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Literatura, lectura y desarrollo

por Diego Muñoz Valenzuela
En El Mostrador, 1 de julio 2005


Chile es un país pequeño, y su mercado para la literatura –utilizando la nomenclatura neoliberal, ya que analizamos la industria del libro- es también pequeño, quizás aún más si lo comparamos con otros “consumos de bienes culturales”. Esto lleva necesariamente a que la venta de libros sea limitada, con los evidentes efectos para los escritores, que reciben el 10% de las ventas informadas (excluyendo el IVA, por cierto). Si a esta situación desmedrada de los creadores literarios agregamos la carencia de fuentes de trabajo específicas, premios, becas y estímulos para publicar y crear, queda claro que los escritores constituimos un gremio que enfrenta serias dificultades.

Literatura y lenguaje están íntimamente relacionados, el conocimiento de la primera, la lectura literaria asimilada como actividad permanente, lleva al desarrollo del segundo. Y el lenguaje viene a ser uno de los factores más relevantes del desarrollo económico de un país, ¿qué duda puede cabernos? Sin embargo, las encuestas del año 1980 en adelante nos informan persistentemente acerca del deterioro de la lectura en Chile. La reciente encuesta del INE (2004) aclara que sólo el 39,7% de los santiaguinos leyó un libro el último año. Las bibliotecas de la mayoría de los hogares acomodados no superan los 50 ejemplares. En el 40% de los hogares más pobres no hay un solo libro. Cifras aterradoras. Y hay más.

Explicaciones hay muchas. Una de ellas radica en la falta de tiempo que caracteriza a nuestra “postmoderna” sociedad. El exceso de trabajo, los horarios extensos, la baja productividad que impera en el medio (ojo, ostentamos el récord mundial de improductividad laboral), más el culto al “irse lo más tarde posible” para dar apariencia de esforzado, y los largos y lentos desplazamientos a través de la ciudad, conforman un cuadro familiar. El agotado trabajador llega a casa para buscar entretención fácil antes de caer en un sopor que intelectualmente no se diferencia demasiado de su día “activo”. No llega a leer, sino que a ver televisión, ojalá un programa insulso, que le arranque risas fáciles mediante el simple expediente de repetir letanías chabacanas. O sangre, balas, sexo, competencias, “realitys”, toda la gama de la obviedad mediocre que impera en nuestra televisión. Peor aún se ponen las cosas, si consideramos la operación real de nuestro sistema educacional, que refleja –año tras año y de manera hasta ahora irreversible- un deterioro en las capacidades de comprensión de lectura y expresión oral y escrita. Me da la impresión que los profesores no se distancian de los promedios estadísticos; leen poco o nada, repiten una y otra sus clases como letanías, sin añadir nada nuevo, obligan a los estudiantes a leer textos atroces o inadecuados (en vez de buscar textos actuales, que despierten su interés).

Mis hijos reclaman con frecuencia debido a la fomedad de los libros que los hacen leer; parece que tales textos fueran el resultado de una subespecie de escritores dedicada a producir historias para idiotas, más que para niños o jóvenes. He leído muchos de estos libros, algunos vernáculos, y he sentido auténtico pavor. No se puede pretender educar a los niños concibiéndolos a priori como descerebrados. Leer idioteces sólo puede complacer a un estúpido, con suerte. Un niño, con mayor razón un joven, puede leer cualquier libro que le resulte entretenido, estimulante, que le abra nuevos mundos. Pero si la mayoría de los profesores del ramo no leen literatura actual, ¿cómo van a enseñarles a sus alumnos este universo paralelo, desconocido?

Por regla general, los escritores no somos invitados a escuelas y liceos de nuestro país. Por cierto que hay excepciones honrosísimas; hay profesores que con increíble tenacidad y esfuerzo se dan maña para hacerlo. Pero no existe una política pública contundente en este aspecto. ¿Cuánto bien podríamos hacer los escritores visitando las escuelas, hablando con los alumnos, dándoles a conocer la producción literaria actual, incitándolos a leer y escribir? Y no se trata de una actividad imposible, lejana, propia del primer mundo, porque en países como Argentina, Brasil y México existen programas que financian compras de libros y visitas de escritores, incluso el perfeccionamiento de los maestros.

Con la mitad del mercado hispanoamericano en manos de seis enormes grupos editoriales transnacionales, la pequeñez de nuestro país se acentúa aún más. ¿Cuánto podemos interesarle a estos grandes consorcios, cuyo objetivo final son las ventas y los márgenes para satisfacer las ansias de los inversionistas? ¡Cuán diferente resulta esta situación respecto de las pequeñas editoriales alternativas, donde se mantiene el interés por la novedad, la experimentación, la rebeldía de los escritores, donde el amor por el libro es lo fundamental! Precisamente son estas editoriales las que invierten en el descubrimiento de los nuevos escritores, las que permiten el flujo de lo nuevo; en cambio las grandes empresas se aplican principalmente a la publicación de textos de probada efectividad, que son “colocados” mediante un marketing que no se diferencia de las campañas de cualquier otro objeto de consumo.

