Santiago, otra visita (Caracas: Fundarte, 2024), de Eduardo Cobos, es un conjunto de cinco relatos breves con ciertos grados de interdependencia entre sí, aunque cada uno, claro, con su propio universo y ritmo. Los espacios habitados son disímiles: Caracas, Santiago, Quintero. El tiempo: los años setenta, ochenta y siguientes. La dictadura militar de Pinochet y la democracia tutelada de los noventa en Chile, tal vez los años inmediatamente anteriores al chavismo en Venezuela. Protagonistas jóvenes que leen, escriben, nunca terminan sus tesis; jóvenes lanzados a la vida que participan de fiestas interminables e intentan sobrevivir una existencia intelectual en medio del caos generacional o el aburrimiento. Personajes algo desencajados, como fuera de escena, pero llenos de vitalidad en medio de una maraña que signa sus trayectorias vitales de manera crítica, siempre con un libro en la mano. Y con un lenguaje que se desenvuelve con soltura en el vaivén de los usos coloquiales del habla venezolana y chilena. Cinco relatos llenos de vida, de frescura, de intensidad, de apertura a la posibilidad de una conversación sin límites, imponiendo un ritmo otro para detener los compases de las rígidas jornadas de estudio o trabajo a las que pareciéramos demasiado acostumbrados.

Eduardo Cobos
El primer y último cuento cifra su atmósfera en Venezuela. Los tres restantes en Chile. En el relato que abre el libro, "Sunset Boulevard", una tortuosa y juvenil relación amorosa caraqueña está mediada, más allá de los excesos del alcohol o las drogas, por las lecturas literarias que siempre imponen un fondo, un piso o un cable a tierra. El narrador de ese relato y de casi todos los demás no es solo alguien que siempre está leyendo cosas, sino también que escribe. Y ese será, siempre, su espacio de redención. Por sobre cualquier otra cosa, por sobre la difícil juventud, las relaciones filiales o las necesidades materiales, por sobre todo tipo de desborde, va a ser la lectura y la escritura el modo de catalizar la existencia de estos personajes. A menudo precarizados, los personajes de estos cuentos van a encontrar en la producción de un pensamiento intelectual una manera de ralentizar el frenesí vacío de un tiempo que ya empieza a mostrarse neoliberalizado en la difusa trama de los ochenta y noventa, y que empuja a formas de vida a los cuales los personajes se resisten.
En otro relato, titulado "Hotel Quintero", es posible apreciar el cambio de época que marca la trayectoria de dos primos, entre niños y adolescentes, durante unas vacaciones de invierno en la ciudad costera. Premunidos de un kayak inflable se la pasan a mar abierto junto a las rocas y pasean por cuevas y acantilados. En un momento, son enfrentados por la soberbia de un grupo de jóvenes, hijos de militares, quienes los atacan con patadas y piedras y les dicen que se vayan del lugar, como creyéndose los dueños del balneario. La controversia recalca la forma de vida que ya comienza a entroncarse en el país y que los jóvenes aprenden a descifrar a golpes, en carne propia: la violencia, la impunidad y el pisoteo del otro como forma de desplegarse en la vida.
En "Santiago, otra visita", relato que da título al conjunto y cuyo enunciado recuerda un cuento de Francis Scott Fitzgerald llamado "Babilonia, otra visita", un narrador algo desencajado, de vuelta a Chile a finales de los noventa, quiere entrevistar a Pedro Lemebel, se encuentra con personajes como la expresidenta del PC Gladys Marín o con Enrique Symns, un escritor argentino por entonces radicado en Chile y que colaboraba con The Clinic, y vuelve a redescubrir una ciudad que no le parece tan distinta de la que había conocido varios años atrás. En medio de los intentos por atrapar al escritor se van colando algunas intervenciones narrativas que van signando las transformaciones de la vida cotidiana en el ya Chile democrático:
Con la Marín hablamos de la situación política, o más bien la escuché hablar con esa retórica calmada pero vehemente, que aseguran la ha acompañado desde la juventud. En un momento del diálogo expresó que Chile era uno de los países en el cual más horas se tiene que trabajar para subsistir. El número de enfermedades mentales a causa del exceso de trabajo había aumentado considerablemente, este es un país alienado, añadió, y la gente puede caer en la autoexplotación porque se desespera.
