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Diamela Eltit en New York


Por Julio Ortega
(De "La Comedia literaria. Memoria de la literatura latinoamericana global", 2019)



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La entrada de Diamela Eltit en Nueva York, como profesora distinguida del Centro de Escritura Creativa de NYU, señala el crucial momento privilegiado de la gravitación literaria hispánica en Estados Unidos y, con acento propio, en Nueva York. En lo que va del siglo, varias promociones coincidieron en NY con notable brillo y nueva resignificación cultural. Ese mapa de las escrituras hispánicas de relevo incluían, además de la nueva estética de Eltit, la ficcionalización de Piglia desde Princeton; el vigor narrativo del centroamericano Horacio Castellanos Moya, en Iowa; el primerísimo novelista boliviano Edmundo Paz Soldán, en Cornell; los mexicanos más internacionales, Pedro Ángel Palou, Cristina Rivera Garza, y Yuri Herrera, inventivos y distintivos, en Tufts, Houston y Tulane, quienes podrían, si se lo propusieran, refundar, junto a Carmen Boullosa, ella entre NY y el DF, la literatura mexicana como otro país, fantástico, inverosímil, y anti-utópico…No me detengo en los narradores que han hecho una vida académica en este país, aunque merecen consideración aparte. Pero habrá que seguirle la pista a los más jóvenes, no sólo porque el pequeño mundo literario es hoy parte del gran mundo editorial, su prensa y su derroche público, lo que hace más frágil la existencia del escritor como escritor.

En estos años de infame ideología del mercado, el escritor se ha tenido que convertir en agente de relaciones públicas de su propia imagen; hacerse ubicuo en festivales autocomplacientes; y forjar penosamente una marca comercial momentánea. Ya un poeta latino se preguntaba qué carajo hace el dios del Comercio en un encomio. Gabriel Zaid, compañero en lides desde fines de los años 60, me preguntaba si en esta Comedia Literaria habrá un Inferno. Claro que sí, le respondí: el Mercado. Aunque el Infierno dantesco es lo que no tiene articulación y resulta, por lo mismo, ilegible, el pequeño mercado de la literatura en español no es menos perverso. Petrarca, le decía yo a Gabriel, es precursor suyo, porque fue el primero en protestar por “los muchos libros.” Se quejó también, como buen humanista, de los muchos bachilleres. Y le faltó tiempo para reírse un poco de los demasiados premios. Por todo ello, la acción literaria de Diamela Eltit en NY tuvo un sesgo político: no ser consumida por el Mercado. Escribir, para los pocos pero suficientes lectores fieles, desde una idea de la literatura como discurso vitalmente ético, es una opción objetivamente marginal a la Feria de las vanidades. Ese posicionamiento preserva la rebeldía estética de la vanguardia crítica. Por un lado, rigurosamente en contra de la deshumanización del Otro por el Mismo. Y por otro lado, impecablemente formal en tanto proyecto de un espacio operativo que convierte a la lectura en un trabajo de creación crítica. Pero este trabajo no es una restitución del Humanismo, cuyo gran mito del Lector del mundo mal hecho (Don Quijote es su mayor emblema) hace camino al leer; sino, más bien, su cuestionamiento desde la materialidad urgente de los sujetos que han perdido su subjetividad en la sobrevivencia; y, desde los residuos y fragmentos de lo Moderno, traman sobrevivir forjando la contra-dicción de un relato de los márgenes, en el alba cierta de una solidaridad certera. Esa condición de proyecto de una obra abierta, que pende del hilo de la lectura, define el carácter procesal, construido como el significante de una significación en disputa. La pareja de lectores que en el vientre de su madre, la novela post-moderna, disputan su papel en El cuarto mundo (1988), reaparece como madre e hijo en Los vigilantes (1994), en un escenario de violencia y pérdida del habla impuesta no por el estado policial, sino por su clientela, los lectores literales, los mediadores del poder; y vuelve a aparecer como la última pareja del mundo rebelde, en Jamás el fuego nunca (2012), como los clandestinos de una célula revolucionara destruida, que sobreviven ocultos, sin registro ni futuro, en un post-lenguaje fantasmático, como en una versión lacónica del final sin fin.

