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El laboratorio neobarroco: Lumpérica de Diamela Eltit

The Neo-baroque Laboratory: 
Lumpérica by Diamela Eltit

Por Mario Federico Cabrera
federicodavidcabrera@gmail.com
Universidad Nacional de San Juan, Argentina

Publicado en Empossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. No. 24 (noviembre 2022).



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Resumen: El presente artículo ofrece una lectura de Lumpérica, la primera novela de la escritora chilena Diamela Eltit, entendida como una forma textual compleja que ensaya diversas estrategias de experimentación narrativa vinculadas con la corriente del neobarroco. Para ello, nos focalizamos en la dimensión metaficcional del texto, en tanto desdoblamiento del proceso de escritura. Sostenemos que, a través de la metaficción, la novela explora metafóricamente la dimensión simbólica del cuerpo y los límites de la representación literaria. De esta manera, proyecta diversos interrogantes estéticos y políticos referidos al lugar de la escritura en un espacio dominado por la violencia y la censura.

Palabras clave: Diamela Eltit, Lumpérica, neobarroco, cuerpo, metaficción

Abstract: This article analyzes Lumpérica, the first novel by the Chilean writer Diamela Eltit, as a complex textual form that offers narrative experimentation strategies linked to the neo-baroque. For this, we focus on metafiction as an unfolding of writing. We consider that through metafiction the novel explores the symbolic dimension of the body and the limits of literary representation. In this way, projects aesthetic and political questions regarding the place of writing in a space dominated by violence and censorship.

Keywords: Diamela Eltit, Lumpérica, neo-baroque, body, metafiction



Introducción

En el presente artículo proponemos una lectura de Lumpérica (2008a), la primera novela de la escritora chilena Diamela Eltit,[1] como una forma textual compleja que ensaya diversas estrategias de experimentación narrativa vinculadas con la corriente del neobarroco.[2] En efecto, la aparición de esta novela en 1983 constituye un punto nodal dentro del campo cultural chileno, profundamente afectado por la política de persecución y censura que significó la dictadura encabezada por Augusto Pinochet (1973-1990). Desde un encadenamiento de metáforas que hacen del cuerpo un territorio de operaciones simbólicas y desde una retórica que desborda las fronteras discursivas de la narrativa, la novela inaugura un horizonte de interrogantes comunes referidos al avance de la violencia sobre los espacios cotidianos y al potencial político de la experimentación estética (Lértora, 1993; Cánovas, 2009; Cabrera, 2017).

El despliegue argumental de la novela se recorta sobre los límites de una plaza pública que da cuenta del avance de la vigilancia y de la promoción del consumo en el centro de la moderna ciudad de Santiago. En medio de una noche que se dilata a lo largo de todo el texto, se destacan las figuras centrales de la novela: el cartel luminoso que delimita los recorridos permitidos para los cuerpos que ocupan la plaza y L. Iluminada, una vagabunda que desafía con la rebeldía de sus movimientos el régimen de la vigilancia. Asimismo, en lo que se refiere a la dimensión retórica de la novela, la imagen del cuerpo que desborda y desobedece encuentra su correlato en una escritura que tensiona los límites genéricos de la narrativa a través de la fragmentación de la trama, la inclusión de elementos provenientes de otras formas discursivas (el drama, el guion cinematográfico y la fotografía) e, incluso, la exploración de estrategias metaficcionales que se interrogan acerca de las condiciones de posibilidad del enunciado literario en sí mismo.

De este modo, Lumpérica ha sido leída como una narración brutalizada por la experiencia de haber tenido que buscar un léxico para dar cuenta de una violencia que aún hoy no puede ser explicada (Richard, 2008; Lértora, 1993; Cánovas, 2009; Rojo, 2016). Alejandro Zambra (2012), por ejemplo, desde la mirada de quienes nacieron en los primeros años de la dictadura, describe el deslumbramiento que ha significado para su generación la imagen de este texto como enclave alegórico de los silencios y los dolores que han conformado el rostro moderno de la sociedad chilena.

