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    Patrimonio - 2006 | index | Diamela 
      Eltit | Nicolás Poblete Pardo  |  Autores |
 
  
 
 
 
 
 
"Replicas" 
  de Nicolás Poblete 
"VA 
A TEMBLAR"
Diamela 
Eltit 
 
 
Habría que pensar cómo 
o, quizás, en cuánto los gestos literarios pueden inscribirse en 
el derrotero siempre incierto que marca este presente ultra capitalista. Un presente 
políticamente debilitado para favorecer la espectacularización de 
lo que entendemos por realidad. Así es. Una forma discursiva que rasa y 
arrasa los dilemas hasta conseguir instalar un estado "de lo mismo", 
inscrito bajo la forma saturante de la mera impresión. Se trata, claro, 
de un acucioso programa político fundado en 
el 
deseo de renunciar a cualquier revisión crítica para favorecer así 
el flujo permanente del objeto y de la deshistoria que necesita el objeto para 
instalar su veloz e incesante recambio. 
En ese sentido la pregunta más 
pertinente en relación a la circulación literaria -en este particular 
contexto chileno- radica en cómo manejar la noción de tradición 
literaria para pensar, precisamente, los movimientos de la escritura en relación 
con los formatos que la posibilitan. 
Porque pienso que las producciones 
literarias forman parte de una comunidad o de un mapa textual o de un territorio 
material de la letra. Más aún, me atrevo a aventurar que la literatura 
puede formularse, en gran medida, como un amplio y sostenido diálogo histórico 
-desde la tensión, la intención o la cercanía- entre prácticas 
literarias que se emplazan y se amplían. Digo, se emplazan y se amplían 
mediante un conjunto de técnicas en las que no se renuncia al jirón, 
al fragmento e incluso la reescritura de la escritura, tal como lo hiciera de 
manera magistral James Joyce y su crucial Ulises o, para citar un trabajo local, 
la reescritura irónica y política de Don Juan Tenorio en la novela 
María Rosa, Flor de Quillén, publicada en 1927 por la brillante 
escritora Marta Brunet.
 
