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Los amores del mal, Damaris Calderón

Por Sergio Téllez-Pon
[sergio@anodis.com]

 

Fue Hemingway quien propagó por el mundo el rumor de que Gertrude Stein y Alice B. Toklas vivían en una relación sadomasoquista. Lo anterior se desprende, desde luego, de la apariencia robusta y viril de la Stein: incluso Djuna Barnes, otra escritora lesbiana, la consideraba un macho cabrío de mirada lúbrica. Luego, muerta la Stein, el propio y malagradecido Hemingway dijo que le hubiera gustado acostarse con ella para protagonizar una pelea de osos. Stein: judía, lesbiana- butcher y escritora y estadounidense autoexiliada en París… vaya combinación.

Lo primero que me asalta al leer Los amores del mal (Ediciones El billar de Lucrecia, 2006) es una pregunta: ¿el amor es el mismo?, es decir, ¿la pasión entre ellas -dos mujeres, seguramente, hermosas-, es igual al de una mujer amando a un hombre? No tendría porque ser distinto, finalmente el amor es un sentimiento universal aunque a cada quien nos embargue de manera distinta. Pero no, el amor entre ellas es como un bárbaro, dice Damaris Calderón (La Habana, Cuba, 1967): "mi fervor es sangriento", agrega. El amor entre dos mujeres es, en los poderosos versos de Calderón, una pasión llevada al extremo, de peligrosa adrenalina y, por eso, sus cuerpos anudados en una playa de Lesbos "conmueven más que todos los crepúsculos".

Calderón transplanta esos combates con otro cuerpo femenino a sus poemas y de allí a las páginas de este libro que ahora nos ofrece. Sus imágenes tiernamente violentas son las que más me gustan e interesan en Los amores del mal. Y me gustan especialmente porque me dan a mí, un hombre que no practica la cópula con las hijas de Eva, alguna idea de lo que es el encuentro sexual entre dos mujeres: desde luego, no el de una lucha de osos, donde se impone el macho cabrío de mirada lúbrica sino el de una fervorosa pasión que, como ya dije, lleva al más peligroso extremo, al más intenso encuentro al grado de ser un acto de exuberante y conmovedora belleza. El lenguaje de Calderón, sin embargo, no es violento, a veces lo que describe sí pero no el como lo escribe:

Tu rostro me desgarra
como a Jacob el ángel
en su tortuosa noche
(que es la mía también).
[…]
Golpéame los ojos para que yo no vea
sino la noche espesa.

En otro poema dice:

Yo soy el mar
y golpeo y golpeo.
Soy el agua
(me muero por tocarte).
Y cuando ya me he ido
(ni siquiera lo notas)
he dejado mi escritura indeleble
sobre ti, piedra fría.

Y también en el poema "Fiebre de caballos":

Cuando te quedas,
Rita,
más desnuda que estas paredes
yo siento miedo
de ser una mujer.
Tengo feroces dientes carniceros.
Comiérame tus ojos
Tus rodillas.

Cuando veo un sauce que se agita
no me acuerdo de Safo,
pienso en mí.

La verdad es que esa imagen de dos mujeres con actitudes viriles queda abolida con estos poemas que muestran la otra cara de esta moneda: la capacidad de amar con todas las formas posibles y expresar así al otro el amor incontenible que lo embarga, hasta lindar en situaciones límite donde se pierde la conciencia de lo que uno le está haciendo a la persona amada. Así, estas posiciones que podrían parecer encontradas entorno a la pasión lésbica son el espacio, y también el tiempo, en que fluctúan los poemas de Los amores del mal de Damaris Calderón y donde, estoy seguro, radica la sorpresa que embargará al lector de estas páginas.

He visto
el sosiego de un lago
el silencio
de un bosque apretado
las nubes
incesantemente
cambiando de formas.
Te he amado con esa
simplicidad.

A lo largo de las tres partes de que se componen Los amores del mal se puede observar claramente esa fluctuación: la primera sin un nombre propiamente, pero donde se encuentran, a mi parecer, los poemas sensuales más intensos, luego "En el viento y en el agua rápida" y, finalmente, "Que hasta la piedra, en su deseo de durar, desaparece", a través de los cuales se observa que ésta pasión es a ratos amorosa, cursi en otras, también violento como ya dije, y, sobre todo, místico pues es claro que se busca la unión con la amada, de allí que quizá en los últimos poemas de la segunda parte y todos los de la tercera, el tono ya sea totalmente elegíaco (por ese "fervor sangriento" que puede llevar a la muerte).