Es interesante atender, además, a los análisis de Dierdra Reber (2005) y Paola Solorza (2015) por cuanto advierten acerca del diálogo entre teoría y práctica literaria en la novela. En primer lugar, Reber propone una lectura del texto como una operación discursiva que anuda la reflexión teórica con la imaginación literaria en la que convergen los postulados teóricos del posestructuralismo francés (Michel Foucault, Roland Barthes y Jacques Lacan) y el feminismo de la cuarta ola (Luce Irigay, Heléne Cixous y Julia Kristeva) como “mecanismos de politización” (Reber, 2005: 450). En palabras de la hispanista, la teoría en la escritura de esta novela no se limita a las relaciones de concomitancia o semejanza, sino que funciona como un principio arquitectónico que sirve de andamiaje textual y permite explicar sus pretensiones sociopolíticas (2005: 453). Por su parte, desde la perspectiva de Gilles Deleuze y Félix Guattari, Solorza explora el uso minoritario del lenguaje dentro de la novela por medio de la representación de corporalidades marginales, la incorporación de rasgos expresivos atípicos que rompen con la cadena sintagmática y la configuración de textualidades híbridas (2015: 29). Tanto Reber como Solorza destacan la importancia del posestructuralismo francés para discutir la naturaleza del poder en la sociedad y la dimensión performativa del lenguaje en la construcción de subjetividades.

En nuestro caso, sostenemos que Lumpérica representa un complejo ensayo de escritura neobarroca que toma al cuerpo (femenino, marginal y abyecto) como clave hermenéutica a través de la cual se proyectan preocupaciones estéticas y políticas. En la convergencia de registros verbales y visuales se configura un cuerpo nómade que alude tanto al espacio de la propia escritura como al peso de la historia sobre la materialidad de la carne. Es decir, se amalgama una determinada forma de escritura con una interpretación política que opera a través de la duplicación, de la elipsis y de la exploración de las zonas de dolor. Es por ello que esta novela constituye un punto de entrada clave al universo narrativo de Eltit y preanuncia gran parte de las problemáticas que atraviesan su obra.

Por otro lado, en lo que se refiere a la conceptualización de lo neobarroco, sostenemos que, lejos de inscribirse en un enfoque diacrónico, este fenómeno se presenta como un pulsión creadora que desborda las fronteras genérico-discursivas, convive con las contradicciones y descree del valor comunicativo del signo lingüístico (Bustillo, 1996; Campos, 2006; Mateo del Pino, 2013). En relación con esto, consideramos pertinente puntualizar de forma breve algunos de los debates que atraviesan el devenir histórico de la noción de barroco. En primer lugar, este término constituye una noción axiológicamente ambivalente que a lo largo de su historia ha sido significado de maneras muy disímiles y hasta contradictorias (Kozel, 2007). Así, por ejemplo, Sarduy advierte que ciertas escuelas estéticas han tendido a identificar (muchas veces en un sentido peyorativo) lo barroco con el oscurantismo, lo estrambótico, lo excéntrico, lo barato e incluso con ciertas modulaciones del camp (1987: 149). En segundo lugar, tal como refiere Ignacio Iriarte (2017), la noción que históricamente ha prevalecido del barroco alude a una tensión entre una vocación de orden y control frente al desborde y la proliferación de los signos. El siglo xvii, en efecto, es el escenario de una serie de acontecimientos que, bajo el espíritu de la renovación, ponen en cuestión diversas ideas en torno al lenguaje, la política y religión. En otras palabras, se asiste a una redefinición de los puntos nodales en torno a los cuales se había fundado una imagen de mundo y se había pensado la humanidad hasta ese momento. En consonancia con esto, Foucault (2002) en su análisis de Don Quijote de La Mancha y de Las meninas de Diego Velázquez (1656) identifica una ruptura dentro del campo del arte que da cuenta del límite entre el imperio de la semejanza y la fundación de nuevas relaciones semiológicas. A través de distintas operaciones que atraen la mirada hacia el interior del objeto artístico, estas piezas configuran una gestualidad moderna por cuanto se repliegan sobre sí mismas y se convierten en objeto de su propia representación. El lenguaje se muestra, de esta manera, como el espacio de experimentación y de implosión del sistema de representación. En tercer lugar, en su análisis de la imagen artística en el barroco Deleuze (1989) afirma que una de sus principales derivas epistemológicas consiste en la exploración de los intersticios como lugar de enunciación y la dislocación de la noción de límite. Desde esta perspectiva, los pliegues de la materia son la manifestación de un pensamiento que entrelaza lo discontinuo y desacata los mandatos de una racionalidad objetivista, instrumentalista y binaria. En el marco de esta tensión, resulta interesante atender al modo en que se reivindica la noción de cuerpo no como un par excluido de la dicotomía espíritu-materia, sino como un territorio de operaciones en el que se proyectan diversos interrogantes referidos a los límites de la cultura y la humanidad.

