Desde que renuncié por evidencia de la edad y los avatares de la vida a considerarme
“poeta joven” —aunque hay quien afirma que Sergio Muñoz, Edo Jeria y Rodrigo Arroyo,
nacimos viejos—, asumí, medianamente consciente, una especie de distancia respecto a
la lectura de esa avalancha de nombres, libros y gestos que nuestra sociabilidad literaria y
el micromercado editorial que la alimenta, rotula como “jóvenes”. Y es que la proporción
geométrica de eventuales actores que aparecen en una escena difusa es mareante y
sideral, avasalladora y apelando siempre a una preeminencia mediática de sospechosos
pergaminos. Para cualquier cristiano —o lector común: aunque no sé si exista semejante
animal, hoy por hoy— en este instante, estar “informado” de lo que acontece en la poesía
chilena que escriben los autores de menos de 30, es querer hacer un esfuerzo entre
etnográfico y darwiniano: se echa de menos, no un crítico que desmantele tanto mito con
una palabra racional y de buen sentido, poseedor de un sano autoritarismo como pedía
Eliot en Tradición y talento individual —cosa a la que no me opongo para nada, aunque
creo que en este país eso sería más difícil que el advenimiento benjaminiano del Mesías—,
sino, más modestamente, a veces noto que hace falta una especie de Claudio Gay o
Ignacio Domeyko que ayude a orientar al lector desprevenido acerca de tanta familia,
grupo, etnia, tribu o raza que pulula entre provincia y ese Santiago, capital de no sé qué,
como bien dice el viejo Rojas, y que nos muestran una diversidad que impacta a la vista y
los sentidos.

David Villagrán
Cuando los editores de Marea Baja me pidieron unas palabras para
presentar Solsticios de David Villagrán acá en Valparaíso, sin conocer al autor y movido
por una curiosidad que removió mi macilente pereza de viernes en la noche, me di cuenta
o caí en la cuenta de lo que declaro en las líneas anteriores: ¿es posible intentar inscribir
en un mapa de lectura una obra primera que no primeriza en uso lingüístico y verbal, y ser
justo con ella? Yo, que prefiero leer a los poetas de antes del 50 donde me hallo en casa y
feliz; ser invitado a leer por instancia generosa de Juan Santander y Rodrigo Arroyo, este
libro, ha sido una experiencia de la que no me arrepiento.
En Villagrán —y otros ya lo han señalado mejor que yo— hay un apasionamiento por el
lenguaje, un regusto por la verbalidad que no teme exponerse a los límites de lo cursi, de
lo enrevesado y de lo malamente calificado como culterano. En eso, veo yo un riesgo
—palabra fetiche que forma parte del repertorio bien pensante del magro círculo crítico— riesgo, digo, en una sociedad poética joven como la nuestra con una idolatría por la
anorexia verbal —la pretensión de ser objetivistas marca pauta en varios/as— y que revela,
pienso yo, una pasión por el gimnasio de la retórica de lo mínimo que al parecer pretende
darnos, en una bandeja de madera, a esa realidad siempre escabullible, sin mediación,
sin conflicto —que no significa que trate temas conflictivos—, con una celeridad muy
de Spa santiaguino. Afortunadamente, educado y perteneciente a los 90 —el raquitismo si
bien despierta mis simpatías, no es beneficioso para mi salud al menos.
Todo esto para ver en Villagrán una generosidad y un lujo verbal como pocos. Y poco
sería si agregara a ello un manejo formal del verso —qué difícil es el verso blanco entre
nosotros— que me parece envidiable, como asimismo una sana y bien tejida trama de
alusiones a la literatura clásica con guiños para esos escasos lectores que espero
superen la magra estadística de los estudiantes de literatura. En esto Villagrán no se
tienta con una eventual épica, cosa que le sienta mucho mejor a Marcelo Guajardo
Thomas, sino más bien busca y detecta esos instantes de cristalización lírica que implican
una referencia permanente a ese adentro que llamamos conciencia, subjetividad o yo.
Eso no es menor: ahí se detecta, a mi parecer, una bisagra importante de este libro: la
irrenunciable articulación de una subjetividad que no teme vérselas con su propio
derroche verbal que no es tal derroche, sino configuración de su sentido y su trama.
Por otro lado, pienso que en Solsticios si bien, en apariencia, predomina el sonido ante el
sentido, uno puede aguzar su percepción y darse cuenta de que uno no va sin el otro, que
la música verbal nos hace apreciar la irrenunciable necesidad de gozar de la poesía sin
culpabilidad, sin mala conciencia. Goce, placer: eso celebro en Villagrán, algo que los
poetas de menos de 30, me parece han replegado a las anécdotas de alcoba o de
atraque barrial con un trasfondo de anime japonés. Porque el goce y el placer son
instancias para nada económicas, siempre develan señorío, generosidad y buen gusto.
Nada de ese feísmo de herencia vanguardista que nos obliga a ver en el vómito una
belleza medusea para la que prefiero a Baudelaire o a los surrealistas. Para nada, en
Villagrán, ese goce es belleza: tanto para los sentidos, como belleza para la percepción,
belleza que se consume y consuma en un gesto antieconómico de gratuidad lingüística
que pocos se atreven a plantear como articulación de una poética que se trasluce libre y
sin complejos de pleitesía para con una retórica de época, predecible en sus
coordenadas. En eso no hay cálculo, no hay esperanza de retribución, sólo otorgamiento.
Bien se ve que Villagrán ha leído a los españoles del Siglo de Oro, a los barrocos y a los
latinoamericanos de la estirpe de Lezama, Rosamel, Rojas y el surrealismo de la
imaginación y el verbo creador. Claramente a Bello, entre los de mi promoción. ¿Pero
importa eso realmente —a menos que quisiéramos escribir una ponencia para algún
congresillo de pretensiones nacionales— insisto, importa indagar esas filiaciones? Creo
que la poesía inventa su propia trama de reflexión, su propia configuración de sentido y se
vuelca sobre sí misma de un modo que rehúye toda apoyatura que ponga en entredicho la
gratuidad de su otorgamiento. Eso es distinto a ser inconsciente —y Villagrán no lo es,
todo lo contrario: lucidez en el placer: rara combinación—, pues aquí no hace falta catálogo
alguno, ni muleta teórica que cite a Foucault o Agamben para justificar lo que se justifica
solo. El mar se demuestra, pero nadando, nos dice el viejo Rojas. Por ello ha sido un
placer para mí leer Solsticios, sabiendo que no me ahogaré al surcar su mar, mar dibujado
como pocos en esa página que ya se aparece más amarilla que límpidamente blanca.