Jorge Edwards
 
 


Discurso al recibir la medalla "Gabriela Mistral"

LA RESPUESTA A GABRIELA MISTRAL


Luego de regresar de España, donde recibió el máximo galardón de la lengua castellana -el Premio Cervantes-, el escritor Jorge Edwards fue homenajeado por el Presidente de la República, Ricardo Lagos, con la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral, máxima distinción que otorga el Gobierno de Chile a quienes se han destacado en el ámbito de la cultura.



Por Jorge Edwards


Me siento profundamente honrado al recibir la Orden al Mérito Gabriela Mistral de manos del Presidente Ricardo Lagos y de la ministra de Educación, Mariana Aylwin. Es el reconocimiento al trabajo de escritor que otorga un gobierno democrático y, por lo tanto, respetuoso de la cultura y de las libertades que ella exige, y lleva el nombre de una de las grandes poetas de nuestra lengua, el de una gran creadora y una maestra en el sentido más amplio de la expresión. Gabriela pertenece a la especie muy escasa de los poetas de pensamiento, los poetas en que la emoción y la inteligencia orientadora son inseparables, en que la palabra es síntesis de experiencia humana, de conocimiento y de enseñanza, y tengo plena conciencia de que recibir esta distinción constituye un motivo de orgullo legítimo, duradero, además de un serio compromiso.

He sido lector de Gabriela Mistral, en su poesía y en su prosa, desde mi adolescencia, y ahora me propongo intentar una muy breve respuesta a una pregunta y un enigma en apariencia sencillo, pero en realidad complejo e intrincado, que ella me planteó en los comienzos de mi vida de escritor. Cuando recibió mi primer libro, ocho cuentos reunidos hace ya cerca de cincuenta años en una pequeña edición privada, Gabriela Mistral, una de sus primeras y más atentas lectoras, se declaró preocupada por el pesimismo que parecía desprenderse de aquella páginas de adolescencia y juventud. Pensó, según el testimonio recogido en forma directa y cercana por Hernán Díaz Arrieta, que entraba en nuestra literatura una visión de las cosas demasiado negra, desengañada, y por eso mismo, y por venir de un autor de las generaciones más jóvenes, inquietante. Gabriela era la gran pedagoga y el gran personaje moral de las letras de nuestro idioma. Había sido reconocida con reticencia, con clásica distracción, con dificultad, por nuestros mundos oficiales y académicos, pero su influencia se proyectaba mucho más allá de nuestras fronteras, de manera que el Premio Nobel de Literatura había sido una consagración previsible. Ahora, en esta circunstancia solemne y a la vez cordial, entre perosonas de autoridad, pero benévolas y amigas, no me parece inoportuno comenzar con una breve reflexión acerca de esta mirada o, si se quiere, esta lectura que hizo Gabriela de unos textos juveniles, y con un esbozo de respuesta a esa inquietud que ella manifestó de pasada y que probablemente olvidó de inmediato.

La gente de mi tiempo comenzó a escribir después del criollismo y del naturalismo, después de una voz épica que se instalaba "antes de la peluca y la casaca", vale decir, antes de la historia, en los espacios del primer día de la creación. Nosotros, desde luego, habíamos leído Tala y Canto General, pero también leíamos Residencia en la Tierra. Y habíamos conocido en plena juventud a Kafka, a William Faulkner, a Jean-Paul Sartre y Alber Camus. Se dijo a menudo que teníamos una noción aguda de la decadencia de las clases chilenas, pero esto a mí me pareció siempre un lugar común, una síntesis un tanto simplista. Creo, en cambio, que teníamos una conciencia crítica extrema y que no nos resignábamos a seguir los destinos supuestamente normales que se nos ofrecían. En estas condiciones, el presente se nos hacía muy difícil de tragar, pero tampoco podíamos comulgar con un futuro , con unas auroras recorrids por ruedas de carreta. Estábamos en cierto modo paralizados, condenados a realizar un esfuerzo permanente e inútil, a vivir en la extrañeza, como el personaje de Camus, y tendíamos a refugiarnos en la escritura como marginalidad, como exclusión. Gabriela Mistral, con su extraordinaria percepción formativa y ética, reconoció esta carga de negatividad en unas pocas páginas y no se equivocó. Uno tiene la impresión, ahora, de que la vocación literaria era una forma deliberada de inadaptación, un deseo de no ingresar en el orden propuesto para la edad madura, además de la intuición adelantada de un conflicto social que ya se colocaba en el centro del escenario.