Los medios de comunicación consideran cada vez menos a la literatura en sus espacios: la crítica de libros casi ha desaparecido, con afortunadas excepciones por cierto; o bien se opta por los ámbitos farandulescos, las riñas entre escritores, las ofensas y las descalificaciones, y –mejor aún- el canibalismo.

En resumen, podemos concluir que hay una carencia generalizada de espacios culturales específicamente vinculados al libro, y que la cantidad de estímulos a los creadores es, más que insuficiente, precaria. No hay incentivos para exportar literatura, a modo de ejemplo: para traducir obras y publicarlas fuera del país (para lo cual existen editores interesados). La empresa estatal Correos de Chile cobra una tarifa recargada para el envío de libros al extranjero (se les trata como encomiendas), lo cual acentúa las dificultades para dar a conocer la literatura chilena en el exterior.

La carestía de los libros no explica por sí misma el desinterés en la lectura, pues otros bienes culturales bastante más caros se venden con furor (por ejemplo, los discos de cantantes populares que se venden por decenas de miles). Además, nuestras bibliotecas públicas han experimentado un sostenido mejoramiento de su infraestructura, colecciones y sistemas de atención, lo cual debe constituir un orgullo para el país (si bien es preciso profundizar y desarrollar estos logros).

Los lectores que no puedan adquirir libros encontrarán material del mayor interés en las bibliotecas públicas de todo el país, si es que éstas no llegan a ellos antes, a través de medios tan ingeniosos como efectivos (lanchas, aviones, buses, trenes, motonetas). Como es natural, bajar los precios de los libros tendría una influencia positiva, pero no resolvería el problema de fondo, que reside en la actitud y el interés de las personas, la carencia de valoración social de la literatura, el déficit educacional y los efectos nocivos de las tendencias dominantes en los medios de comunicación.

Así las cosas, no constituye novedad declarar que en Chile se continúa deteriorando el manejo del lenguaje como efecto de la caída en los niveles de lectura, y de una manera muy importante por el efecto de los medios de comunicación de masas. “Ser un buen lector no constituye en Chile un indicio de cultura ni otorga prestigio social”, afirma Pedro Gandolfo.

Se estima que el promedio de palabras que utiliza un chileno es de 600, aunque conozco demasiados casos que no alcanzan la mitad de esta cifra menguada. Esto no sólo explica el empobrecimiento en la capacidad media de expresión, sino que –más grave aún- se correlaciona con una falta de comprensión del mundo que nos rodea, incluso con la imposibilidad de hacer ciertas distinciones, de darse cuenta de la existencia de algunos fenómenos o situaciones en curso que pueden estar afectándolos en forma tan seria como negativa. Esta es la verdadera gravedad del asunto.

Entre cognición y lenguaje existe una relación directa: nombramos a las cosas que nos interesan, aquellas con las cuales trabajamos en forma más directa, ya sean concretas o abstractas. Si no tenemos un nombre para algo, es porque no nos interesa, porque no nos sirve para nada, sin que ello implique un sesgo peyorativo, porque el criterio de servicio puede enfocarse en un amplio rango: desde lo más pragmático y material, hasta las abstracciones más puras. Buena muestra de lo anterior se demuestra en los bajos niveles de lectura de nuestros ejecutivos y gerentes, alarmante indicio para el desarrollo económico del país, en manos de tecnócratas que no tienen capacidad de comprender lo que leen.

Una civilización que se orienta preferentemente hacia lo material, sin dejar tiempo para la reflexión, la lectura o la simple conversación, se dirigirá de manera inevitable hacia el deterioro y la simplificación del lenguaje, y por ende a la degradación de nuestra inteligencia, definida como grado de conciencia y comprensión de nuestro ambiente. Se impone el lenguaje degradado, empobrecido al máximo, convertido en herramienta primaria, despojado de sus elementos superiores de abstracción, y se condena así, de paso, a la mente humana a un empobrecimiento similar, íntimamente imbricado con aquél.

La pobreza del raciocinio, la superficialidad del pensamiento, se correlacionan con el discurso chabacano y pobre. El mundo pasa ante los ojos de los observadores como una película en fast forward, sin tiempo para análisis profundos, sin posibilidad alguna de extraer lecciones o aprendizaje de esta mirada, sin hacer más que las mínimas interpretaciones que permiten continuar con la existencia precaria, a proseguir con el rito absurdo de una existencia sometida al arbitrio de prioridades elementales.

Es preciso luchar para defender el idioma, su capacidad de expresión, su riqueza y pluralidad. De ello depende en enorme medida nuestro progreso futuro en materia económica, social y espiritual. No nos podemos dar el lujo de no poner la cultura, el lenguaje y la literatura en la ecuación que describe nuestro destino como nación.

 

Diego Muñoz Valenzuela es escritor y miembro de la corporación Letras de Chile

 

 


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Por Diego Muñoz Valenzuela.
Fuente: El Mostrador
1 de julio de 2005.