Recuerdo que el invierno del 2002 se había prolongado hasta mediados de noviembre y la falta de sol tenía a la gente un poco irritable —“es natural”— me decía Julia, “somos organismos vivos y echamos de menos la luz y el calor”. Yo mismo, que a partir de 1973 había aprendido a tomarme las cosas con calma, sentía cierta exasperación por la sobrecarga de ropa. Usaba entonces una gruesa chaqueta de cuero fabricada en Uruguay y que había comprado en Bariloche para Semana Santa, aprovechando las ventajas del cambio de moneda durante la crisis económica que vivía Argentina. A veces salía el sol por un rato cerca del mediodía y parecía que las cosas retomarían el buen camino, pero luego del almuerzo el cielo tornaba a ponerse oscuro y caían violentos chaparrones que hacían huir a los perros de las calles. La gente se parapetaba bajo las marquesinas, unos con una sonrisa extraña en los labios, otros profiriendo maldiciones a los cielos, como si en alguna parte de él estuviese el culpable de las continuas lluvias. Daba la impresión que estábamos viviendo en “Blade Runner” y por las noches hacía sonar a Vangelis en mi viejo estéreo “LG” para ponerme a tono con San Isidro. “Vámonos más al norte”, me decía Julia, un poco en broma. Pero a mi no me importaba. Me gustaba Puerto Montt porque pasaban cosas nuevas todos los días. Los extranjeros no cesaban de ir y venir hacia y desde Chiloé o de las Torres del Paine. Otros se internaban por las montañas con dirección a Peulla o buscaban por las calles información de cómo llegar al sitio arqueológico de Monteverde, extrañados de que no hubiese ninguna señal en la vía pública. “Si no está en la calle, no está en la cabeza de nadie” les respondía Julia. Los turistas movían la cabeza pensando que ella les estaba tomando el pelo. Luego me miraban a los ojos pensando que yo podría reportarles noticias más confiables, pero se encontraban con un silencioso gesto de asentimiento de mi parte. “No nos interesa Monteverde” solía decirle a otros, “aquí estamos más preocupados del futuro”. Los tipos se miraban entre ellos y se largaban a reír. Y nosotros también. Luego me iba con Julia sintiéndome como Harrison Ford por las calles de Los Ángeles, pero la lluvia me recordaba siempre la ciudad que amaba. Tenía a Puerto Montt como un tatuaje en mi brazo derecho y pensaba que nunca me habría de ir de allí. Había vivido en otras ciudades lluviosas, pero estoy seguro que, aún con los ojos vendados, me habría bastado abrir la boca hacia el cielo para reconocer, por el sabor de la lluvia, la ciudad en la que era feliz.
Por esa época las calles de la ciudad se llenaban de perros vagos por las noches. Durante el día también solía avistárseles, pero el continuo tráfago de los automóviles y el murmullo del gentío dirigiéndose a los malls les hacía pasar en cierto modo inadvertidos. Pero al caer la noche los perros se transformaban en los dueños de la escena. Corrían en manadas por las calles del centro persiguiendo a los automovilistas, quienes lograban aterrorizarse cuando se detenían en los semáforos y observaban las cabezas de perro asomarse por los ventanillas laterales o apretujándose contra los tapabarros. Luego aceleraban a fondo como procurando liberarse de una maldición, entre ladridos y correteos mas bien siniestros. Yo trabajaba entonces en una oficina del centro de la ciudad, en un antiguo edificio que durante la segunda mitad del siglo XX había servido de cine, y solía disponer de una hora para observar el movimiento de los perros. Allí escuchaba “The City”, un disco de Vangelis grabado en 1990. En medio de las jaurías nocturnas solía ponerlo a todo volumen con las ventanas abiertas. Entonces, los perros detenían su jaleo y alzaban sus orejas y sus hocicos mojados en la noche tratando de identificar la procedencia de la música. “¡Eh, aquí, aquí!” les gritaba, moviendo los brazos para que pudieran ubicarme entre las demás luces encendidas. Pronto movían sus colas y echaban sus ancas sobre las veredas húmedas y se quedaban oyendo la música con dulce gesto perruno. Cuando abandonaba mi lugar de trabajo en las primeras horas de la madrugada, solía verles durmiendo en grupos, cobijándose unos a otros bajo los pórticos de las oficinas bancarias. Más de alguno levantaba su cabezota en la oscuridad para atender al sonido de mis pasos. “¿Cómo estás muchacho?”— le decía con voz amable y él me respondía con triste gruñido en la noche solitaria y lluviosa de Puerto Montt.
Cuando inauguraron la primera etapa del puente sobre el Canal de Chacao en noviembre del 2005 también estaba lloviendo. Pero era una lluvia suave que se iba acumulando poco a poco en los gorros y las parkas del gentío acumulado a uno y otro lado del gigantesco viaducto. Desde Punta San Gallán se oían venir ritmos de música chilota como si una banda de músicos fantasmas se acercara a través de la niebla que cubría el canal. “Aparecerán de un momento a otro”, me susurró Julia al oído. Entonces atiné a ponerme los audífonos para oír a Vangelis y contemplar la obra emergente en todo su esplendor. La estructura parecía salir de la nada para venir a conectarse directamente al corazón. Unas personas junto a nosotros decían que no les gustaba el nombre de “Bicentenario” con que fue finalmente bautizado el gran puente. Recuerdo que justo cuando llegó la comitiva presidencial la niebla comenzó a disiparse rápidamente, como si todo hubiese sido obra de efectos especiales. Pero era nada más y nada menos que la naturaleza, la que suele comportarse de ese modo en las grandes ocasiones de congregación humana. Logré evitar que me corrieran las lágrimas cuando el Presidente inició su intervención, cuya voz oía tras los audífonos como si fuese parte de la grabación. Miré a Julia y vi que estaba llorando. Y a los que momentos antes había oído reclamar, también les vi con los ojos enrojecidos, con la cabeza un tanto inclinada. “La grandeza es grande y la pequeñez es pequeña” me dijo Julia, que había seguido el curso de mis observaciones, en lo cual es particularmente diestra. De pronto, entre la muchedumbre, escuché que alguien me llamaba por mi nombre “¡Manuel, Manuel!”, decía la voz, gritando en sordina. “¡Manuel, tu madre está aquí y quiere verte!”. “Cómo es posible que mi madre esté aquí”, pensé. Sentí entonces que Julia me daba unos tironcitos en la manga y haciéndonos espacio entre el gentío llegamos al lugar donde mi madre oía al Presidente con ese gesto altivo que conservó durante toda su larga vida. “Ahora puedo morirme tranquila”, me dijo entre sollozos. Yo la miré a los ojos. Lo hice tan intensamente que sentí que entraba en su alma y que era bueno y bello estar allí, dentro de ella, pero también afuera, en medio de la gente, junto el resultado del esfuerzo y de la inteligencia de tantas personas, como un saludo al porvenir.
Volvimos a la ciudad con Julia y mi madre, emocionados y contentos. Cuando el auto trepó por la colina de Alto Bonito y apareció Puerto Montt en el horizonte sentí que se me apretaba el pecho. Detuve el vehículo a un costado de la carretera y descendí sin inquietud. Me apoyé en el capó y contemplé la silueta de la ciudad a la distancia. “Bien”, pensé, “Aquí hice mi vida y está bien así”. Corría una leve brisa y la llovizna no tardó en empaparme el rostro, con tal suavidad que parecía una caricia del cielo. “Es como lo escribió Bradbury”, pensé. Y dejé correr una lenta lágrima de amor.