No podía faltarle a esta pasión por definir una distancia del coloquio y forjar un español para todo lector, su aguafiestas dramático y alucinatorio, el peruano Richard Parra, quien desacraliza, desde el pastiche, el paisaje bien pensante de los escritores adánicos, que presumen volar con las plumas de Mercurio. Tampoco le ha faltado al taller de Eltit, la visión apocalíptica del humanismo clásico, que la española Marina Perezagua explora. La violencia y la crueldad son el abismo histórico y patriarcal que ella se propone exorcizar puntualmente.

Entiendo que Diamela Eltit situó su taller en el contexto de Nueva York como cruce de caminos migratorios; esto es, como aparato generador de sujetos que han documentado su transición. Pero no se trata, creo, de NY como historia sino como espacio liminar donde el neófito debe trazar su propia versión transitiva. Para ello se valió del mejor relato latinoamericano sobre el peregrinaje migratorio: Montacerdo (1981) un formidable cuento largo o novela breve del peruano Cronwell Jara, sobre el cual han escrito algunos estudiantes míos, ya que después de leerlo, por recomendación reiterada de Diamela, lo incluí para siempre en mi seminario de Brown. Jara es un maestro de escuela en Lima, autor fecundo de temática urbana y social; y, hasta donde se, imprimía y vendía sus propios libros en las oficinas de los ministerios. Su idea, artesanal, popular, de ser un autor de a pie es inquietante, pero no se trata de una opción literaria sino de un producto de la necesidad. Mucho me temo que Jara sea descendiente de Felipe Guamán Poma de Ayala, no menos sabio, tanto que lo creemos inocente de su producción, aunque solo escribió una carta al Rey, que le tomó cuarenta años, y finalmente está en el Archivo de Indias, donde me hicieron una copia.

Pero si no fuera por Montacerdos, en mucho lo mejor de Jara, no habría sido lección de escritura en NYU, en el curso de Eltit, cuyo mapa de lectura era, ciertamente, alterno, de dirección contraria a lo procesado y domesticado. Estas vías de la lectura aleatoria prueban que los circuitos globales son de estirpe local, y que los libros mejores, a pesar de los premios, forjan su propio camino al desandar. Porque aunque Yacoco, el príncipe idiota de Montacerdo, el no sea el Peregrino de la Comedia dantesca, ni siquiera un Quijote andino, sí es alguien que atraviesa el Infierno de la marginalidad, en busca de su casa en el eriazo; deshumanizado por la mirada de los otros, tiene la inocencia del idiota y la sabiduría del dolor. Tampoco tiene un programa que cumplir en las covachas del basural, mientras su madre delira como una máquina rota, y la hija narra la travesía y sueña con las palomas de un nido que sólo tiene lugar en el lenguaje.

Diamela Eltit sale de las clases de Nicanor Parra y Enrique Lhin, en el Departamento de Humanidades de la Universidad de Chile. Fueron sus camaradas de cursos Rodrigo Cánovas y Eugenia Brito. Y frecuentó también los talleres de video y performance de los últimos años del gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular y, sobre todo, de los actos de protesta civil en los años de la dictadura de Pinochet, del activismo por el NO al gobierno militar, que fueron prácticas del arte público, fugaz y audaz, Fue ella parte del grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte), del que fue ella miembro fundador. La videoartista Gloria Cameragua recogió algunos de esos actos, entre ellos una temprana lectura de Diamela leyendo una página de Lumpérica (1983), su primera novela, en el edificio de la editorial Quimantú, destruido por la dictadura por ser emblema cultural del gobierno de Allende. Ese documento declara el valor que el grupo, en sintonía con las prácticas de registro del arte contextual, confirió al performance, a la lectura escénica y ritualista, tanto como al espacio del luto entre las ruinas del proyecto de un socialismo nacional, de remoto origen Gramsciano; todo lo cual demuestra el carácter visual de la indagación artística, la que acontece en el espectáculo de su propia temporalidad, incorporando rasgos y huellas del presente histórico y afirmando la palabra desde los cuerpos y la voz a ti debida. No es casual que Lumpérica sea un acto performático en el cual un cuerpo observado danza en la plaza (la esfera pública vacía) como el diseño de una recuperación territorial (la esfera visual como política). Las artes de emergencia desocuparon, se diría, un espacio liberado gracias al espectador que confirma el poder de una forma pura, hecha del tiempo desplegado. El circuito de producción (operador, actor, espectador) se define como duración, que señaliza el campo visual en tanto nuevo centro de la polis, de la política performática.

