados que se dan cuando se compara el progreso material de Hispanoamérica con el de los Estados Unidos. Es que nos quedamos muy atrás en cómo se distribuye la riqueza, en cómo se levantan las industrias, en cómo se entiende la educación escolar, en cómo valoramos a nuestros hombres y mujeres que han sido aportes en la construcción nacional. Tancredo sabe que esta fragilidad hace que los yanquis y europeos abusen al vernos incapaces de dirigir nuestros destinos. La única solución es tener un plan. Y Tancredo lo tiene y este se funda en una concepción nacionalista, pues de nada sirve una civilización chilena si no hay una gran civilización americana del sur, donde exista una unión aduanera, una carretera que cruce todo el paño continental y tenga una misma moneda que permita la distribución equitativa de las utilidades sociales. Tancredo parece enloquecer, cuando señala que a pesar de tener una lengua en común nos parecemos a Babel. Pero el plan Tancredo necesita calma y razones fundadas. Entonces cita el ejemplo de la explotación infame que sufre Cuba, creando esclavos que frenan la producción y la capacidad de consumir. Tancredo abomina de nuestra clase pudiente y su trato con un inquilinaje obligado a vivir en un sistema controlado de desocupación, que los mantiene siempre en un nivel de bajos salarios. Como profesional formado en la docencia, Tancredo concluye en que la educación integral de todos los estratos sociales genera necesidades superiores que van mucho más allá del triste pan y circo.
El segundo trabajo de ese periodo, que podríamos llamar El nacionalista de anticipación, se titula Inquilinos en la Hacienda de su excelencia, sin duda una de las piezas fundamentales para entender el universo Tancrediano. Mezcla de crónica y experimento social televisivo, pero sin televisión. Se publica este folletín en 1916, teniendo como base los párrafos periodísticos aparecidos en el diario La Opinión. Tancredo ha viajado durante diez meses por todo el territorio nacional, se ha entregado pleno al examen nacional que le exige la República. Ha estado mateando con familias mapuche en una ruca en Traiguén, durmiendo la mona con unos mineros en un conventillo en Lota, escuchando las aventuras de unos croatas platudos en Punta Arenas. Pero siente la necesidad de volver al valle central y revisar la vida de los inquilinos en las haciendas. Quizás, haciendo de tripas corazón, decide que el nuevo juego tiene que partir en Talca y que el conejillo debe ser nada más que el presidente de la República de turno: don Juan Luis Sanfuentes Andonaegui, uno de los peces gordos del parlamentarismo, hombre de una gran muñeca política, que se pone la banda a pesar de tener menos votos que su contrincante, siendo designado por el Congreso pleno. Sutilezas de la época. El asunto es que Tancredo llega con un amigo ayudante a Talca, se visten con los harapos más peregrinos y, en esa calidad parten en el tren de tercera clase al fundo Camarico. El fundo es propiedad del presidente. Tancredo es directo, y ya en los primeros párrafos del folletín desafía al mandatario: «¿No lo creéis, vos mismo, Excelencia, que dos hombres hayan tenido que morir y dos bestias hayan tenido que resucitar para ir a vuestra hacienda a trabajar, para que vos y vuestra esposa tengáis pan y abrigo»?
Las peripecias parten al momento de llegar a la estación de trenes de Talca, y son un compendio de frikeaduras y abusos que dejarían a los esclavos temporeros paraguayos del Fra Fra como niños sobreprotegidos. Las observaciones sobre los carros del tren con gente hacinada y pulgosa, los robos de los boleteros a la gente que no sabía contar sus chauchas, las condiciones animalescas de los jornales que comían echados en los potreros del fundo su ración de porotos chancados del día, tirados como bestias, a campo traviesa sobre la indiferente noche chilena, sin esperanzas, con el único deseo de recibir unas monedas para ir a gastarlas a la cantina del capataz y tomar hasta volarse los ojos y la rabia. Tancredo quiere que después del docureality Sanfuentes lo reciba, pero este no lo toma en cuenta. Hay otras prioridades ––piensa el mandatario–– se viene una guerra importante en Europa y no está dispuesto a perder crédito ante la gente y recibir a ese payaso histérico. No está el horno para locos, dice mientras lee los últimos descargos de Tancredo en el folletín: «Quiere decir que la nación escogió como primer mandatario a un hombre que no está a la altura de sus ideales, que no comprende sus anhelos, que no tiene ni corazón tan amplio, ni cerebro tan sólido como el del pueblo que lo elevó al supremo pedestal de la República».
