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Transitar lo inestable:
Sobre la narrativa inquieta presente en «Santiago, otra visita» de Eduardo Cobos


Por Natalie Israyy
Publicado en BARBARIE, 28 de mayo 2025


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No es necesario viajar muy lejos para salir de o llegar a Santiago. En mi caso, voy y vuelvo —casi siempre— desde el interior de la quinta región, desde San Felipe. No es extraño, entonces, que me concierne lo de “otra visita”. Ser visitante implica la acción de ir a ver, hacer una especie de inspección (oficial o informal), es decir, guarda mayor relación con el ojo, con el sentido de la vista, con la capacidad de observar y atender cuidadosamente eso, el objeto que convoca, el lugar al que se asiste. Y es esa también la misión del contador de historias: sabernos guiar a través de su ojo.

Santiago produce contradicciones no solo oculares. Por ello, a la vez, se le quiere y se le odia. No hay otra forma de relacionarse con ella. Santiago es como el azúcar, hace bien y hace mal. Da y quita. Alimenta y desnutre. Como todo centro, da esa sensación de moverse en círculos, de ser parte de un torbellino cuyo vórtice te atrae y te expulsa, en un movimiento que es centrípeto y centrífugo al mismo tiempo: Caribdis atragantado. Y esta urbe, como todo dios o todo monstruo, ha sido creada contra su voluntad.

Eduardo Cobos

En los relatos escritos por Eduardo Cobos, Santiago es un lugar de ambigüedades. Aunque antes de llegar hasta la metrópolis chilena, primero establece una distancia que en el mapa podemos identificar desde muy lejos, en Venezuela. Mientras la Caracas que se nos presenta en el primer relato, “Sunset Boulevard”, resulta un espacio que, aunque también lidia con los problemas de ser una capital —es decir, cuenta con los recovecos por donde lo incorrecto se cuela, los intersticios que van contra la moral del Estado, donde habita el mercado sexual, el consumo de drogas y la diversidad—, esta pareciera gozar de una cierta unicidad cultural donde las diferencias están menos marcadas que en, sorpresa, Santiago de Chile.

El fracaso amoroso del protagonista de origen chileno lo lleva a un último estado de resignación que abre una pregunta: ¿qué viene después? Y la respuesta implicará un tránsito. Pero antes de avanzar hacia el siguiente relato, y al tránsito mismo, quisiera destacar la imposibilidad del narrador/protagonista por ocultar su nacionalidad: se le cuela el chilenismo en medio de la jerga venezolana y queda al descubierto. Frases como “se metía perico” seguida de “era, sin duda, la que avivaba la cueca” da cuenta de la permanencia de un Chile que no se aparta de quien enuncia. El lenguaje que lo ha habitado se asoma en la narración y es una capa más del devenir migrante.

Pero este primer sujeto no es el único que sufre los efectos de ser chileno. Otros personajes soportan decepciones, se agotan de sus propias búsquedas, o se sacrifican a ellas. En el segundo relato titulado “El corvo”, el marco contextual dictatorial permite dar cuenta de un medio no sólo violento sino también encarnizado que afecta al protagonista, quien se ve forzado a volver desde Venezuela a Chile en medio de la persecución política y cultural. En el paisaje, las cordilleras se vuelven más presentes y se tornan el escenario donde el personaje central debe tomar decisiones, reposicionarse frente a la brutalidad dictatorial del Estado, y también ante habitantes cuya capacidad de odio y sed de sangre resultan abrumadores.

Todo esto ocurre, al decir de Pablo Aravena, “en pequeños pueblos en donde pareciera que se encuentra a Chile en estado concentrado, allí donde la pequeña escala lo vuelve todo más abusivo, violento y abyecto, lugares en donde los principios que irradió la Junta Militar se acoplaron solidariamente a las costumbres más arraigadas de un país en el latifundio” (lemondediplomatique.cl). Frente al ímpetu de la urgencia política ¿cómo se compromete un retornado? ¿Pueden seguir sosteniéndose las medias tintas? ¿Qué trae consigo el recién llegado que pueda aportar en la lucha contra el despotismo sanguinario? Quien lea el relato, podrá saber cómo se responde a estas preguntas.