En el Museo Reina Sofía de Madrid pude recorrer, hace varios años, una espléndida muestra del trabajo de CADA, donde la voz de Eltit resuena entre las voces como una rama viva del lenguaje acallado. Me doy cuenta, en primer lugar, de que la fuerza de la imagen radica en su fugacidad, en esa duración del ojo de la cámara que registra el movimiento de los cuerpos, que se juntan y dispersan como un latido de la imagen testimonial, en blanco y negro, ocupando el espacio prohibido de la dictadura. Si vemos la muestra de CADA como documental la limitaremos a su testimonio histórico, que lo es. Pero si la vemos como duración recuperaremos su actualidad, porque la naturaleza del espectáculo se debe al protocolo compartido con el espectador entre el documento y la performance, entre formas privilegiadas de la duración. La precariedad del material es tanto histórica (referencial) como artística (soporte temporal). Por eso mismo, esta práctica explora los formatos de la duración y adelanta lo que hoy llamamos time-based art o arte de base temporal, cuyo soporte es la voz grabada, la secuencia filmada, la “vista fija”, el “short film.” Con la difusión de Internet, esa temporalidad no sólo se ha multiplicado, es también un acto de intervención.

Gracias a la crítica visual, que parte de la producción especular, visión y duración que suponen la mecánica del corte, ensamblaje y escenificación. Esto es, el análisis temporal del arte nuevo ha enriquecido nuestra lectura. Deleuze sentó las bases para este análisis, si bien se delimitó al poder de la mirada. Después, la noción del cut como la unidad de mirada que sostiene lo visual filmado, fue librada, diríamos, de su antropoformismo, a partir de la imagen de video producida en secuencias más veloces que la mirada, como ocurre en el trabajo visual y secuencial de Viola. El corte del ojo escenificado por Buñuel (se trata de un ojo de vaca, pero como dijo Carlos Fuentes es el ojo del espectador) corresponde al “dar a ver” de la estética surrealista; pero el ojo de la clínica (médica y psicoanalítica) suscita una mirada desnuda, o desanuada, cuya violencia interpretativa es narrada, lúdicamente, por el artista operador. En ese linaje de ver y actuar lo mirado, sugiero que el campo visual explorado por Diamela Eltit tanto en sus narraciones como en sus libros documentales, acotan espacios de visualización como procesos de rearticulación. En distintos contextos, su trabajo produce la percepción de la subjetividad política, esto es, del poder de una mirada omnsiciente, cuya desnudez sin mediaciones ejerce un poder intrusivo y abusivo. El infarto del alma (la pareja en el manicomio), un documental de escritura de Eltit y fotografías de Paz Errázuriz, exploran esa tensión de la desnudez de la locura; esto es, ponen a prueba el enmarcamiento artístico de cualquier testimonio. Pero el pálpito vivo de la mirada, su calidad emotiva, define también el ámbito donde se gesta la comunicación vulnerable: una comunidad afectiva capaz de exceder el antagonismo que suele apoderarse del lenguaje. Ese reduccionismo de los opuestos (que ha ocupado desde la historia hasta la sexualidad, desde las clases sociales hasta los grupos de ruptura) ha sido cuestionado por la crítica del dualismo, que es autoritario y excluyente. En la tradición cultural latinoamericana este antagonismo dualista ha sido excedido por las prácticas del mestizaje y la hibridez, desde el Inca Garcilaso a Rulfo y José María Arguedas; así como por el relativismo y la ironía desde Cervantes hasta Borges y Fuentes; tanto como por el barroquismo de Lezama, Sarduy y Marosa de Giorgio; y, en fin, por el “realismo mágico” de García Márquez y su despliegue de la cultura popular. No es casual que incluso el más importante teórico de los estudios culturales de impronta filosófica y política, Stuart Hall, propusiera ir más allá de la dialéctica de Frankfurt y viera en la carnavalización de la cultura popular, recuperada por Bajtin, una ruta hacia afuera del antagonismo y más adentro de las representaciones conflictivas. Una de las grandes puestas al día del tema fue la recuperación del habla popular (mundana, burlesca, empírica) avanzada por Nicanor Parra en la “antipoesía”. En esas derivas del aparato racionalista inculcado, surge el trabajo de Diamela Eltit como un proyecto de radicalidad crítica de impronta popular, barroquismo de la figuración y ruptura del pacto de la lectura ilusoria. La danza del cisne negro es aquí la traza de la ceniza callejera.