Por otra parte, resulta importante atender a la caracterización que ofrece Sergio Rojas Contreras (2010) respecto de la escritura neobarroca por cuanto contribuye a pensar el modo como se vinculan la experimentación estética y otras preocupaciones políticas y epistemológicas. Para el académico chileno esta escritura puede ser pensada como la escenificación de una paradoja que, a la vez que cuestiona el universo de las apariencias (la escisión entre las palabras y las cosas), opera como una forma de exploración y reelaboración de las mismas: “La apariencia ejerce entonces su poder desvelador en la medida en que la realidad se muestra como una cifra. La paradoja es que traer a la realidad es darle la palabra a la interpretación del sujeto” (Rojas Contreras, 2010: 221). En este marco, la escritura se manifiesta como una máquina de lectura: un dispositivo intertextual que se pliega sobre sí mismo, exhibe las operaciones de lenguaje que le dan forma y, además, extiende una mirada crítica que insiste en la “incómoda” materialidad de los cuerpos y discursos que habitan las discontinuidades y los márgenes. Desde el punto de vista del contenido, las representaciones del cuerpo humano y los procesos de violencia a los que puede ser sometido constituyen un núcleo metafórico en el que convergen diversas interrogaciones referidas tanto a problemáticas sociales como a la escritura misma (2010: 20). Así, el cuerpo neobarroco en tanto imagen desdoblada de la escritura se exhibe y desborda clasificaciones, lenguajes dominantes y otros dispositivos de control.[3]

De acuerdo con lo que hemos señalado hasta el momento, en este artículo presentamos un recorrido de lectura que atiende en particular a la dimensión metaficcional de Lumpérica[4] como un recurso metafórico que explora política y estéticamente diversas asociaciones referidas al cuerpo, la escritura y los procesos de representación simbólica.

Una narración que se desdobla y se interroga a sí misma

La complejidad de la novela se revela no solo en lo temático, sino también en la yuxtaposición de planos y materiales que multiplican los puntos de vista y hacen proliferar distintas versiones de los acontecimientos sin que ninguna prevalezca. De hecho, la novela se construye a través de la repetición y reformulación permanente de un número limitado de acciones: la historia de una vagabunda, L. Iluminada, que deambula por la ciudad y se exhibe ante la luz de un cartel a lo largo de una noche. Esto produce una estructuración en abismo de la narración que insiste en lo fragmentario y en la incertidumbre como principios fundantes. Asimismo, cada uno de los capítulos de la novela se construye a través de una hibridación múltiple de géneros discursivos tales como la narración, el ensayo, el interrogatorio, el guion cinematográfico y la teatralización del proceso de representación.

A través de una escritura que se desdobla en clave ficcional y se interroga a sí misma, la novela se propone revisar de manera crítica algunos de los núcleos significantes de la tradición literaria chilena haciendo especial hincapié en las modalidades de representación de los sujetos marginados. Resuenan aquí las palabras de Rubí Carreño Bolívar cuando afirma que la narrativa de Eltit se hace cargo de una tradición que ha tendido a representar a los sujetos populares desde una matriz simbólica esencialista y estigmatizante (2013: 44).[5]

En relación con esto, es interesante advertir las relaciones que se establecen entre los movimientos de L. Iluminada y la escritura en el quinto capítulo, titulado “Quo vadis”. Sola, en medio de la nocturnidad de la plaza, la protagonista de la novela juega con su cuerpo, rueda por el pasto y “se interroga a sí misma en lenguaje poético y figurado” (Eltit, 2008a: 117). En esta escena la narración se encarga de hacer explícita la figura del público lector como imagen desdoblada del personaje principal: “Está sola y por eso su actuación es nada más que para el que la lee, que participa de su misma soledad” (2008a: 117). A lo largo de ese diálogo interno el personaje evidencia diversas actitudes que insisten en las limitaciones del lenguaje estandarizado para representar una realidad que desborda y, por momentos, parecen equiparar su accionar con el de la instancia narrativa:


Cada uno de sus signos es descifrable para ella. Podría así tejer innumerables historias tan sólo decantando la trama de su vestido gris. Desenmarañar esa hebra para extenderla como escritura en la plaza […] Subir hasta los árboles y rompiendo las ramas, completar con ellas la novela (Eltit, 2008a: 118).


