de EL PICADERO. (texto 
            escogido)
            
            CAPÍTULO 
            PRIMERO
        Blanca Díana
        
        .......... 
        Aún recuerdo cómo mi padre trazó el picadero. Clavaron con gran 
        ceremonia una poderosa estaca, y haciendo girar una yunta de bueyes 
        describieron en el suelo una circunferencia perfecta. Más tarde la 
        rellenaron con arena y levantaron junto a su orilla numerosas 
        caballerizas y glorietas para guardar los animales y aperos. Allí recibí 
        mis primeras clases de equitación en un caballito dócil llamado Júpiter. 
        El maestro lo ataba por medio de una larga cuerda a la estaca y luego me 
        obligaba acompasadamente a girar en torno de ella. Bien erguido, las 
        riendas en la mano izquierda, la fusta en la derecha, las rodillas 
        apretadas contra los flancos, sólo la punta de las botas metidas en los 
        estribos. La cinta coqueta iba sobre el ridículo sombrero, y todo era 
        girar: animal, maestro, estaca, casas, glorieta, pista y 
        cocheras.
.......... Cuando aprendí a 
        saltar las primeras vallas ocurrió lo de la señora enlutada. Mi padre no 
        era hombre que se limitara a sonreír al ver mis avances y constatar mis 
        gracias. Le gustaba darlo a conocer a los vecinos, hacer circular las 
        noticias. Era un ser extravertido, ajeno a ese pudor que recoge enteros 
        a los dueños de una diferencia grata. Muchas veces, mientras mi vista 
        cansada recorría los monótonos cascotes de arena endurecida, de pronto 
        rompía la paz de la mañana una turba de amigos y señoras que, emergiendo 
        de la cristalería de las glorietas, rodeaban la empalizada haciéndome 
        ruborizar entero. Si se hacen gracias en público siempre fallan. Sobre 
        todo que mi profesor de equitación subía el tono de su voz y me exigía 
        la proezas sin orden ni lógica para complacer a su amos. júpiter y yo 
        nos poníamos nerviosos, el trote lo emprendíamos torpe, el galope de 
        parada sin armonía y al saltar la primera valla me aferraba con amba 
        manos a la silla, dejando volar por los aires fusta y sombrero. También 
        a estos percances ponía risas mi padre. Celebraba todo cuanto yo hiciera 
        en el picadero. Eran tiempos frívolos que no exigían gran cosa de las 
        disciplinas. Trocaban en juegos la música, incluso la guerra. El 
        maestro, dirigiéndome una mirada de hielo, hacía como que no le 
        importaba y, dándome la espalda, se ponía a recomendar sillas y arneses, 
        domadores y animales a los curiosos visitantes.
.......... Narro esta 
        situación a manera de preámbulo de otra más terrible historia: la de la 
        dama enlutada.
.......... Comenzaba el 
        invierno en la casa paterna. Para mí no tenía realidad que las 
        estaciones se dispersaran lo largo de la Tierra. Con la llegada de esas 
        fechas mi padre se iba a la ciudad a sus quehaceres oficiales 
        obligándome a continuar mis lecciones de equitación hasta las primeras 
        lluvias. El maestro, al saberse solo se refugiaba en una de las 
        caballerizas a beber y jugar a las cartas con el jardinero. A mí me 
        ataban a una argolla que a su vez daba movilidad a la cuerda junto a la 
        estaca. En la primera vuelta el animal y yo nos adormilábamos a la vista 
        de la arena negra, e íbamos haciendo maquinalmente los cambios y figuras 
        que tantas veces nos indicó el maestro.
.......... Llevaba algún 
        tiempo en estos ejercicios, cuando divisé sentada junto a la baranda a 
        una dama enteramente de negro, inmóvil, de la cual sólo resaltaba contra 
        el follaje su cara. Al principio opté por continuar adelante, incluso 
        intenté acelerar el trote de mi júpiter, pero esto no significaba 
        escapar de la insólita visitante, sino, por el contrario, toparme antes 
        con ella. Al cabo de unos minutos la vi incorporarse y cruzar el 
        picadero. El caballo se detuvo en el acto. Ella dejó caer sobre sus ojos 
        el velo del sombrero y me habló tristemente: -Quería conocerte.
.......... Como yo no respondiera y sólo atinara a 
        descubrirme, añadió:
.......... -Tu padre 
        me ha hablado mucho de tus proezas. Yo también monto y me gustaría que 
        me dieras unas lecciones.
.......... 
        Cuando una relación va a ser duradera, el encuentro toma los visos de 
        una fatalidad y uno no se resiste porque sabe que a esa persona la ha 
        conocido en el futuro. Desanudó con delicadeza la cuerda que ataba mi 
        montura a la argolla, y golpeando el cuello del caballo me indicó que la 
        siguiera. Junto a la caballeriza aguardaba un hombre elegantemente 
        vestido. Comprendi que se trataba de su esposo. Este no mostraba la 
        nostalgia de su cónyuge, muy por el contrario, era desaprensivo y 
        espontáneo. Daba la impresi6n de que lo que deseaba era desentenderse de 
        alguna manera de su esposa. Ponía avidez en sus palabras, urgencia a sus 
        recomendaciones. Ofrecía una mercancía que tenía la mejor apariencia, en 
        circunstancias en que sólo él conocía su oculto secreto. Ella contaba 
        con esa falta de sensibilidad, y observaba muy atenta mis reacciones. 
        Las torpezas del marido le daban a mi rostro y mis maneras la prueba de 
        mi consistencia. La verdad es que yo a él no lo escuchaba, era a ella a 
        quien no podía dejar de mirar ni un solo instante. La mujer lo sabía, y 
        recogiéndose el velo sobre la frente, me sonrió... La voz del marido 
        interrumpió nuestro diálogo:
.......... 
        -Ella te servirá de mucha ayuda. Ambos pueden emprender grandes 
        excursiones y aprender el uno del otro.
.......... La dama quiso retirarse y sin más 
        ceremonia me alargó una enguantada mano que besé. El esposo gritaba 
        torciendo la cabeza en tanto la seguía hasta el automóvil:
.......... -Mañana enviaré por ti, no es lejos.... 
        tus padres ya han dado su consentimiento. Incluso insinuó que algo me 
        daría en pago, pero tratándose de gente de nuestra condición, esto sólo 
        se insinuaba. 
.......... Cuando vi 
        aparecer del otro lado del redondel a mi maestro, corrí a su encuentro 
        gritando:
.......... -¡Ha venido una 
        señora!
.......... -Ya lo sé -interrumpió, 
        poniéndome la mano sobre el hombro-, serás muy cortés con ella y le 
        demostrarás lo que eres capaz de hacer.
.......... El maestro entonces no había estado 
        dedicado a las cartas, sino que en compañía de numerosos sirvientes, 
        espiando tras los vidrios de la glorieta. Quise cruzarle el rostro con 
        mi fusta, pero él, advirtiendo estos arrebatos y sintiéndose culpable, 
        dio un nombre para sellar la entrevista:
.......... -Es Blanca Diana de Sousa. 
.......... ¡La madre del infortunado Angelino 
        Sousa! La historia de aquella mujer era tan atroz, que sólo atiné a 
        balbucear:
.......... -¡La madre de 
        Angelino!
.......... Y el maestro, 
        acariciándome con gran respeto, agregó:
.......... -Se te parecía mucho. Eras casi 
        él.