Levinas ha reflexionado sobre la mirada que reconoce la vulnerabilidad del otro como propia. Pero la acción de lo visual, desde una política de mirar y ser visto es, en las novelas de Eltit, no sólo la situación comunicativa de un personaje (como L Iluminada en Lumpérica), que reafirma lo vivo como presencia explícita de la visión; es también la situación de vigilancia del Estado que ocupa la casa vecina, vaciando la comunidad; y es, así mismo, la visión de lo entrevisto, que define al día clandestino. Una tipología de ver más y más lejos se levanta en estas novelas como el acto despupilado de la lectura.

No tendría la significación que tiene este trabajo de Diamela Eltit si no hubiese generado, desde el primer momento, un campo de debate de varia intensidad. Tanto, que estamos, muy probablemente, en uno de los pocos casos de una obra que al constituirse críticamente produce lecturas que la afirman desde sus propios métodos y valores; y, al mismo tiempo, provoca reacciones contrarias y hasta contrariadas, las que irónicamente forman parte de ese mismo campo. Pero no se trata de que su narrativa sea programática sino que las lecturas la confirman como textos trans-genéricos, cuya ficción es un debate por las certidumbres. Son novelas que consagran lo marginal como épico (los excluidos son los que deslegitiman el sistema dominante); lo precario como ético (la interdicción de añadir aflicción al afligido, que revela la naturaleza de los poderes); y lo ideológico como violencia y compensación (desde las pestes del machismo y el racismo hasta la ubicuidad del mercado). El método es, además, analítico porque el poder es patológico; el mercado, vampiresco; y el clasismo, banal. Deconstruye, por lo tanto, la lectura naturalizadora o inocente, revelando su trama ilusoria y su lugar en los espacios de poder.

Así, este trabajo resitúa a la novela como un documento sin archivo, hecho en la intemperie de los discursos académicos, los que terminan desactivados por el mercado más iluso de todos, el del reciclaje periódico de las autoridades y sus clientelas. Eltit parece, adherir la práctica más vanguardista: sin programa aleccionador y de autoría despersonalizada; con una operatividad instrumental que la libera del fácil consumo de la lectura entretenida. Son novelas de otro signo: de un significante laborioso y sistemático, que ensaya desmontar las construcciones que pasan por lo real. Y, claro, no se puede hacerlo en la novela sin una buena dosis de ironía y desenfado, de provocación y audacia.