En el cuento a continuación, las polarizaciones políticas tienden a diluirse después de la dictadura, porque la ciudad es un espacio que evita mostrar su herida. Santiago mete todo debajo de la alfombra, pero no puede esconder su dolor. Por eso los espacios contraculturales son nichos que se codean con el partido comunista. La narración que da nombre al libro, “Santiago, otra visita”, se desarrolla en los años noventa/dosmil y la capital chilena es el lugar donde una contracultura literaria emergente no puede dejar de replicar los estereotipos tanto del ser literato como del que está relacionado al medio.

La figura de Pedro Lemebel se trasluce en este texto que coquetea con la crónica, haciendo un juego de traslapes narrativos para hacer mención de uno de los cronistas nacionales más importantes de nuestra época y, a la vez, usar al formato para dar cuenta de la relación del narrador con el espacio físico y cultural del periodo: “Santiago se había convertido en el sitio de donde no debí haber salido, pero con seguridad era un espacio intangible al cual ya nunca más regresaría” (Cobos 55) dice en primera persona su protagonista.

Luego los tránsitos siguen sucediendo, porque, no olvidemos, es este un libro inquieto. En cada cuento ocurren muchas cosas. Pareciera que, en un espacio reducido; toda violencia, todo deseo, todo encuentro y toda vergüenza se amalgaman en la necesidad de relatar un yo estuve aquí, pero ya no estuve más, y entonces volví y estar puede significar algo, o puede carecer de sentido. Santiago es el lugar desde donde se parte y hacia donde se vuelve. En su calidad de origen, guarda en sí misma la contradicción del viajero que se siente turista en su propia tierra, o que hace de la nación ajena una propiedad personal, el famoso “no soy de aquí ni soy de allá” o lo que la norteamericana Rebecca Solnit ha desarrollado en Wanderlust: A History Of Walking (2000).

En la introducción al trabajo de investigación sobre el acto de caminar y la relación con el espacio, dice la autora que “los paisajes, urbanos y rurales, originan relatos” (Solnit 17). De este modo, la circulación de los personajes que conocemos en estos cuentos abre historias en la medida en que abren caminos. Por antonomasia toca volver entonces al “Caminante no hay camino” de Antonio Machado, solo que, en este caso, para poder construir las historias, los protagonistas de Eduardo Cobos se ven obligados a volver a andar las rutas que habían dejado atrás, porque esa es la piedra de Sísifo del migrante, el ir y venir.

Por ello el siguiente relato, “Hotel Quintero”, conserva en sí mismo la nostalgia de las vacaciones en un lugar recurrente, las visitas familiares, la idea de ser extranjero en tu propia tierra en ese gesto de visitar a la parentela y darse de frente con rutinas, historias y hábitos diferentes. Coincido con la lectura de Mauricio Tapia en la reseña “La calle es una selva de cemento. Sobre «Santiago, otra visita» de Eduardo Cobos” (carcaj.cl), quien destaca este cuento como uno de los mejores logrados dentro del libro.

Lo que Mauricio releva es el tono de aventura juvenil enmarcado en la belleza del balneario popular chileno en pleno invierno, cuando la fluctuación de turistas es baja. Dice Tapia: “En ningún momento se nos dice algo como ‘antes las cosas eran mejores’, sino que provoca una cierta envidia al lector de vivir en una realidad menos frenética y llena de ruido visual como la de hoy. Pero esta envidia se rompe al notar que todo ocurre bajo la sombra de Pinochet y sus soldados”, y aunque estoy plenamente de acuerdo, lo que más agrada de este relato es el tufillo a Tom Sawyer que detenta, porque incluso el horror no logra perturbar la belleza de la relación entre los protagonistas. Luego del momento de mayor tensión en el relato, queda la sensación de que ambos personajes cuidan los afectos mutuos y deciden no afectarse por lo vivido. Es una raya más al tigre. La complicidad sostiene la relación entre los dos, un código compartido en ese jugar de visita/local.