En este sentido, se puede interpretar a L. Iluminada como una figura desdoblada (tanto de la instancia narrativa como del público lector) que se interroga desde el campo de la ficción acerca de sus propias condiciones de posibilidad. Estamos, así, ante una forma de escritura metaficcional que opera a través de una lectura deconstructiva de los mecanismos de producción del significado. Parafraseando a Rojas Contreras (2010), Lumpérica desnuda una paradoja neobarroca por cuanto pretende representar un escenario social determinado a la vez que pone en cuestión los mecanismos a través de los cuales se produce esa representación. Citamos, a modo de ejemplo, una de las formas en las que habla de los pálidos, en tanto sujetos marginales con los que L. Iluminada comparte la plaza:


“Porque a lo largo de este territorio asqueroso los han elegido para descarnarlos transportándolos por letras, en el estúpido procedimiento que no les revela el aura, impidiéndoles la posibilidad de empalidecer y resurgir bajo la luz eléctrica que es la única capaz de mostrar sus deslumbrantes lacras” (Eltit, 2008a: 123).


En este juego de representaciones divergentes destacamos una situación que adquiere relevancia dentro del planteo axiológico de este capítulo: la escritura del espacio público. En efecto, en este apartado se cuenta que la protagonista tiene la intención de intervenir en el cemento de la plaza a través de la inscripción de la frase “¿dónde vas?” (quo vadis?, en latín). Esta acción se realiza de manera reiterada debido a que la leyenda es borrada una y otra vez. No obstante, más allá del carácter efímero de su intervención y del modo en que la cal de la tiza quema la piel de sus manos, ella insiste en su accionar con el fin de promover un acto de lectura colectiva que interpele y comprometa con su mensaje. Hacia el final del capítulo, como en una especie de metáfora religiosa, L. Iluminada rompe su propia tiza y la reparte entre el grupo de pálidos para que ellos continúen su tarea y repliquen su mensaje.

Desde nuestro punto de vista, esta metáfora apela al carácter comunitario de la escritura como acto de resistencia que desordena la gramática simbólica de producción y control de subjetividades. Además, pone en evidencia la dimensión performática del acto de la escritura pública por cuanto convierte en actores a quienes, en un principio, tenían el rol de espectadores. La acción artística deviene, así, en un acto de transmisión de una memoria social a través de la cual la frase quo vadis? se reactualiza en la experiencia colectiva de la resistencia.[6]

Autora y personaje

La novela propone un aparente desplazamiento de las fronteras identitarias entre autora y personaje por medio de una operación de reduplicación del nombre y de la imagen. Para comprender con mayor claridad esta afirmación es importante tener en cuenta que en la publicación del libro se han incluido dos fotografías: una en la portada y otra al comienzo del capítulo octavo.

La primera corresponde al registro de una serie de intervenciones artísticas tituladas Zonas de dolor que Eltit realizó en la periferia de Santiago a comienzos de 1980. En líneas generales, esta actividad se localizó en la vereda de un prostíbulo. Estando en ese lugar la autora se encargó de limpiar la vereda para luego sentarse y leer en voz alta fragmentos de la novela (que aún no había sido editada). Mientras se ejecutaba esta lectura pública, se proyectaba en la pared el rostro de la autora. Es por ello que este elemento paratextual puede considerarse una clave de lectura que da cuenta de un juego de refracciones múltiples que hacen a la construcción de un lugar de enunciación singular. Tal como refiere Mario Cámara, estamos ante “la imagen de una imagen, la imagen de un origen (de la novela), la imagen de una zona los márgenes de Santiago […] y, por último, es también la construcción de una imagen de autor” (2019: 265).

En cuanto a la segunda fotografía, se inscribe dentro de la misma serie de intervenciones artísticas y, en este caso, registra una performance que consistía no sólo en la lectura pública de fragmentos de la novela, sino también en la realización de cortes y quemaduras en la propia piel de la autora. En el registro fotográfico, el rostro de Eltit mira de frente a la cámara en medio de una penumbra que insinúa una gestualidad tensa. En la composición de esta imagen se destaca, además, el modo en que los cortes adquieren relevancia como un acto que impacta en el público espectador y provoca incomodidad.