Quizá debido a esa producción desde los márgenes la narrativa de Eltit ha adquirido, para sus lectores, el carácter de la última literatura “salvaje.” Esto es, de una narratividad fuera del relato de formas domesticables; hecho en el taller donde las partes no suman un texto sino que lo restan de los discursos premiables. Lo “salvaje” no tiene origen ni destino, es el escándalo en el presente de un relato contrario a las formas razonables. Lo “salvaje”, en fin, es el movimiento del arte de ninguna parte a parte alguna: obra de desmesura, aunque extremada en su propia lógica temporal y transitiva. Su lectura es una pregunta por el lector. Una pregunta por la E-moción, por la emotividad en tanto movimiento. Transformación de una crisis transitiva, la novela es una forma de lo transitorio: transmite la necesidad humana de seguir actualizando las formas subjetivas que nos configuran políticamente. No es casual, por lo mismo, que la mejor lectura crítica de esta obra provenga del tránsito reflexivo chileno, frente a la Dictadura Militar y su reconstrucción del país como Mercado, dos contextos de articulación fluida, que Rubí Carreño Bolívar documenta en su compilación critica Diamela Eltit: redes locales, redes globales (Madrid, Iberoamericana Vervuert-Pontificia Universidad Católica de Chile, 2009). En la ampliación de esos radios de lectura, siguen siendo privilegiadas las primeras reacciones, que acotaron un testimonio de notable lucidez y actualidad. Ese linaje de la lectura es un primer escenario narrativo, no menos novelesco por su calidad dialógica. Los trabajos de Nelly Richard, desde su magnífica Revista de Crítica Literaria Latinoamericana y su seminario de teoría en la Universidad ARCIS; y los de Raquel Olea, desde La Morada, corporación de estudios de la mujer; así como los de Eugenia Brito, poeta y crítica, profesora en la Universidad de Chile; los de María Inés Lagos, profesora de la Universidad de Viriginia, donde Eltit sería profesora visitante; los de Kemy Oyarzún, del Centro de Estudios de Género y Cultura en la Universidad de Chile, directora de la excelente revista Nomadías; y, así mismo, los de Rodrigo Cánovas, profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Y hay ya una nueva promoción crítica que actualiza el vigor creativo de la hipótesis narrativa de Eltit; entre otros, Rubi Carreño, Patricia Espinosa, Mónica Barrientos…Lo notable de esta proyección del trabajo de Eltit es que abre otro escenario de lectura, el de los narradores chilenos de la promoción siguiente, que encontraron su propia voz y su lugar de enunciación internacional en el diálogo con esas novelas. Me refiero a Lina Meruane, cuyas narraciones son de un rigor inspirado, suerte de laboratorios de procesar el lenguaje desde historias obsesivas, lúcidas y corporales; y también a Andrea Jeftanovic, autora de novelas analíticas, hechas sobre mapas ocupados por un verbo fecundo y dúctil, entre formas sutiles y dramas abismados; así como a Eugenia Prado, poeta inquisitiva y de lenguaje objetivo y suficiente, que ha incursionado en el relato con destreza y fuerza interior.

También estuvieron en los talleres de Diamela los talentosos y notables narradores, Sergio Missana, de laberínticas intrigas rituales en escenarios remotos y complejos de poder y control; y Nicolás Poblete, que maneja con extremo rigor y libertad un relato que parece clínico por obsesivo y es poético por iniciático. Interactúa con este campo centrípeto, Carlos Labbé, cuyo coloquio cómplice es de una vivacidad inmediata; su prosa construye escenas tan veraces como fantásticas, y su creatividad flexible, de rica verbosidad inmediata, nos conduce por tramas vitales y creíbles; es un narrador, como se decía antes, de raza: todo lo que nombra se convierte en relato.

Una de las grandes metáforas de la nueva narrativa chilena es, ciertamente, Mapocho (2002), de Nona Fernández, que pertenece a esta misma familia narrativa por su parábola, obsesiva y veraz a un tiempo, de un cuerpo muerto que flota en ese río de la violencia y el luto chilenos. Hay varios otros jóvenes narradores que trazan nuevas rutas, a veces más narrativas, otras más lacónicas. Demandan atención la ruta casual de la violencia como metáfora de la banalidad del mal, que convierte a la sociedad en un espectáculo fúnebre (Álvaro Bisama); o la ruta que busca despojar al lenguaje de toda resonancia cultural para que su superficie imparcialmente prevalezca (Alejandro Zambra). Otras vías que he podido comprobar y son tan legítimas como cualquier ingreso al relato, son las que cultivan Alejandra Costamagna, con gracia de detalle entre situaciones límite; así como Leonardo Sanhueza, poeta de objetividad persuasiva, quien en La edad del perro (2014) vuelve a los años del golpe militar con una prosa fresca que discurre como la conversación familiar entre fantasmas que asolan la casa de la memoria.

