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DIAMELA ELTIT:
El cuarto mundo


Por Manuel Espinoza Orellana
En Comentarios Literarios, Cielo Raso Ediciones 2002.

 

En su tercer libro, la autora confirma su concepción del acto literario, aventura de la palabra, cuyo asedio constituye la búsqueda, más que del ser humano, del lenguaje en que se organizan sus visiones. Es que la literatura expresada en una definición que la margine del relativismo tendencial en que la ubica cierta generosa palabrería, será siempre forma orgánica de un discurso, que se hace a sí mismo y se postula como único fin. Si la simulación a que puede dar margen el signo por su carga semántica, lo hace presentarse con el ropaje de una cierta realidad en curso, no podemos olvidar que la particularización de esa imagen no tiene más sostén que las palabras que la diseñan.

¿Qué es entonces este "cuarto mundo" en que podemos "existir", por algunas horas, como espectadores de una pasión de vivir que es un desencanto? Si aquel mundo ya está propuesto, confinado, enmarcado dentro de un límite-como dice Barthes- sólo queda emitir la arriesgada proposición de un juicio razonable. Así, nos adentramos en el juego propuesto y le otorgamos la condición de ser un espacio exterior de resonancias psíquicas.

Bien, lo que Diamela Eltit hizo con su primer libro Lumpérica, fue demostrar que la escritura lineal y mensajista del texto, basada en la factible e indefinida reiteración de la fabulación humana, era una certeza que se estaba desplomando y que la duda carcomía hasta el punto de reclamar un desmontaje vertical de sus postulados. Lumpérica nos muestra un mundo en fragmentación, hecho de luz y sombra, en que el discurso es, en sí mismo, el trasfondo y la representación de lo real, superficie en que se juega el sentido de las variaciones simultáneas que la conciencia vive cada día, sin la sospecha o con ella, de no saber si aquello que llamamos mundo no es más que un profundo engaño de los sentidos, producto fantasmal de nuestros sueños, dado el desvanecimiento constante de las relaciones que vivimos como si fuesen eternas. D.E. mostraba el juego de las fragmentaciones a la vez que señalaba el reclamo esencial de poetización del texto narrativo, la necesidad de confirmar el origen del lenguaje nacido como aventura de las nominaciones, instaurando como forma de objetivación del mundo e implantación de un orden que, por lo mismo, siempre puede ser alterado, descompuesto y vuelto a rearmar según la pasión estética del autor.

Por la Patria fue, en cambio, un libro que demostró la impostergable inscripción dentro de una contingencia que hería sensiblemente la conciencia social e individual de nuestro medio. Pero, la convicción profunda de la autora acerca del acto literario, su lúcida actitud frente al lenguaje, le permitió eludir las convenciones de una estructura de comunicación epidérmica, para introducir el ludismo de una imagen segmentada de intereses variables que imponía a la lectura un juego de composición activando el hábito de una sed de descubrimiento.

Y he aquí, como se nos pone ante la mirada su tercer libro El cuarto mundo. Notamos, en primer lugar, que la escritura se asume en la sencillez de un orden sintáctico plenamente lineal. El objetivo es dar continuidad al acto de transferencia de un pensar hipotético emergente como experiencia de lo nonato a lo naciente, aventura en que el lenguaje afirma algunas posibles claves: sin lenguaje no hay conciencia, he allí un preacondicionamiento. Si el lenguaje es sustrato de lo conciente ¿hay una sensibilidad psíquica permutándose en lenguaje desde el momento de la gestación? Si tomamos el texto como una obra literaria, que lo es, entramos concientemente en el juego de unas significaciones. El emisor o la emisora ubica un lugar desde el cual el discurso emerge como lo otro de sí. Es conciencia de sí mismo a cuyo interés el vacío se erige en mundo integrado, y esa dualidad reclama, exige perentoriamente la integración, aún por el dolor que no puede esquivarse.

D.E. organiza un discurso que simboliza el caos de un existir indómito, azaroso, víctima de la espontaneidad de lo impredecible, marcado en el espacio de su gestación y anulable sólo con la muerte. Pero es deducible que la muerte es parte también, desmoronamiento del ser deshaciendo inagotablemente la presencia cuyo movimiento es rehacerse sin descanso. Eros y Thanatos, existir y no ser, forman la dualidad gestada en virtud de un anhelo inexplicable, reproducción de una ansia implícita en la naturaleza, reiterada en la sensibilidad psíquica del humano, y contra esa fatalidad producto de una opción irreversible, sólo puede esgrimirse la fuerza del lenguaje que, esencialmente, es la representación del ser y la nada, exorcismo que el escritor esgrime consciente de su inutilidad, pero incapaz de refrenarlo porque es su pasión, como su cruz, materialización de una roca Tarpeya, desde la que se hunde en las profundidades de una exterioridad que es sólo un silencio vano.

D.E. imagina el caos de un existir sin redención, fragmentos de un ímpetu generador explicable por el absurdo de una reiteración obstinada. Para el existir todo está cerrado, dice Samuel Beckett, sólo está el sin sentido, pues su salida, su única salida es la muerte cuya puerta se cierra definitivamente tras cada existir y clausura posibilidades y opciones que la fantasía humana mantiene como débil tabla de salvación, en medio de un océano proceloso que no da cuartel. Sólo el lenguaje transformado en arte otorga la visión de una quimera, cuya promesa es en sí misma el supremo y único valor que hace del tiempo un suceso percibible y aceptable en su engañosa imagen espectral.

La autora apela a la escritura, materia que siempre permite organizar un drama, y este es, en el lenguaje una forma singular de la existencia, que es la existencia sin redención del texto, estructura externa sobre un vacío que el sentido no puede rescatar para la vida. Se plantea entonces sólo el torbellino de un sistema de analogías por el que pareciera existir un nexo, común denominador para la aprehensión de ciertas aristas que parecen surgir de lo real como la prueba de un existir ajeno, múltiple y contradictorio, paisaje que el humano crea y del cual es al mismo tiempo su imagen más certera.

El cuarto mundo se nos presenta como una dimensión inseparable, el lenguaje es la envoltura de la imagen y la imagen, no hay redención posible, en él están todas las significaciones, los desciframientos, el límite que aparta y condiciona, que convierte en texto la vida, como lo masculino y femenino condicionados a ser dos partes de un drama, en el que se representa el juego de una separación impostergable que es una ilusión, pues el magma que los nutre y conforma desde el útero materno, acentuando sus particularidades biológicas, es a su vez un mundo unificado que los obliga a ser las dos caras de una hoja, páginas inseparables de un texto que se hace a sí mismo en la condicionalidad de un existir irremediable.

El texto de D.E. simula constituir un campo de acción psíquica cuyo límite es el cierre de la escritura, su orden sintáctico, la concepción de su propio sistema de signos, es la forma externa de un vacío que el sentido no puede rescatar para la vida, pues si la vida es en su devenir como resultado que imponen las proposiciones del texto, ya en el instante de cerrar el libro es otra cosa, la imagen ha cambiado aún en la reiteración del gesto, porque todo es movilidad y no hay tragedia paradigmática, sino un suceder de dolores y nostalgia que siempre son otros de sí mismos, y el texto es también tránsito y está allí frente a la mirada apelando al sostén de un lector, en cuya conciencia opera un desenvolvimiento que el autor no puede controlar y que constituye el otro lado, la otra dimensión del lenguaje en que el mundo va a desdoblarse en el tañido sutil de otros campanarios.

 

 


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