En ambas fotografías, la centralidad del cuerpo de la artista ejecutora responde, de acuerdo con Cámara (2019), a la necesidad de construir una identificación solidaria con los cuerpos que han sido arrasados por la violencia de la dictadura militar. En este sentido, las marcaciones en el propio cuerpo “tallarían allí una zona de dolor compartida, al mismo tiempo que construirían como un Cristo dispuesto a escenificar un sacrificio” (Cámara, 2019: 269). En el caso particular de la novela, podríamos agregar además que la incrustación del cuerpo de la autora a través de estas fotografías proponen un descentramiento identitario que, al igual que sucede en distintos apartados del texto, parece trazar una correspondencia con el personaje principal en una especie de autorrepresentación.

En relación con esto, la propuesta visual se complementa con el particular trabajo narrativo que se despliega en los capítulos cuarto y octavo. En el primer caso, el capítulo se titula “Para la formulación de una imagen en la literatura” y se organiza de manera ecléctica a través de la incorporación de fragmentos en verso, del relato descarnado de escenas de tortura y un soliloquio en primera persona que termina por fundir el nombre de la autora con la figura de L. Iluminada. En el apartado “Sus remanentes” se incluye una especie de nota autobiográfica en la que la narradora (por medio del uso de la tercera persona) se propone como materia de análisis a partir de la pregunta por su relación con la escritura:


En esos años se dividió entre la ficción y la ficción de sus oficios. Así logró equiparar la ficción deseada para lo externo, otra que no reconocía como tal y la resultante de ambas. Esta última fue designada como la propia (Eltit, 2008a: 97).


En el caso del apartado “De su proyecto de olvido” la narradora asume la primera persona y toma a su propio cuerpo y al de L. Iluminada como ejes de una serie de comparaciones que insisten en la fusión entre autora y personaje. Esto se hace particularmente explícito a través de la inclusión del nombre propio dentro del plano narrativo: “Su alma es ser L. Iluminada y ofrecerse como otra/ Su alma es no llamarse diamela eltit/ sábanas blancas/ cadáver./ su alma es a la mía gemela” (Eltit, 2008a: 105). En ambos apartados es dable señalar cómo la figura de la narradora/ autora se ofrece a sí misma como objeto de análisis y comparación.

Así, es posible advertir en este gesto el modo en que gravita la pregunta acerca de la imagen de la literatura como un cuerpo que se exhibe, que sufre maltratos, que cuelga de cabeza y, sin embargo, resiste: “Para ese nuevo amanecer de una imagen en la literatura en que se expresa cabeza abajo colgando de su cuerpo luminoso. Una cabeza de perfectas dimensiones rapada a todo lo largo” (2008a: 94).

Por otra parte, en el capítulo octavo, titulado “Ensayo general”, la propuesta visual de la segunda fotografía se complementa con un trabajo narrativo que explora el valor conceptual de las marcas corporales como representación metafórica de la escritura. En este sentido, se destaca cómo en el diálogo hipermedial entre imagen y texto se ejecuta una operación que disloca, de nuevo, la distinción entre autora y personaje. Además, el cuerpo y la escritura se significan como superficies plurales social e históricamente situadas sobre las que se inscribe una infinidad de discursos: “Sones arcaicos se entremezclan en su arte: reconocibles citas. Registro de traza antigua también en su arquetípica plana; la hoja sobre la cual se escribe la marca” (185). En otras palabras, se formula una imagen de la literatura como un campo de citas que se reelaboran de forma permanente. En relación con esto, advertimos que la narración despliega una serie de movimientos que se repliegan sobre sí mismos y se convierten en objeto de su propia representación.