El último relato viene a cerrar la idea de que nos hemos enfrentado a una lectura inquieta. El recurso polifónico pretende mostrar distintos puntos de vista de una fiesta que ya no es en Santiago. Como en un sueño, hemos vuelto a Caracas, a su gente, su jerga, su forma de fiesta. Mauricio Tapia dice que el libro le sonó a salsa, de principio a fin, sobre todo el primer y el último relato, y claro, la apertura y cierre del libro suceden fuera de Chile, en una Venezuela que transversaliza a su población: no importa tu lugar jerárquico en el mundo, allí todos son justos y pecadores. Por otro lado, Juan Manuel Mancilla en su presentación “Pasajeros en tránsito perpetuo hacia ninguna parte” (viajeinconcluso.cl) ha destacado la hibridez, la unidad temática que une a los relatos y la relación fracaso-cuerpo que pesa sobre los personajes, mientras que Pablo Aravena ha puesto el foco en los horrores de la dictadura chilena concentrados en “El corvo” y “Hotel Quintero”. De manera que es el relato llamado “La antorcha” donde se concentran todos estos elementos mencionados tanto por Tapia como por Mancilla y Aravena: fiesta, exceso, búsqueda de un éxito que se diluye, cuerpos dispuestos a la violencia. A todo tipo de violencia. Pero me gustaría agregar lo que he venido recalcando a lo largo de esta revisión: el movimiento es central en la narrativa de Eduardo Cobos.

Ya sea como viaje de ida y vuelta, como cambio de casa, como la apertura sigilosa de caminos para la lucha contra una tiranía atroz, la pesquisa de cuñas interesantes de literatos, una visita al primo en la costa o los sucesos dentro de una casa en medio de una celebración pseudoacadémica; todo en Santiago, otra visita es pasar, mover, transitar. Es una narrativa del transporte y del trasfondo. Es fácil determinar la relación estrecha con la generación Beat, sobre todo con Kerouac y Cassady, porque su propuesta fue la del viaje. Hace poco vi la versión audiovisual de Queer, la novela de William Burroughs, en manos de la sensibilidad erótica del cineasta italiano Luca Guadagnino. Recordé cuando leí En el camino y la obsesión de los yankis por probar drogas nuevas y sostener la mirada exótica sobre Latinoamérica. Por eso, aunque haya algo de Beat en la escritura de Eduardo, no está esa distancia impersonal de la mirada gringa. Todo lo contrario.

Al leer la propuesta de Eduardo Cobos, da la impresión de que siempre hay un mundo de afuera y un mundo de adentro. No quiero hablar de Lyotard y de metarrelatos, sino más bien de afectos y tránsitos, porque los mundos interiores de estos personajes conectan de alguna manera con los mundos de afuera, los visitan. Si afuera está la dictadura, adentro están las anécdotas, la familia, los amigos. En este adentro los afectos movilizan a los personajes y los hacen inquietos. Demandan un meneo. Entonces sí, hay salsa caribeña, pero también bolero, cumbia, marcha militar; un conglomerado de sonidos que se correlacionan con la mixtura y densidad de cada personaje.

Entrar al libro Santiago, otra visita, implica sumirse en una escritura alborotada, de sucesos bullidos; es estar dispuesto a finales inesperados, a no saber exactamente hacia dónde se dirige cada relato, lo que se agradece en esta era de tanta serie con guion predecible. En esa inquietud, en ese afuera y adentro, en ese movimiento centrípeto y centrífugo es al lugar que nos invita la escritura de Eduardo Cobos. Santiago puede ser el centro, pero, al final, no importa tanto. Es un punto más entre tanto vórtice. La posibilidad de que siempre sea, en el horizonte, otra visita.

 


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