De un viaje a Santiago me traje una novela diferente y lúdica, Rockabilly, de Mike Wilson, argentino-norteamericano, radicado en Chile como profesor de la Universidad Católica. Un escritor de estos tiempos, forjado entre escenarios interpuestos que, justamente, la novela organiza como un navegador que en lugar de indicar un camino de ir ofreciera un camino de retorno. Esta aparente paradoja pertenece, quizá, a la naturaleza de la novela, y se debe a las resonancias de un sistema literario robusto, cuya persuasión contamina de rutas el paisaje nacional. El sistema narrativo de Eltit, concluyo, no es genealógico, no se explica por sus orígenes, sino que se despliega como territorio alterno a la cotidianidad sofocada de un país profundamente dividido y enfrentado. En los 70s y hasta el golpe, la cultura chilena vivió la agonía de un socialismo acosado y, pronto, el trauma de la dictadura militar. Las figuras patriarcales de Allende y Pinochet, me parecen (con excusas a las banderas de mis amigos psiquiatras sociales peruanos, analistas de melancolías irresueltas) poderosas metáforas del Yo que en el primer caso impone una larga ceremonia de luto internalizado, y hasta bien llevado; pero qué decir del otro padre putativo, soldado de la doctrina Cristiana y el capitalismo global, que termina revelado por las escrituras no de sus últimas palabras sino por las cuentas bancarias de su fortuna secreta. Pelear contra un monstruo ideológico tiene una tradición mitológica de sacrificio, pero pelear contra un policía corrupto nos degrada la pelea. Es como si San Jorge en vez de batirse con el dragón se enfrentara a un perro de mierda. Aunque de inmediato me excuso con los perros, que son seres maravillosos y querendones. En Santiago caminan en manadas como una cita del país premoderno, pero al llegar al verde grass de Palacio, duermen la siesta a pata relajada, como cualquier hijo de la patria. Y los guardias les atan un pañuelo rojo para deleite de los turistas. Pero dejo ya esa vía para volver a Mike Wilson, quien bien podría ser el sueño de la novela chilena post- Bolaño: no la de la aventura antihigiénica del Che Guevara en motocicleta, ni siquiera la penosamente sofocante de On the road, sino la del viaje a los bosques de Yukón que emprende el personaje de Leñador (Santiago, Orjik, 2013). En el extremo de Canada, es una zona de bosques y temblores, ya que la falla de San Andrés, que amenaza a toda la costa Oeste de los Estados Unidos con el “Big one,” remueve el bosque en el cual el personaje que nos guía con un hacha en la mano debe cortar uno de esos árboles gigantes; y en ello está, mientras nos narra, alucinado, la geografía, fauna y lugares donde el mundo parece que recomienza o que tal vez acabará. Al modo de una Enciclopedia digna de Humboldt (citado, ciertamente) el narrador, con prosa impecable nos permite ver el asombro de este viaje a las fuentes mortales de una frontera de la Naturaleza que todavía nos queda por leer para, tal vez, entendernos mejor. ¿Es el Yukón una metáfora refractaria de Chile, entre temblores y mapuches acorralados?

Es probable que las preguntas sobre el Chile de la dictadura que han hecho en sus espléndidas novelas Arturo Fontaine, explícitamente en La vida doble (2010), a partir de las confesiones de una mujer informante; Carlos Franz en El desierto (2005), donde la confesión es la de un padre exiliado en cartas a su hija; y Mauricio Electorat en Las islas que van quedando (2009) donde, en Barcelona, un escritor argentino ha dejado una novela inacabada, metáfora del exilio, que los amigos hacen suya. La prisión, el desierto de Atacama, el exilio, son espacios de interrogación, culpa y expiación. Como ocurre con varias otras novelas de fines de siglo, la entrañable agonía chilena toca, imperiosamente, a las puertas de estas novelas de encrucijada irresuelta. Las espléndidas novelas, impecables, mundanas, irónicas y creíbles, se levanta el otro horizonte chileno: el del país haciéndose, gracias a su gran narración de agonía, frustración, y fe en la realidad cada quien en su tierra firme de brío.