Del cuerpo a la escritura

Dentro del recorrido que hemos planteado hasta el momento, destacamos cómo en el primer capítulo se establece una equivalencia entre quemadura y agencia literaria: “Y su mano abierta sobre las llamas cambia de color, también su cara se reviene […] El nuevo daño se ha producido y por ella otros daños comparecen. Se ha abierto otro circuito en la literatura” (Eltit, 2008a: 43). En esta imagen se realiza una referencia indirecta al poema Accidente de Rosario Castellanos: “No, no temí la pira que me consumiría/ sino el cerillo mal prendido y esta/ ampolla que entorpece la mano con que escribo” (Castellanos, 2012: 291). En ambos textos, el atentado contra el cuerpo se significa como una seña de identidad literaria que desafía los mandatos de la estética predominante y se lanza a la exploración de las sensibilidades disidentes. La imagen de la mano que se quema o del brazo que se hiere se entiende, así, a la manera de un corte significativo sobre una superficie de conocimientos cristalizados u homogeneizados. Esto alude también a un posicionamiento estético barroco/barroso que focaliza en la discontinuidad de la diferencia como signo de identidad. Tal como se explicita en el octavo capítulo: “Así este quinto se inscribe sobre (o bajo) la epidermis quemada, que se ha vuelto a ciencia cierta barro, barrosa, barroca, en su tramado” (Eltit, 2008a: 182).

Otra de las metáforas que gravita a lo largo de la novela se refiere al frotamiento de los cuerpos. En efecto, durante la noche los pálidos llegan a la plaza y se suman a una orgía bautismal que tiene como fin otorgar un nombre a cada uno de ellos. En este marco, L. Iluminada convulsiona y, a la vez, procura cargar de erotismo sus movimientos.

El frote, en tanto signo que hace foco en las superficies vitales del cuerpo, constituye, de acuerdo con Barrientos, “una de las formas para disponerse en la escena, producir el movimiento de los cuerpos y el inicio de la escritura” (2019: 131). Además, este mismo movimiento se utiliza en un juego de referencias intertextuales al comienzo del capítulo ocho, “Para la formulación de una imagen en la literatura”:


Entonces
Los chilenos esperamos los mensajes
L. iluminada, toda ella
Piensa en Lezama y se las frota
Con James Joyce se las frota
Con Neruda Pablo se las frota
Con Juan Rulfo se las frota
Con E. Pound se las frota
Con Robbe Grillet se las frota
Con cualquier fulano se frota las antenas (Eltit, 2008a: 91)


En este caso, el gesto del frote desplaza de la escena literaria una serie de nombres canonizados por una tradición académica de corte falocéntrico y los recoloca en el espacio del deseo y el goce de la corporalidad. Al igual que sucede con los cortes en la piel o con las quemaduras en las manos, se formula aquí una imagen de la práctica literaria como una provocación sistemática que coloca al cuerpo como principal clave hermenéutica desde la que se lee e interroga el mundo. Esto supone una conceptualización de la corporalidad como parte de una discursividad social –política e históricamente condicionada– sobre la que se proyectan y dirimen relaciones de poder (Eltit, 2008b; Cabrera, 2019). En este sentido, es posible identificar una gestualidad barroca que difumina los límites de un arte que va del cuerpo a la escritura y de la escritura a la vida.

A su vez, consideramos significativo atender a la dimensión simbólica que adquiere el modo en que la protagonista maniobra el espejo y su propia cabellera por cuanto permite relevar y comprender algunas ideas que atraviesan el planteo axiológico de la novela. En primer lugar, la manipulación del espejo refracta, de alguna manera, la organización general del texto puesto que coloca a la protagonista como centro de múltiples operaciones de duplicación de sí misma: “Miró su rostro largamente, incluso ensayó una sonrisa […] Se miró desde todos los ángulos posibles. En un momento lo dejó apoyado sobre el borde de la baranda cercana para observar desde el suelo su rostro” (Eltit, 2008a: 225). En segundo lugar, L. Iluminada exhibe con goce ante el régimen lumínico de la plaza los huecos en su cuero cabelludo y las huellas de los cabellos que quedan. En consecuencia, esta escena en la que se produce de manera abrupta y poco prolija el corte de la cabellera se manifiesta como un desafío a los mandatos estéticos de la femineidad estandarizada (Reber, 2005) y, sobre todo, al mandato de equilibrio y regularidad. Estamos, otra vez, ante una imagen duplicada de la novela como exploración de los límites genéricos de la narración.

Conclusiones

A lo largo de este artículo hemos desarrollado un itinerario de lectura en torno a la primera novela de Diamela Eltit, Lumpérica (2008a), como pieza inaugural de una estética estrechamente vinculada con la corriente del neobarroco. En este sentido, calificamos a la novela en términos “laboratorio”, es decir, un territorio simbólico sobre el que se ejecutan diversos ejercicios de montaje y experimentación que revisan a contrapelo las formas de construcción de la representación verbal. Así, desde los protocolos de la ficción, la novela materializa diversos interrogantes acerca de la dimensión política de la escritura en un escenario social convulsionado por la omnipresencia de la vigilancia y el terror.