Por sus abundantes referencias clásicas, su lenguaje, sus imágenes y fluidez, el tono recuerda a algunos poemas de la lírica griega: Safo y Alceo, desde Mitilene, la capital de Lesbos, guían a Calderón por estas sendas que por muy conocidas que sean el amante obnubilado siempre termina perdido. Hay, también, alusiones bíblicas para dejar asentado que la pasión entre las hijas de Eva siempre es sacrílega. Además aparecen Hölderlin y Goethe quienes, desde su visión heterocentrista, trataron de escribir una historia "nuestra historia, / dice:

Me ha enternecido esa puerilidad de joven.
Muchacho (le he soplado al oído apagando su lámpara),
abre la ventana,
trágate todo el aire que quepa en tus pulmones.
Trágate esos papeles.
Escúpelos mejor.
Hijas del Dios más fuerte,
el principio de todo lo creado somos.
Cúbrete el rostro, niño.
Aléjate
del sagrado rugir de las mujeres.

Con estos amores del mal, Calderón se une a la estirpe de poetas que han dejado constancia del erotismo sáfico en sus versos: Carol Ann Duffy (1955), Djuna Barnes (1892-1982), Elizabeth Bishop (1911-1979), Olga Broumas (1949), Countee Cullen (1903-1946), Barbara Deming (1917-1984), Maureen Duffy (1933), Gloria Fuertes (1918-1998), H.D. (1886-1961), Marilyn Hacker (1942), Amy Lowell (1874-1925), Maria Mercé Marcal (1952-2000), Cristina Peri Rossi (1941), Adrienne Rich (1929), Christina Rossetti (1830-1894), Vita Sackville-West (1892-1962), Safo (600 a.C.), Gertrude Stein (1874-1946), nuestra sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), Renée Vivien (1877-1909), Marguerite Yourcenar (1903-1987), Alejandra Pizarnik, la cubana y su compañera de generación Odette Alonso (1964) y las mexicanas, Nancy Cárdenas (1934-1994), Silvia Tomasa Rivera (1956), Cristina Rivera-Garza (1961), Abril Castro (1976) y Margarita Valencia (1980), entre muchas otras más.

Y con esto quiero decir que el lesbianismo todo ha evolucionado: "la visibilidad" que en principio fue casi exclusivo de los gays, ahora también se ha extendido a las lesbianas y esto se ve muy claramente en la poesía lésbica: desde los poemas de circunstancia de sor Juana a la divina Lisy de sus cálidos versos, pasando por los velados poemas de Vita Sackvile-West, la amante de Virginia Woolf, hasta los abiertamente lésbicos de Stein, Peri Rossi, Alonso, la propia Calderón y, ya más posmoderna, la filiación queer de la Pizarnik y de Cristina Rivera-Garza.

Pero también a la estirpe de hombres heterosexuales que en sus versos han cantado el amor lésbico con mejores resultados que los llevados a cabo por Hölderlin y Goethe: Pierre Louÿs, Efrén Rebolledo y el chileno Gonzalo Rojas en ese bellísimo poema, "A unas muchachas que hacen eso en lo oscuro":

Bésense en la boca, lésbicas
baudelerianas, árdanse, aliméntense
o no por el tacto rubio de los pelos, largo
a largo el hueso gozoso, vívanse
la una a la otra en la sábana
perversa,
y
áureas y serpentientes ríanse
del vicio en el
encantamiento flexible, total
está lloviendo peste por todas partes de una costa
a otra de la Especie, torrencial
el semen ciego en su granizo mortuorio
del Este lúgubre
al Oeste, a juzgar
por el sonido y la furia del espectáculo.

Así,
equívocas doncellas, húndanse, acéitense
locas de alto a bajo, jueguen
a eso, ábranse al abismo, ciérrense
como dos grandes orquídeas, diástole y sístole
de un mismo espejo.
De ustedes
se dirá que amaron la trizadura.
Nadie va a hablar de belleza.

Como coda a lo que todos ellos han escrito, Damaris Calderón bien puede ostentar que, sólo en sus poemas, la creación del universo inicia cuando ellas se aman: "Todo empieza de nuevo / y se hace necesario reescribir el Génesis".

Y, finalmente otra pregunta surge al paso: ¿quién gana en esa intensa batalla? Sófocles respondería: "Amor, invencible en el combate."

 

 

 

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