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El abulón es un ojo que se abre al dolor
A propósito de El impala rojo, de Antonio León

Por Daniel Rojas Pachas


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El impala rojo de Antonio León sumerge al lector —uso este verbo de forma premeditada— pues si bien estamos ante un poemario punk con todo y soundtrack. Un road trip o errar por el desierto en un chevy impala rojo como la arena que surca y que nos lleva de inmediato a pensar en Hunter S. Thompson y en la lisérgica pánico y locura en las Vegas de Terry Gilliam. Imaginario que podemos tener preconcebido por el cine, el stoner rock y la literatura de Cormac Mccarthy.

Códigos y matices que remiten al naranja del atardecer y al ocre paisaje -tonos cálidos y monocordes - al final chiches estéticos y lindes estereotipados que poco parecen tener que ver con el mar, sin embargo, el poemario de León violenta en todo sentido, con irrisión y estridencia cualquier ápice de monotonía.

Tono acorde.
Tonada repetida y
tonalidad uniforme

El impala rojo, que podemos pensarlo también como una excéntrica criatura abisal, nos zambulle en un medio acuoso y perlado.

"en los baches de la carretera escénica
la cáscara del mar supura luz"

El azul plata de los abulones.
Esos moluscos con forma de oreja, de cotizada carne y peligrosa pesca. Al abrirlos nos revelan una especie de cerebro pues bajo sus coloridas corazas subyace una maleable viscosidad difícil de aprehender.

Carne y movimiento inasibles como la figura de Leigh Bowery. Uno de los viajantes del impala rojo. El performista australiano es invocado por la poesía y podemos imaginarlo con un vestido, mejor aún travestido con un traje desconcertante y bondage hecho con abulones incrustados a su piel.

"en la arena   el artista de performance
escoge piedras dulces
para un atuendo

en la arena   el artista de performance
se raspa la cara
con una rata de mar petrificada"

(...)

"Leigh dice tener el vestuario indicado para una colisión de placas tectónicas. Un hermoso vestido con abulones en los chacras, lo ha visto en un canal de televisión New Age".

Genial resulta pensar a Bowery como un arma cargada dispuesta a acribillar el buen gusto y la normalidad, cual Beretta de cacha enjoyada con concha de abulón.

Máquina y carne, el impala y el arma vestidos con perlas. Todos los caminos remiten a un territorio en continua mutación: cuerpo y velocidad.

Bowery irrumpió con el mismo frenesí la escena de moda y el under de Londres en los ochenta y lo dinamitó.
En el prólogo al libro, Ángel Ortuño trae a colación un cruce explosivo entre Mick Jagger y Bowery en la pista de baile de una apócrifa fiesta.
Ambos intercambian insultos. Uno llama al otro raro, el otro le grita jódete fósil.

Tanto el desierto como el mar, están repletos de criaturas extravagantes, alimañas, esqueletos y cosas muertas. Sin embargo, son topografías que hemos querido encapsular. Representar desde una mirada cómoda. Los poetas han contribuido a crear espacios sublimes y cercos seguros para el desierto, el océano y cuanto ecosistema han contaminado con sus versos.

"Salvador Novo dijo que no retiraría uno solo de sus elogios al océano. Él estuvo alguna vez en la Baja California, o eso dijeron los libros de texto. Estar de visita no es una tarea ardua, lo difícil es quedarse a vivir respirando esta brisa. Cada que estornudo, recuerdo aquel libro de viajes. Salvador Novo no querría vivir aquí, probablemente ni siquiera hablaba de este mar. La verdad es que nadie habla de este mar y sus temperaturas que congelan los tobillos. Si volteas hacia el lado azul, verás la estupidez inexorable del mar y sus predadores naturales, los poetas".

La función estatal y estática de la palabra.

El poemario tensiona las imágenes de postal, esas estampitas turísticas que parecen imágenes sacralizadas, tierra santa y efigies para alimentar el folclore provinciano y una cómoda noción de belleza.

"varios pilares de mármol
y unos santos que nunca van de spring break"

(...)

extremidad
que parece tapa de iglesia
con piel rugosa
dentro de la cúpula

Frente a ese imaginario defenestrado, lo sacro y ruinoso, emerge otro tipo de estampa, el daguerrotipo descolorido, fotostáticas que no hacen justicia a lo cromático del ambiente.
Me permito hacer aquí un mix tape con las imágenes que va dejando al paso el Impala Rojo.

"La postal no ha podido igualar el naranja del horizonte. La mano que hace el color sobre la foto pasa por alto las vistas desde el acantilado. Aquí se inventaron los cortes en el paisaje".

(…)

"el sentimiento
    de que
tanto los atractivos naturales
    como
la infraestructura  turística

se han ido a la mierda"

Y esto pues los colores son también peces que se rebelan sobre el cuadro. Lucian Freud, el nieto de Sigmund Freud entra en escena. Otro viajante del impala.

Sus cuadros dan cuenta de los pliegues y límites de la carne, la degradación del cuerpo, su obsesión con los desnudos, los autorretratos y más importante aún las pinturas que inmortalizaron a un Leigh Bowery desnudo en toda su inmensidad. Compañeros en la vida real, Freud tomó a Bowery como su inspiración y pintó cuadros que tratan de contener la irrefrenable personalidad del transformista. El impala rojo los pone en la carretera, los confronta y los coloca en fuga como si fuesen Thelma & Louise. Bajo esas tensiones que delatan la frágil homeostasis del medio ambiente se construye el caos y lo frenético del storyboard que es El impala rojo de Antonio León. Road poetry que Russ Meyer podría haber filmado.

"Finalmente en Baja California todo se hunde"
Corte de escena - fade to black. Comienza a sonar Recharge & Revolt

Antonio León abandona los derroteros destinados al lugar común, las rutas transitadas y las zonas de confort que aman los “turistas de la escritura, esos aprendices ineptos, los meros curiosos que circulan (...) falsos niños con sus canastillos de arena en el jardín”.

El Impala rojo es un viaje híbrido de largo aliento por una Baja California atestada de puntos de fuga y rutas escénicas.
El gran motor de su poesía es un maremoto que arrastra TODO -pulsiones y paisaje, máquina y cuerpo, rostros y sonidos- con velocidad y éxtasis.


 

 

 

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El abulón es un ojo que se abre al dolor.
A propósito de El impala rojo, de Antonio León.
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