Las novelas de Eltit, a pesar de que se publicaron en plena dictadura, siempre generaron reseñas, entrevistas, discusión. Tanto, que Diamela debe haber inventado la entrevista como una poética diferida. En verdad su ficción disputa el régimen de lo establecido y nos resitúa como gestores de una lectura alternativa, hecha como quien reaprende a leer justo a tiempo. Se trata del oficio más comunitario y, a la vez, el más solitario.

No me extraña que Sonia Montesinos haya hecho la primera reseña de Mapocho, a pesar de que es una antropóloga, aunque de pronto fue precisamente por ello. Los cuerpos arrojados al mar, los cuerpos revueltos en un río, son metáforas infernales que, como los árboles de Mike, revelan la edad moral del gobierno de turno. ¿Qué hacer con ese derroche del sentido, con ese exceso de nada, con esa violencia contra el lenguaje, roto como un espejo? Una novela como la de Nona, ciertamente. Y también, en consecuencia, esa novela se sitúa en un escenario crítico donde conceptualizar su metáfora como la parte del lector capaz de ejercer plenamente su papel. Pocas veces una narrativa desplegada como un sistema poético, suscitado por los trabajos de Diamela Eltit, ha diseñado un mapa de la sobrevivencia del lector.

No nos habíamos percatado hasta qué punto la obra de Eltit era una guía de leer el Infierno. Nos ha ayudado a ejercer nuestra condición desde los márgenes, desde la capacidad de cifrar y descifrar la edad, el piso, el círculo infernal que nos tocó dar a leer, y remontar.

De una de sus visitas a mi Universidad (1990) he conservado unas notas que ahora reproduzco porque me parece que trazan un mapa tentativo del territorio que ella trabaja:

Una generación en dictadura.

Del 73 en adelante, desde el año del golpe de Pinochet, se poduce la asfixia de los espacios culturales.

Un proceso que ocurre a partir de la toma de las instituciones.

La Universidad fue intervenida (no necesariamente contra los políticos sino contra los que interrogaban más)

Los medios de comunicación fueron coartados (las revistas fueron ocupadas por la política, desapareció la información cultural)

Surgía una cultura alternativa a los espacios institucionales

Se forjaron espacios de autogestión, frágiles, desprovistos de conexiones con lo social

Pero encontramos que había en ello algo ventajoso

Nos inventamos todo.

Lectores

Demandas

Trabajos con el deseo

El mercado no nos imponía nada

Pudimos ficcionalizar el espacio real (hecho por el público)

Fue posible porque no había mercado

Desde la catástrofe asomó un homo-catastrófico

Surgió una escritura “alocada”

La literatura chilena era monolítica

Sus estructuras eran rígidas

Nuestra demanda fue fantasiosa y moral

Creer en lo que uno hacía era político

No había una base social

Pero había una base psíquica

Ser mujer implicó pensar como “operador cultural”

Todo el sistema literario se marginalizó

Desde lo femenino

Una zona salvaje

Esa ocupación fue posible por ser mental

Los espacios se hicieron resbaladizos

Desde esos espacios fue posible

Pensar a la mujer

La mujer toma otro rol en la crisis

Toma los lugares públicos

Los líderes de las poblaciones eran mujeres

Dado el estado de “guerra” (desocupación)

La pregunta es por la toma de la palabra

¿Cuál toma de palabra? ¿Cuál mujer? ¿Qué dilemas?

Una operación intermediadora

Ante las prohibiciones de la ley

Una historia de la psiquis

Una crisis entre los cuerpos biográficos

Y los cuerpos textuales

El cuerpo es una zona moral

Y uno funciona entre contradicciones

Es notable comprobar que la exploración libertaria de Eltit diagrama un espacio en construcción, hecho desde la cultura y la política de lo femenino. Pero las figuras de un pensamiento de la crisis requieren producir la zona común de lo salvaje, lo resbaladizo, lo alocado y fantasioso, lo psíquico y la misma crisis. En lugar de la dialéctica, por eso, se convocan las contradicciones, lo dicho en otra dirección. Un sujeto femenino produce, así, una nueva textualidad. Un espacio alternativo de creatividad. Desde esa orilla otra, le debemos un tiempo futuro.

 

 

 

 

 

 






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