Lo que viene a continuación tiene que ver con el periodo que llamaría Etapa de maduración y estabilidad Tancrudiana. Los primeros vapores de la juventud han pasado, y el personaje se mueve como una piraña canchera por las aguas de los negocios, la política, la literatura y la educación. El señor Tancredo se traslada a Buenos Aires y se encarga de la gerencia de una empresa norteamericana con sede en Nueva York. Desde la Argentina escribe correspondencias para diversos medios, uno de ellos el Diario de la Marina de la Habana. Cuando vuelve a Chile es nombrado (sin tener amigos ni padrinos políticos) rector de la Escuela de Artes y Oficios, destacándose por su gran espíritu reformista. A ese logro hay que agregar que, junto a Alberto Edwards, su «amigo» Francisco Encina y Guillermo Subercaseaux fundan el Partido Nacionalista, que en principio no tuvo mayores brillos, pero que con el tiempo sirvió para instalar al paco Ibáñez en el poder. Hecho no menor en la telecomedia de la historia nacional. Todo iba bien, pero las cuentas políticas se cobran, y tras una orquestación de las facciones Liberales y Conservadoras se da rienda a un sumario de amplio impacto público. Tancredo salió herido, pero victorioso, pudo demostrar su inocencia y con más ahínco ratificó con excelencia su gestión. De esa experiencia intenta dar un golpe literario con Un año de Empleado Público en Chile. Tancredo se da vueltas en muchas explicaciones, y termina dando una lata. En muchas páginas pondera el papel de la educación en el combate contra la pobreza, reflexiona sobre los orígenes de la educación técnica en Chile y de cómo instaurar la tradición de colocar la bandera nacional en las escuelas. En la segunda mitad de los años 20 se establece en la Habana, Cuba. Seguro que debe ser un periodo de relajo y contemplación de este señor ya sub 50. Publica El Romance del Tabaco, El Romance del Azúcar, y Cartas a su hijo, que por ese entonces se encuentra en Alemania.
A finales de los años 30 Tancredo vuelve a Chile y poco y nada se sabe de su vida humana. Eso parece ser parte del plan. Los sucesos mundiales y aldeanos parecen aplastar la intimidad de la gente instalada en los gallineros del poder. La matanza del Seguro Obrero, el estallido de la Segunda guerra mundial, la misma pésima distribución de la riqueza de inicios del siglo, el extractivismo de las potencias ganadoras, la posguerra, los ideales de un Tancredo absorbido en sus funciones públicas, armando de vez en cuando polémicas radiales. Tal vez viajando en situaciones muy precisas a dar una conferencia a Panamá, a Chicago o a su querido y confortable Londres, viendo la vida deshacerse entre los sueños, mientras habla de filosofía, periodismo y democracia anticolonial en un escenario repetido como un bucle sin freno. Tancredo sigue sumando títulos publicados. Ya son más de treinta ¿en qué cajón de saldos se perdieron? ¿En qué repisa liceana estarán esos libros que nadie tuvo la gentileza de abrir? Tancredo en su última década escribe las novelas Vuelta abajo, Censura, Calumnia y Motín en la biblioteca. Esta última entrega trata sobre la rebelión que hacen personajes de novelas chilenas en una biblioteca municipal. Se salen de las páginas y se escapan por las calles de Santiago. Esta trizadura de la realidad es investigada por especialistas tan connotados como Einstein, que llegan a Chile y tienen que tratar con Martín Rivas, con la chica del crillón, con Alsino y hasta con el niño que enloqueció de amor, quien se ha salido de la tumba para buscar un nuevo destino.
En ese periodo Tancredo publica dos autobiografías: Mi smoking sale de viaje y la Autobiografía de un tonto. Con este último comencé este recorrido, que además de ser su bestseller por excelencia, reconstruye los últimos días del protagonista: el tonto. Postrado en su cama el tonto goza de una lucidez inquietante. Una fiebre hipermnésica le hace recordar todos los hechos de todas las cosas vividas. Una suerte del síndrome del Funes memorioso de Borges, pero a la chilena. El tonto no retiene los detalles de las moléculas de agua que hay en su jarro, pero ve las cabezas de sus hermanos mapuches colgadas del «rollo» en la plaza pública frente a la «casa del rey». El tonto ve a Bernardo O’Higgins en Chillán, alojado en la casa de don Simón Riquelme, y ve en sus ojos el alma de soñador continental. Ve los saqueos después de la caída de Balmaceda, los primeros tranvías eléctricos, la imagen de una tarde cuando jugó al luche con una veintena de niñitos y la mañana en que una vez, en un frondoso guindo romeralino, una chica quiso ir más allá de los besos y ocupar una rama como tálamo. Siente la muerte muy cerca. Su esposa y sus hijos lloran en silencio. Una enfermera muy joven le toma el pulso al tonto y luego le deja caer la mano. Ella dice con voz suave y solemne: ya está. En fracción de milésimas de segundo el tonto ve en los diarios la muerte de Tancredo, donde se invita a todos a ver la llegada del ataúd. Los tramoyistas de la empresa fúnebre activan el show. Llegan las primeras coronas. Hay muchos profesores vestidos como cuervos, de Rengo, de la endogámica Talca, de la Escuela de Artes y Oficios, gente del mundo de la cultura y las artes, mezclados con un par de viejos macucos del Partido Nacionalista. El tonto sigue viviendo, a pesar de las palabras de la joven enfermera. Y ese tiempo le sigue dando tiempo para ver a Tancredo paseando en la carroza por todo Santiago y entrando a la capilla que huele a incienso. Pero ya han pasado los minutos y el tonto sigue vivo. El hijo del tonto, que es médico, le pone una inyección de alcanfor y tal como cuando tenía ocho años se hace pipí en la cama. El tonto duerme y el final de Tancredo se ha suspendido. El tonto, casi por milagro, se ha recuperado. En un par de semanas ya goza de buena salud. El tonto sabe que cuando llegue la muerte para él y Tancredo ya nada será novedad.
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Por Claudio Maldonado