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Adolfo Couve

EL GOBERNADOR MENESES LISANDRO

( 1776 - 1794 )

Se era o no se podía. Y ser gobernador en tiempos de la Colonia significaba viajar con los sueños perturbados desde la Corte de España hasta este rincón de monumentales rocas en que la espuma se desgrana ensordeciendo playas. Esto es Chile desde el alba de los sueños. Cabeceando como digo, el galeón pesado le fue zurciendo el destino con mañanas azules de agua, confundiendo trozos de paño, gaviotas y nubes.

Lo que sí buscaba Meneses en estas tierras era desaparecer. Durante la travesía se traicionaba revisando con demasiado celo las cerraduras de sus baúles.

--¿Cómo puedo cuidar todo esto con tal esmero?

Y una noche en que el mástil iba de una en otra estrella el pobre tuvo que aferrarse a las jarcias porque la fiebre lo consumía. Su ayuda de cámara no tuvo la gentileza de alcanzarle ni siquiera un vaso de agua y el enfermo se vio en la obligación de traerla él mismo diseminándola a lo largo del pasillo.
Cuando el futuro gobernador del Reyno se inclinaba ante el abismo, lloraba.

Una temporada del aprendizaje la hizo en el castillo Lubke de Bruselas. Rememoró las tardes en que el sol se hacía permanente en el calor que, después de ido, despedían las piedras. Esto era reposo y también abandono. Porque todo se quebraba cuando a las ocho en punto los criados salían centellando el espacio con candelas a buscarlo. Le hallaban bañado en sudor, la gorguera abierta y la peluca en la mano. O también se quitaba sus zapatos de tacón escarlata y en medias corría libre por los prados entre pinos que recordaban la nieve. Las volteretas de Meneses eran celebradas por la soldadesca y por los rufianes de cocina. Estos decires o, como se pretendía, estas recitaciones le conmovían de tal forma que prodigaba lamentos como lobo de cuento.

Los otros licenciados que habitaban el castillo reían del futuro gobernador y una vez engrudaron un papel en su silla para que Meneses al levantarse se llevara en el trasero un cartelón profano.

Quizás ese invierno resultó un tanto extremo para la sensibilidad de Meneses. Los ataques virulentos de sus compañeros y sus continuos fracasos en materia de retórica dieron motivo a que se le llamara despectivamente "el indiano". El señor Lauvan, su maestro de articulación y dicción, le golpeó tan brutalmente una mañana que el puntero se hizo añicos y Meneses cayó sobre el gran mapamundi abriéndolo como una naranja. Entonces Lauvan (perro negro) fingió toda suerte de improperios y reventó varias carreras de posta para hacer circular por todas las cortes de Europa el reproche al futuro gobernador. Así Meneses se presentó a los exámenes finales con una venda que le cruzaba el rostro de parte a parte. Claro, es cierto que una mano severa y misteriosa cogió a Lauvan del cuello y lo sumió en la tiniebla gotereante de un calabozo de caserna.

No todo fue tragedia. Vino el mes de julio y las fiestas de verano para los licenciados. Había que pulsar la vida. Tal vez fueron los viajes estivales los que dejaron en Meneses la impresión equívoca de que en Suiza no había nieve. En Aigle, uno de los pueblos que sueñan al reflejo de esos lagos, Meneses hizo curiosa amistad con una mujer que intentaba cruzar la frontera vestida de hombre. Y cuando el gobernador en las podridas casas de barro de la Calle del Rey en Santiago brujuleába una caja de rapé con música de cuerda, narraba aquella aventura a sus íntimos, acudiendo a menudo durante el relato a espiar si la servidumbre no escuchaba.

Aigle se vio descender una mañana repleta de cúpulas y agujas que indicaban amor de ilustre solemnidad. Meneses se replegó contra una pilastra y aspiró profundo un gran ramo de clavelinas descoloridas que apretaba en la mano.

Ni en los días más encarcelados del gobernador, cuando desde las tejas llovía a raudales, Meneses suspiró el nombre de su amada. Porque los años de su gobierno fueron barrientos y aguados en forma. Todo el temporal cargado a las mañanas que iluminaban la cantidad sin fin del agua.