En este marco hemos podido corroborar la centralidad que adquiere el cuerpo como espacio estratégico de configuración y confrontación conceptual. De este modo, tanto el cuerpo de la protagonista como el cuerpo mismo de la narración constituyen el referente predominante a lo largo de todo el texto. Como en un juego que desplaza el deseo, la escritura se sostiene sobre la corroboración de su fracaso ante la necesidad de captar a través del lenguaje los límites de un cuerpo que fluye y rehúye de las categorizaciones. La práctica literaria se manifiesta, así, como un ejercicio siempre desplazado por nombrar aquello que se escapa, ese resto inaprehensible del lenguaje.

Por otra parte, otro de los núcleos de sentido que atraviesan la lectura de la novela se refiere a la disonancia y subversión del cuerpo de la protagonista frente al régimen estético y político dominante de la plaza en la que acontece su historia. En este sentido, Lumpérica puede pensarse como una contracartografía de la resistencia y como una operación alegórica que se interroga acerca de lo que la literatura y el arte en general pueden llegar a ser. Sostenemos que este texto configura una contracartografía debido a que, por medio de la exploración de cuerpos y escenarios que se desmarcan del ordenamiento estético y político dominante, contribuye a una representación crítica que expone las zonas de carencia y contradicción del discurso social y tiende a expandir los límites de aquello que se entiende como lo comunitario. En esta misma dirección, la novela ofrece diversas instancias metaficcionales que se proponen revisar a contrapelo no sólo una breve colección de nombres propios consagrados en el canon de la literatura, sino también la materialidad de la escritura.

Desde esta perspectiva, es importante señalar que la narración despliega una serie de metáforas que tienden a señalar la comunión entre formas verbales y violencia. Así, la pregunta por las formas del lenguaje insiste en señalar la dimensión histórica de los signos como un cuerpo que carga sobre sí los síntomas de las luchas, las victorias y los silencios sobre los que se funda el orden social. Como sugiere Eugenia Brito (1990), los cortes en la carne se pueden leer como la contracara de los cortes que se ejecutan en la página, en la materialidad del texto. De este modo, se comprende la necesidad de explorar formas diversas de la escritura (incluyendo a la dimensión narrativa del propio nombre de la autora) para imaginar otras formas de vida.

Al reformular una de las interrogantes que aparece en la novela, nos preguntamos cuál es la imagen de la literatura que se desprende o formula a lo largo de la lectura de este texto. Desde el punto de vista estético, sostenemos que la novela da cuenta de una experimentación compleja que reúne diversas tradiciones discursivas, prácticas artísticas e imágenes en la exploración crítica de los límites genéricos de la narración. Esto constituye una forma de cuestionar también los límites de lo representable. Del mismo modo, la novela también puede ser leída, de acuerdo con sus modulaciones metaficticias, como una formulación en clave ficcional de problemáticas vinculadas con el lugar del arte y la cultura en sociedades atravesadas por el terror, la violencia y la censura. La novela lee, en este sentido, su tiempo.





 

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Notas

[1] Diamela Eltit (Santiago, 1949) es Licenciada en Letras por la Universidad de Chile. Ha ejercido como docente de la Universidad Tecnológica Metropolitana y como profesora invitada en las universidades de Cambridge, Columbia, Berkeley, Stanford, Washington y Johns Hopkins, entre otras. En el campo artístico, fue una de las fundadoras del Colectivo de Acciones de Arte (CADA) a fines de los 1970, movimiento que tendió a reformular y rearticular las relaciones público-obra y arte-política en el marco de la censura y el terror de la dictadura. Su obra narrativa comprende las novelas Lumpérica (1983), Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), Vaca sagrada (1991), Los vigilantes (1994), Los trabajadores de la muerte (1998), Mano de obra (2002), Jamás el fuego nunca (2007), Impuesto a la carne (2010), Fuerzas especiales (2013) y Sumar (2018), además de las crónicas y testimonios El padre mío (1989), El infarto del alma (1994), Crónica del sufragio femenino y Puño y letra (2005). Ha publicado además cuatro libros que recopilan ensayos y artículos de su autoría: Emergencias (2000), Signos vitales (2008), Réplicas (2016) y, más recientemente, El ojo en la mira (2021).

