EXPOSICIONES. ADOLFO COUVE EN EL MUSEO NACIONAL DE 
          BELLAS ARTES. 
          
La mancha de 
          barro
          por 
          WALDEMAR SOMMER
          
No sólo en tiempos lejanos 
          del impresionismo afectó la ceguera a críticos y teóricos influyentes. 
          Dentro del ámbito nacional, más de alguna historia chilena de las 
          artes 
visuales ignoró a 
          Adolfo Couve. Romera, en cambio, fue su descubridor. Frente a la 
          actual retrospectiva de Couve en el Museo Nacional de Bellas Artes, 
          cabe preguntarse ahora: ¿sentirán algún remordimiento aquellos 
          historiadores? Es que los 58 óleos y siete dibujos sin color que 
          testimonian al malogrado pintor, expuestos con montaje adecuado en el 
          segundo piso del museo, hablan por sí solos.
Desde luego, abundan los 
          cuadros no mostrados antes. De partida, debe reconocerse que el autor 
          (1940-1998) era, a los 20 años de edad, un pintor hecho y derecho. 
          Además, notable y personal. Bastan las seis naturalezas muertas de 
          1960 para probarlo. Más allá de cualquier impronta académica, destaca 
          en ellas la fortaleza de la composición y del trazo, el dramatismo de 
          los colores rebajados, la soltura en el manejo de recursos abstractos 
          para visiones de esencia realista. Recogen, acaso, algún eco del 
          francés De Staël. La tela protagonizada por una llave de agua, como su 
          personaje más destacado, resulta bellísima. Por el contrario, la de 
          mayor formato, con la ferocidad cortante de sus tiestos protagónicos 
          tiende a agredir al espectador. Este trabajo temprano manifiesta, con 
          cierta crudeza, aquella violencia reprimida que hicimos notar, a 
          mediados de 1985, en estas mismas columnas. Y ese oculto ímpetu 
          destructivo late, en mayor o menor grado, a lo largo de la obra entera 
          del artista.
El período siguiente, entre 1965 y 1967, aporta lienzos 
          hermosos. Aprovechan las influencias benéficas de nuestro gran 
          compatriota Pablo Burchard, otra constante a lo largo de su 
          producción. Pero ese modelo, en manos de Couve, adquiere una fuerte 
          carga psicológica y un lirismo mucho más austero. Los temas mínimos y 
          cotidianos, el intimismo característico, las figuras que se reconocen 
          con cierta dificultad y que se diluyen dentro del entorno vaporoso, el 
          rol protagónico de las sombras, la sutileza del claroscuro ya se hacen 
          presentes en plenitud. Tenemos, de entonces, paisajes, retratos y dos 
          naturalezas muertas. Tres asuntos que se mantendrán, exclusivos, 
          durante toda su labor pictórica. Del tercero de esos temas, uno se 
          abre a una amplia ventana y ostenta, a través del trío de objetos que 
          lo componen, blancos espectrales. "Copa de huevo", el segundo, entrega 
          una forma visceral y casi no figurativa. 
De igual época, 
          "Martita" incluye un pequeño trazo rojo en su extremo derecho, capaz 
          de operar al modo de Vermeer. El mismo e importante detalle colorado, 
          si bien menos sutil por su ubicación central, animaba una de las 
          naturalezas muertas de 1960. Pero los rasgos más típicos del autor son 
          recogidos por los panoramas de playa. Dos ofrecen luces de día 
          nublado. Si en uno la sombra profunda está al borde de anular al 
          personaje humano; en otro, fuera del arenal y del mar, no sabríamos 
          indentificar bien otros actores.
No obstante, la realidad 
          traducida como la más audaz anulación de lo convencional, la figura 
          llevada a los confines de lo reconocible, la glorificación del detalle 
          hasta entonces insignificante hallan en una tela extraordinaria su 
          materialización pictórica. Nos referimos a "La mancha de barro", de 
          1965-1966. Este estigma sobre la integridad del terreno natural se 
          emparenta con la sombra, a veces aniquiladora, que suele invadir 
          ciertas telas de Couve. Su inquietante concurrencia protagónica se 
          convierte en una especie de estallido violento, como escapado sin 
          querer desde lo más hondo de la sensibilidad del pintor. Por otro lado 
          contribuyen, también, a la individualidad peculiar de este cuadro el 
          efecto de fragilidad material del óleo que logra el autor, su aspecto 
          de pasta lavada y de color que aparenta apenas tocar el lienzo. 
          
Los años 70 corresponden a silencio plástico. De tal época 
          cuelga nada más que "Joven leyendo", quieto, optimista, en rojos y 
          verdes. ánimo semejante invade 1984. Nos proporciona, en colores 
          claros, luminosas visiones playeras y la rica composición, con 
          exterior e interior, de "Hombre en el balcón". Fértil resulta, sin 
          duda, esta década de los 80. Probablemente la vuelta universal a la 
          pintura de caballete de aquel tiempo estimulara la vena plástica del 
          recordado escritor. 
Eso sí, los retratos se vuelven más 
          frecuentes. El ejemplo del realismo francés del siglo XIX y la sombra 
          de Cézanne se hacen sentir aquí. Están "Hombre recostado", "Dos 
          figuras frente al mar" y los muy personales varones vistos de 
          espaldas: el autorretrato de 1986 y la poderosa "Figura de perfil". 
          Asimismo, el artista se representa a sí mismo pintando y "frente al 
          espejo del ropero", otras dos realizaciones estupendas. Tampoco faltan 
          las naturalezas muertas. Como obra postrera del artista se nos entrega 
          el intimista "Murdoch", retrato de su perro, de 
          1994.
          en El Mercurio
8 de septiembre de 2002