... Este 
        quijote de la nouvelle -su género más propio- se dio el lujo de escribir 
        una prosa flaubertiana e intemporal, muy depurada, sobre asuntos 
        "inactuales", con introducciones de tipo descriptivo ya anticuado ("La 
        ciudad de Llay-Llay se extingue poco a poco en una interminable avenida 
        de palmeras que..."), con argumentos que discurren en línea recta, con 
        escasos flash-backs y ninguna "corriente de conciencia": como si no 
        hubieran existido Proust, Kafka ni Joyce. Ni falta que le hicieron, 
        estoy tentado de agregar, porque Couve era de esos raros escritores cuya 
        creatividad personal les permite narrar así, de manera un tanto 
        intemporal, utópica y ucrónica, o anacrónica, casi sin tiempo ni 
        espacio.
        ... Me adelanto a 
        un posible equívoco: Couve no intentó nunca "distinguirse" de los demás 
        ni de su tiempo, ni prcticó jamás un culto consciente por la 
        originalidad. El famoso ensayo de T. S. Eliot, Tradición y talento 
        individual, se aplica con bastante propiedad a su narrativa. Más bien 
        los buscadores deliberados de "individualidad" y de "originalidad" 
        -dudosa pretensión literaria- fueron otros narradores de su tiempo. El 
        no trató de innovar en manera alguna; su tradición propia radica, por 
        una suerte de connaturalidad casi biográfica, en la novela francesa del 
        siglo pasado, de la cual a ratos parece salir él mismo como un personaje 
        más: origen y no originalidad.
        ... Pero esta 
        raigambre es profunda y espontánea, y no puede compararse con la 
        intención un tanto formalista de "reciclar" estilos pasados, como hizo 
        José Donoso con ciertas formas narrativas del siglo XIX, un poco a la 
        manera como se hace, por ejemplo, con la música country de los 40 o 50. 
        No pretendo invalidar búsquedas de ese tipo en literatura; pero la 
        original intemporalidad de Couve reside en raíces más profundas, que, de 
        una manera muy sintomática, sólo se pueden expresar en un lenguaje 
        también anticuado o intemporal: afirmando, por ejemplo, que la meta de 
        nuestro autor era la obra bien hecha, la obra de arte, el arte, ¡la 
        perfección y la belleza!, términos que hoy son casi malsonantes, pero 
        que en realidad no han perdido un ápice de su vigencia griega y medieval 
        y moderna.
        ... En términos de 
        calidad comparativa, mi opinión personal sobre las obras de Couve sitúa 
        su primer título, Alamiro (1965) en un nivel inseguro de iniciación, 
        índole que comparte, aunque ya con mayor madurez, En los desórdenes de 
        junio. Si los niveles menores -pero nada desdeñables- de su obra 
        ulterior son La copia de yeso (1989) y El cumpleaños del señor Balande 
        (1991), sus títulos superiores me parecen El picadero (1974), La lección 
        de pintura (1979), el pasaje (1989) y La comedia del Arte 
        (1995).
        ... Esperamos con 
        impaciencia su novela póstuma, Cuando pienso en mi falta de cabeza, que 
        aparecera pronto bajo el sello Seix Barral.
        ... De los 
        personajes de Couve sugerí que eran inactuales, en el sentido 
        superficial del término. Quiero añadir que ellos son personajes 
        verosímiles en su tipo genéricos, pero que, a pesar de su posible 
        "realismo", guardan siempre una enigmática excentricidad; las pasiones 
        que los mueven son las previsibles de la condición humana, pero en ellos 
        alcanzan una singularidad extraña, un cierto no sé qué de indescifrable 
        ( no de "fantástico"), un carácter de auténticas creaciones del 
        espíritu.
        ... A pesar de su 
        extensa realidad, se diría que tales seres sólo existen en la mirada que 
        los contempla y recrea: una mirada compasiva por la condición humana, 
        tolerante, respetuosa, impersonal, tan sobria que no llega a ser tierna 
        ni menos patética (pero para nosotros sus personajes sí lo son). Son 
        seres matizados por una perspectiva que podríamos llamar la tristeza de 
        vivir. En estos entes de ficción se revela intensamente la paradoja de 
        la objetividad y la subjetividad. Ellos brotan limpiamente del corazón 
        de Couve, como decía Ibsen de los personajes de sus dramas, pero al 
        mismo tiempo participan de la sobria objetividad de un Flaubert, tienen 
        algo mozartiano en su hechura, y aun más, no sería descabellado 
        atribuirles un toque del objetivismo conductista del nouveau roman, 
        porque Couve los aleja de toda disgresión psicológica, no se detiene 
        nunca en su interioridad, y rehúye sistemáticamente todo subjetivismo. 
        Pero aquella vedada intimidad termina por aflorar siempre, e incluso de 
        manera conmovedora, a través de los gestos, los sucesos y los diálogos, 
        o de cualquier súbito detalle iluminador y trascendente, que los 
        relaciona oblicuamente con... la Trascendencia.
        ... Gracias sean 
        dadas a Adolfo Couve por estos frutos de su creatividad, tan dolorosos 
        para él, y tan deleitables para nosotros como literatura y como 
        humanidad.
         
        en El Mercurio 21 marzo de 
        1998
        
         
        