La visita, aunque el narrador intente negarlo, es prueba del cambio de vida que ha sufrido el país durante los primeros años de recuperación de la democracia. Por más que el narrador intente convencerse de que todo sigue más o menos igual, el ánimo que lo mueve da a entender que ya no hay vuelta atrás y que algunas cosas ya percibidas se han acentuado:
La gente a menudo estaba por hacer alguna cosa de importancia: un negocio, una compra, una venta; en fin, muchas cosas a la vez. Era muy latoso convencer a los conocidos y amigos, o por lo menos intentarlo, de que Santiago no se había transformado mucho. Me había ido justo al término de la dictadura, cuando me daba lo mismo cualquier lugar, y estaba de vuelta como una especie de turista. Les decía que solo se podían apreciar unos cuantos edificios más altos, incontables malls y autos nuevos; pero todo sigue parecido, en el mismo subdesarrollo de siempre y la mentalidad idéntica.
Este es el tono que más resuena en estos cuentos, mezclado con sardónico humor: una voz aguda, escéptica, con la mirada distante que proporciona el punto de vista crítico. En el ida y vuelta de un país a otro, en el proceso de transculturación que vive, el personaje queda atrapado en ese entre-lugar que no es tanto aquí ni allá. Una especie de interregno que lo define y explica gran parte de sus desafectadas intervenciones. Este personaje, parecido al del cuento de Scott Fizgerald en lo que tiene de desadaptación y deseo de redención, resulta transversal a casi todos los cuentos. Con matices, es más o menos el mismo: un joven estudiante entre sociólogo, periodista o historiador; desconfiado, observante, indagador; que nunca concluye sus trabajos, ensayos o tesis, o los finaliza con muchas dificultades y pesares, y que siempre está rearmando o encauzando su vida hacia un horizonte con sentido y sensatez, apegado a los contextos históricos en los que le ha tocado desenvolverse.
En el quinto relato, titulado "La antorcha", el personaje-narrador logra concluir un ensayo al que ha titulado "Piar en la historiografía". Es un texto sobre Manuel Piar, héroe de la independencia venezolana. Pero me gusta pensar el título de dicho trabajo de otra manera, desde un desvío que me parece significativo y que, creo, puede dar luces sobre una de las miradas recurrentes de estos relatos que se cuela entre anécdota y anécdota, entre peripecias y situaciones narradas. Me refiero a una concepción de la historia que tiene que ver con las trayectorias vitales de los personajes que se incrustan con el tiempo histórico que aparece como fondo, haciendo preponderantes formas como el recorte biográfico, el relato condensado de un acontecimiento pequeño o próximo, la crónica o la anécdota, desprovistos de contemporaneidad. Todas estas textualidades se sobreponen al curso de los grandes acontecimientos históricos que se supone envolverían a todos de manera más o menos homogénea. Se trataría de una forma de narrar más próxima a la microhistoria. Curiosamente, el ensayo titulado así es uno de los pocos que logran cerrarse y ser presentados en público. Aunque no sin cierta ironía, también, en un espacio académico con casi nula retroalimentación por parte de las seis personas que escuchan la lectura de las diecinueve páginas leídas por el joven estudiante.
Pero también, de manera impertinente, acaso caprichosa —como señalé—, pienso en el piar más allá del nombre propio del héroe, en el piar que es un cantar de aves, así como también de manera coloquial, según la RAE, un llamar, un clamar con anhelo, deseo e insistencia por algo. Valiéndome del nombre del militar histórico, paso de la historia a la literatura, del nominalismo a las palabras en su relación con las cosas, como confirmando que las corrientes de los relatos más profundos e interesantes, el discurrir de la lengua, la coralidad de estos pájaros informes y desordenados, insistentes y apasionados, el furtivo devenir de personajes más bien a la deriva, un poco al estilo de Los subterráneos de Jack Kerouac, resultan ser más potentes y contemporáneos que la historia sobriamente oficial y documental de los grandes anaqueles. Ese impío piar en conjunción con la metáfora lumínica de una emblemática antorcha que no hace pensar sino en el proyecto literario que el propio Cobos dirige, la revista digital La Antorcha Magacín, sería el modo escogido por el autor para signar los difusos límites del cambio de época y los acontecimientos a los cuales asiste como testigo: las transformaciones de los modos de vida en el paisaje latinoamericano de fines del siglo XX, simbolizados en espacios como Caracas o Santiago, por sobre los cuales se siente, ante todo, desafección e incredulidad. Mediados por el desplazamiento, estos relatos buscan iluminar algunas de las zonas oscuras de un tiempo que parece irse indefectible y vuelve a traer con frescura algo que también ya parece perdido hoy: la capacidad de contar.
Agua Santa, enero 2025