En definitiva, lo que quiero señalar es 
que las producciones literarias están implicadas unas con otras, de manera 
consciente o inconsciente, puesto que la letra que las organiza procede de un 
campo cultural pleno de materiales disponibles para ser repensados y recorridos 
una y otra vez.
Me propongo ahora leer la novela Réplicas de 
Nicolás Poblete (Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2004) a partir 
de algunos de los sentidos que el texto va emitiendo, en la medida que su propuesta, 
me parece, renuncia a la linealidad argumental, la dificulta, la pospone, la enmascara, 
para privilegiar, en cambio, la multiplicidad de escenas, los gestos inconclusos 
de los personajes, ciertos hilos culturales preponderantes y reconocibles en el 
interior de la historia social. La novela se cursa desde la letra como goce y 
construcción, apelando a una estructura narrativa temblorosa, que se vuelve 
simétrica con su título, los temblores amenazantes una vez que se 
hubo de producir el devastador terremoto.
La noción de réplica, 
entonces, transita por un doble carril de sentido. Por una parte alude a los movimientos 
telúricos -la protesta majestuosa de la naturaleza, el desorden en el interior 
de su programa y las réplicas que se producen violentas y sistemáticas 
para reordenar- pero también puede ser entendida como el derecho legítimo 
y hasta jurídico de responder: el derecho a réplica. Quiero decir, 
la elaboración de una respuesta.
Pero, la respuesta-réplica 
requiere de un antecedente, de la misma manera que la réplica telúrica 
mantiene una correlación con el terremoto. Entonces, habría que 
pensar qué es lo replicado, cuál es ese primer discurso eludido 
que requiere ser acotado. ¿Qué replica la novela?, me pregunto.
Una 
primera imagen posible, una entre otras, podría estar ligada con el niño-monstruo, 
el macroencefálico de Réplicas, ese niño monstruo 
que ya ha transitado la narrativa chilena con una persistencia sorprendente, luego 
que emergiera bajo la forma del doloroso alado niño de Alsino de 
Pedro Prado, para ser intensificado en Patas de Perro de Carlos Droguett 
en la figura de Bobi, mitad niño, mitad perro y más adelante en 
la forma de Boy el infante que va a ser confinado al jardín de los monstruos, 
en El Obsceno Pájaro de la Noche de José Donoso. 
El 
niño- monstruo en la novela chilena, en tanto forma disidente, en tanto 
crisis de un programa biológico, como ostensible diferencia, atraviesa 
la biología para convertirse en un agitado referente simbólico que 
demarca una otredad y, precisamente, al establecerse como otro, pone en evidencia 
el funcionamiento de las instituciones: la violencia ejercida para conseguir lo 
homogéneo a partir de un peligroso autoritarismo. Un autoritarismo que 
busca la aniquilación de aquello considerado como transgresivo. 
De 
esta manera, Carlos, el monstruo que deambula por este texto, replica a los otros 
niños ya textualizados narrativamente en el escenario literario chileno, 
para volver a formularse, en esta novela, entre las tecnologías en las 
que transcurre su mal y su diferencia. 
Carlos, el niño, es producto 
de la madre, Ana. Existe entre ellos la misma intensa relación en las que 
se organiza el terremoto y la réplica. Completamente imbricados en una 
idéntica matriz de construcción, oscilan entre el pacto y la negación, 
entre el afecto y la agresión. 
Ana, la madre, escribe. Pero dispone 
de una doble memoria, por una parte, la propia y por otra, la que le permite la 
computadora. La producción tecnológica se utiliza como estrategia 
para desplegar en ella, sobre ella, a su través, la técnica narrativa. 
La novela se escribe en la computadora, sede de la letra, y, a la vez, la computadora 
en tanto dispositivo es tematizada integrándose así a la ficción. 
De esa manera la computadora misma se vuelve matriz primordial del campo narrativo.
El 
archivo, los archivos, sucesivamente invocados por la madre, dan cuenta de los 
pliegues y repliegues de la mente de Ana, que dispone de ellos para precisamente 
dar curso a su texto. Un texto complejo que se encapsula en el archivo para consignar 
la existencia ineludible y quizás peligrosa del archivo mismo. Una función 
que actúa como activación o desactivación del relato, quiero 
decir, los archivos permiten que el texto se extienda o bien se repliegue para 
interrumpir el flujo argumental y se desencadene en su interior la cifra. Pero 
Ana también borra, deshace, despilfarra la letra, desdeña su propia 
subjetividad, la escribe pero no la guarda, inmersa en el juego narrativo que 
se propone. 
La computadora se establece como un ritual en el que se cursan 
distintas escrituras. Ana, poseída por el afán ritualista que la 
recorre, se fuga e medio camino entre la creencia y el escepticismo hacia al espacio 
de la magia, busca en la adivina, la lectora de signos, la pócima que la 
va a redimir de la angustia y de la herida.
Sin embargo, la atmósfera 
de la novela está plagada de signos alarmantes que la enmarcan: la incesante 
cita a los territorios sedes de los terremotos históricos chilenos, Chillán, 
Osorno. Estos espacios ingresan en la novela para introducir marcas desestabilizadoras 
e indicar que el ambiente tenso que rodea a los personajes podría estallar, 
convulsionarse en su interior debido a las pulsiones que los recorren y que están 
inscritas en su naturaleza humana donde se incuba la vocación por la destrucción. 
Una destrucción dictada por la naturaleza y que es delegada en la presencia 
numerosa y dispersa de animales que vagan o se yerguen como signos que alteran 
y perturban el pacto cultural: El cuervo, pájaro de la noche y la depredación, 
el zorzal, las ratas, el puma, el huemul, el pudú, las polillas, la araña, 
los murciélagos o la domesticidad siempre ambigua de gatos y perros.
Los 
animales están allí como dobles o como sombras que ponen en jaque 
precisamente los límites de los humano. O bien llegan hasta la novela para 
señalar que lo humano se construye desde la represión, precisamente, 
de lo animal que lo constituye, lo que Freud denominó el "ello", 
la zona más arcaica y pre cultural que nos habita. 
Sin nombrar 
el dilema entre naturaleza y cultura, la novela cita esta problemática 
al diseminar los materiales y permitir que floten en el texto, que sean ellos 
mismos los que operen su colisión. "Va a temblar" señala 
el texto, mientras se esparcen por su superficie una cantidad considerable de 
vidrios rotos, de fragmentos punzantes y abiertamente peligrosos que podrían 
desencadenar la sangre, abrir una consistente herida.
No obstante las réplicas 
-y esto resulta crucial- pueden ser adjudicadas a una matriz escamoteada y que, 
sin embargo, también esparce sus signos, como es el nudo político 
que la novela indica. Detrás, debajo o bien como soporte territorial, se 
extiende el golpe de estado chileno a la manera de un terremoto que ya ha invadido 
la totalidad de la geografía nacional, afectando con su sismo histórico 
a los cuerpos y sus devenires sociales, generando en ellos -en los personajes- 
una crisis de proporciones en sus transcursos. En tanto efectos sociales, nudos 
de violencia, escribidores de una historia imposible de resolverse, parecen destinados 
a perpetuarse en, al menos, dos condiciones que la novela indica: "hay toque 
de queda" y desde allí, pensar en cuánto y hasta dónde 
el toque de queda es interpuesto en el orden imperativo de las emociones, para 
llegar a la afirmación definitiva que cierra y clausura la novela "te 
repito que todo es inútil".