Lo que se dio en llamar "el arrebato de Meneses" ocurrió en agosto de un año que a duras penas pudo sobrellevar la población de Santiago. Parece ser que el gobernador estaba de visita en las riberas del Mapocho. Su tricornio negro, la única sombra a la redonda, y la coleta perfumada hacían una paloma inerte con la gran cinta de lazo. Las piedras y el lodo dejaron la silla de manos volteada a la orilla y Meneses embarrado hasta la cintura entró en las aguas. Los faldones flotaban, sacándose el tricornio lo lanzó fuera, junto con el bastón de mando y rasgándose la pechera mostró su torso a las encomiendas de indios que modelaban el puente. Un capitán de la guardia disparó el potro a las aguas y cogió al gobernador de un brazo:

--¡Déjame, puerco a sueldo!
--¡Señor gobernador!

Entonces la encomienda silenciosa le arrastró como de corcho y entendieron su triste intento de convertirse en agua torrencial y veloz sin freno. Le rodearon y con cuidados sumos lo llevaron hasta la silla de manos, que esta vez no sólo dos palafreneros condujeron, sino todo un pueblo compadecido.

Dicen que luego de este intento Meneses nunca más fue el mismo, sino otro más vivaz a veces, pero corrompido. Sus "veladas negras" tuvieron lugar todas las noches. ¿Qué albergaba Meneses en su pecho la mañana del suicidio? Un río y uno de aquellos asuntos peliagudos que todos ocultan.

La noche del disparate, calzado de seda, guantes a tono y brocato de Flandes. La calesa emergió de la esquina y el gobernador con antifaz y abanico de plumas mantuvo el rostro de perfil como haciendo friso con sus cuitas al pórtico del solar. Cuando todo estuvo a punto, una candela se extinguió y alguien zamarreó a un mendigo muerto. La vía estaba abierta. Meneses, perfumado, no pudo trepar al coche.

La gordura, pero sobre todo el temor a desclavar el tacón de fieltro, hizo que su ayuda de cámara le empujara con el odio con que se apoya la mano en la espalda del amo.
No sabía Meneses partir sin advertir algún detalle. Forcejeó el pestillo de la portezuela y asomando otra vez su enorme rostro todo circundado de pequeños y coquetos roscos, abundante en postizos, cintas y pasacintas, con una mano diminuta y tras la frontera de la ventana agitó un guante.

El sirviente puso un pie en la rueda y acercó tanto su rostro al de Meneses que ambos se tentaron de la risa. El uno de los polvos, el otro de la grasa. Y partió saltando entre adoquines, inclinada la calesa.
Amor perdido, el sol te aleja.

Veraneaba la familia del gobernador en la hacienda de "El Peumo", a quince mil millas de Dichato, después de las cuesta de los Olmos, en donde el camino se bifurca terminando uno de los tramos en la hacienda y el otro en las dunas de Ocaña. Famosa zona de los melones y de la miel de bellotas. Toda aquella comarca que dicho por Meneses Lisandro era "un macizo de flores y el cielo un espejo de aguas".

Hacían el viaje en carretas de bueyes enjaezados con lirios marchitos y coronas de fresno, rosetones de hortensias y atochados y retoques de cintas de alhelí. Anhelaba la mujer de Meneses, doña Sancha Zumán del Alcántara, que los toldos de lana fueran tejidos con hebras teñidas. Junto a las viandas llevaban los cubiertos de Meneses y en la humedad de una hoja gigante de parra unas cuantas brevas frescas.

El tenedor labrado y la cuchara fueron obsequio del rey de España. No es que a Meneses le disgustara comer con utensilios y que prefiriera las manos; lo que acontecía es que este presente le traía malos recuerdos.

Estaba el rey airado, esto tuvo lugar en Barcelona. El monarca de pie, enfundado en pieles, miraba con odio a las aguas y éstas al verse humilladas en vez de levantarse agresivas se rebelaban mojándolo todo con fina llovizna. El rey tenía el rostro vuelto a un lado y desde donde aguardaba la corte nadie escuchaba sus blasfemias que quizás eran pequeñas oraciones. Hizo llamar a un consejero que le entregó el estuche de los cubiertos y después hizo llamar a Meneses y sin decir palabra le alargó el presente. Meneses hincó una rodilla en tierra y le besó la mano, que el rey retiró con violencia. La corte le abrió paso y Meneses con el estuche apretado contra el pecho se alejó suspirando. Se volvió una sola vez, pero el rey permanecía en idéntica actitud.

Cuando las candelas alborotaban las casonas de Santiago, mil montes y senderos lejos de España, mil bosques tupidos y mil silencios, en una adobe, con un clavecín pintado, en medio del sarao con mistelas y pajaritos, Meneses, orgulloso, hacía gala de sus cubiertos que todos admiraban por ser regalo de un rey. Y en el cristal de su copa, Meneses recordaba el molo de piedra, la llovizna del mar y también a ese monarca.

 



 

 

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