[2] Respecto de la noción de neobarroco, Severo Sarduy (1987) advierte que a lo largo de la segunda mitad del siglo xx es posible identificar en el campo cultural latinoamericano un retombée o una resonancia neobarroca caracterizada por la falta de armonía, la parodia, la teatralidad y la subversión de los signos en una representación descentrada del mundo. En este marco, el término “neobarroco”, a la vez que advierte acerca de la contemporaneidad de su carácter, reclama una memoria histórica que instala en el presente el gesto crítico del barroco histórico: el cuestionamiento generalizado a las formas del lenguaje y el desacato frente a los mandatos utilitaristas de la economía burguesa. En este horizonte de preocupaciones estéticas y políticas, la misma Diamela Eltit (2016, 2021) en sus ensayos ha contribuido a la construcción de una genealogía dispersa y heterogénea de escrituras neobarrocas entre las que se destacan las figuras de Manuel de Cervantes Saavedra, Samuel Beckett, Néstor Perlongher y Pedro Lemebel, entre otros.

[3] En el caso específico de Lumpérica, es interesante advertir que, a lo largo de toda la novela, el cuerpo de la protagonista es como un signo complejo y en permanente mutación a través del cual se inscriben tanto los mandatos del luminoso como las estrategias de subversión a estos lenguajes por medio de movimientos dislocados que interpelan a la comunidad de la plaza (Solorza, 2015; Cabrera, 2017; Barrientos, 2019).

[4] Para referirnos a la metaficción nos remitimos a los estudios de Mario Rojas, quien se refiere al carácter autorreflexivo de la narrativa en los siguientes términos: “[…] el texto mimético y representacional da paso a una escritura auto-representativa y narcisista que se vuelve sobre sí misma para reflejarse como producto (enunciado), como producción (enunciación) o como conteniendo los fundamentos de su propia crítica. Esta escritura autorreflexiva genera una dinámica intratextual que impone un nuevo modo de recepción, presuponiendo un lector mucho más activo cuya reconstrucción del mundo imaginado refleja el acto mismo de su creación, ecuacionándose así el proceso de lectura con el de escritura” (1985: 86).

[5] “A una narrativa que ya era poderosamente femenina y feminizante le agrega una dimensión pública, política. No se trata de sacar a parrandear y después votar a los rotos presentes en la narrativa de María Luisa Bombal, Marta Brunet y José Donoso en la chingana armada por el patrón. No es una cuestión de representación, es decir, de continuar con el criollismo mental, pero esta vez hablando el lenguaje de la vanguardia. Mercedes Valdivieso (La brecha, 1961) y otras escritoras de la generación del cincuenta en Chile ya habían representado el mundo de la calle y la oficina, pero sin hablarle en el camino. Diamela Eltit no sólo sale a la calle, la ocupa. En su narrativa expone que no hay intimidad ni exposición, adentro ni afuera; ni siquiera hay vino, ni baile, más bien espasmos producto de corriente y escenarios en los que él y ella bailan la cueca nacional, pero atados a la parrilla eléctrica en la que ella termina bailando la cueca sola” (Carreño Bolívar, 2013: 43).

[6] La frase latina Quo vadis? remite a la tradición cristiana. En el año 64 d.C. el emperador Nerón emprendió una persecución contra los cristianos y, por ello, Pedro decide huir de Roma. En las afueras de la ciudad se encuentra con Jesucristo cargando una cruz y le pregunta “Quo vadis, Domine?” [¿Dónde vas, señor?]. El otro le responde “Romam vado iterum crucifigi” [Voy hacia Roma para ser crucificado de nuevo]. Avergonzado por esta situación, Pedro decide volver a Roma y enfrentarse contra el emperador. Por otro lado, desde la intersección entre arte y antropología, Diana Taylor (2015) define a la performance como una episteme, un acto de transferencia que encarna de manera dinámica memorias y espacios diversos.




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El laboratorio neobarroco: "Lumpérica" de Diamela Eltit
Por Mario Federico Cabrera
Universidad Nacional de San Juan, Argentina
Publicado en Empossibilia. Revista Internacional de Estudios Literarios. No. 24 (noviembre 2022).