por Germán Carrasco Vielma
Cyber 
          Humanitatis, Nº 20 (Primavera 2001)
          
En términos 
          generales y groseros, durante los gloriosos ochenta, momento en que 
          bajo la pesadilla autoritaria  se 
          experimentaban profundos cambios culturales, había dos poéticas 
          dominantes. Por una parte estaba la neo-vanguardia con un discurso 
          inteligente y hermético que proponía al lenguaje como protagonista del 
          texto político. Por otra parte estaba la baratija panfletaria. 
          Comienza entonces a publicar una promoción de poetas que se emparenta 
          con el primer grupo, también tributario del discurso lihneano: 
          oraciones subordinadas, imágenes crudas, retratos de la urbe y su 
          sexo, por nombrar tres rasgos. Sólo para situarnos, metemos a algunos 
          de ellos en un mismo saco (perdonadme) dentro del cual estaría 
          Guillermo Valenzuela, Malú Urriola, Sergio Parra y V. H. Díaz 
          (faltan). Este último acaba de publicar su tercer libro.
se 
          experimentaban profundos cambios culturales, había dos poéticas 
          dominantes. Por una parte estaba la neo-vanguardia con un discurso 
          inteligente y hermético que proponía al lenguaje como protagonista del 
          texto político. Por otra parte estaba la baratija panfletaria. 
          Comienza entonces a publicar una promoción de poetas que se emparenta 
          con el primer grupo, también tributario del discurso lihneano: 
          oraciones subordinadas, imágenes crudas, retratos de la urbe y su 
          sexo, por nombrar tres rasgos. Sólo para situarnos, metemos a algunos 
          de ellos en un mismo saco (perdonadme) dentro del cual estaría 
          Guillermo Valenzuela, Malú Urriola, Sergio Parra y V. H. Díaz 
          (faltan). Este último acaba de publicar su tercer libro.
Las 
          costumbres, nuestra manera de relacionarnos y el paisaje experimentan 
          cambios que a veces no advertimos, cambios grotescos como rejas altas, 
          como si durante la noche hubiesen realizado una cirugía plástica en la 
          ciudad. Construyeron un complejo deportivo/ sobre nuestro 
          territorio apache. Le tiñeron el pelo a la ciudad para mostrarla 
          al forastero. Así, la ciudad oculta su negra vellosidad, su agresiva 
          belleza. Pero no hay ansiedad en la descripción objetiva de estas 
          transformaciones, porque a cambio del llanto y la denuncia, hay 
          imperturbabilidad y distancia en la mirada serena del voyeur, hay 
          sutileza en sus primeros planos: el escupo en el suelo, se amolda/ 
          a las ranuras de la baldosa, o: El tañir de la botella 
          desechable en la pisadera nos distrae, o: Las flores 
          artificiales también florecen, pero en invierno, su polen es el 
          musgo.
Se trata también de una mirada de fascinación, de 
          lirismo genuino, como quien ve las cosas por primera vez, el sexo por 
          ejemplo, o como el que sencillamente posee otro ritmo para contemplar 
          las cosas, porque es un niño o un inmigrante peruano o latino en 
          Estados Unidos: -Aquí nada se parece a mi país,/ahorita nomás 
          llegué y me jode el frío. O alguien que está bajo el efecto de una 
          droga.
          No hay juicios de 
          valor, los poemas se limitan a PRESENTAR las costumbres insólitas, los 
          detalles aparecen como síntomas del tiempo y sus sinopsis de la 
          muerte. Estos detalles son ampliados por una lupa o por el registro 
          vouyerista del oído. No se trata de hablar de celulares o cambios en 
          la arquitectura, esto no es un tratado sociológico, sino de instalar 
          una cámara (no, no de aquellas) de ser una cámara (I’m a 
          Camera, como decía el beat Bob Kauffman).
La ciudad es la 
          mujer que se muestra teñida al forastero, ella es arribista y 
          paranoica, ni siquiera es una bella golfa, la bella durmiente. La 
          ciudad es una mujer, y una buena biografía se escribe con el cuerpo, 
          en el cuerpo. Acerca del cuerpo cito el poema Menú ejecutivo: La 
          especialidad: ensaladas/ la dieta perfecta que de una generación a 
          otra/ intenta borrar con delgadez/ todo rasgo vulgar. Pero están 
          también las reinas de la noche y las musas, cito Las bellas 
          durmientes: se arropa entre dos flores jóvenes dormidas /las que como 
          en un juego de cartas/ doblan su apuesta de soledad/ al hablar en 
          sueños con desconocidos.
La musa es el sueño de la poesía, 
          es la Doralisa de Hernán Miranda Casanova despedazada por el tren. Eso 
          ocurrió con la poesía, quizá al poeta le sea dado re-ensamblar todos 
          esos trozos de belleza desperdigados sobre los rieles, quizá esos 
          trozos sanguinolentos sean las llaves que abrirán la puerta a ese 
          bello cuerpo voluptuoso cuya desnudez añoramos aguantando el llanto. 
          Así sella el libro Víctor Hugo Díaz. Piensa en la mujer sobre las 
          vías/ Piensa en sus miembros que se desploman/ primero uno y otros 
          después/ pero casi al mismo tiempo/ un solo golpe que no termina de 
          caer/ el pesado manojo de llaves.