El conflicto enteramente previsible y tan poco previsto se produjo al fin, a toda orquesta, con ruido, con escandalosa brutalidad, con fanatismos encontrados, con explosiones de odio. Algo habíamos intuido en nuestra escritura, pero nos habíamos quedado muy cortos. salíamos del país donde nunca sucedía nada, de ese mito, de ese invento a coro, y nos encontramos de pronto con un país irreconocible, donde todos los dramas antiguos se reproducían. Ahora, al cabo de alrededor de treinta años, empezamos a recuperar el pulso normaly nos restregamos los ojos, como si todavía no lo creyéramos. Mi reflexión particular, no ajena a aquella primera intuición de Gabriela, es más o menos la siguiente. Confiamos en los comienzos en el arte literario en estado puro. Nos sedujo el problema de las estructuras novelescas, el de los puntos de vista narrativos, el de la obra como creación autónoma, dotada de leyes propias, independiente incluso de su propio creador. Pero mi experiencia de lectura y de escritura, en último término, me indica que hay un are, un elemento que no se percibe de inmediato, que muchos no perciben nunca, y sin el cual, sn embargo, más allá y hasta en contra de toda teoría, el texto literario carece de su simpatía, de su gracia, de su capacidad profunda de comunicación. No sé definir este componente de la literatura en forma redonda y completa, pero lo veo como humanidad, como algo cercano a la sonrisa amable, parecido al sentimiento de la compasión. Si quisiéramos explicar la superioridad de Miguel de Cervantes en el Quijote, tendríamosque recurrir precisamente a esta virtud más o menos indefinible, propia de la distancia narrativa, que va más allá de la pura lucidez y se instala en el terreno de la gran sabiduría humana. La creación de personajes sólidos, autónomos, dotados de vida propia, deriva de esta intuición que no se detiene en la pura mecánica narrativa. Es, a mi juicio, el secreto de la novela moderna, género híbrido, impuro, condenado por cada generación a morir, pero que revive de sus cenizas a cada vuelta del camino.

Mi respuesta a la inquietud de Gabriela de hace casi medio siglo va por aquí. Por evidentes que sean mis limitaciones, me he mantenido fiel a algo que se podría llamar el epíritu narrativo, en la ficción y en la literatura no ficticia, he tratado de respetar la autonomía y la verdad de mis personajes. He creído más bien poco en la imaginación pura, que a menudo me ha parecido tramposa, he confiado mucho más en la fermenación y el desarrollo interno de la memoria, lo cual supone, en defintiva, un respeto de los hechos, del pasado, de los universos ajenos: una construcción del personaje con sus tres dimensiones y hasta con su sombra, con sus matices. Esto, al cabo de los años, a través de un trabajo sostenido, me ha ayudado, quizás, a salir de lo negro absoluto, de aquel dominio de la negatividad que inquietaba tanto a Gabriela, y me ha permitido hacerlo sin necesidad de tragar sapos o ruedas de carreta, como catarsis y como encuentro con el resto del mundo. Ahora, en el examen retrospectivo, diviso percepciones difíciles y esenciales de esta especie en momentos claves de nuestro último medio siglo literario: por ejemplo, en la noche de El lugar sin límites, donde algún muñeco de José Donoso, a pesar de su ambigüedad o en razón de ella misma, adquiere su dimensión más humana y patética, o en la fiesta huasa, de pata en quincha, de alegría carnavalesca, de algunos versos de Nicanor Parra.

¿Significa todo esto que hemos ingresado a otra etapa de la literatura chilena, a una en que se vislumbra una lucecilla en el final del túnel? Es bastante probable que sí, aun cuando los escritores no estamos aquí para dar recetas de ninguna especie o para aunciar soluciones globales. Las novelas, los poemas líricos, los ensayos de reflexión auténtica, de duda, de conjetura, no pueden producir efectos inmediatos, tangibles,en aquello que llamamos la realidad. Sólo acompañan de lejos, a su manera, con significados siempre opacos, nunca traducibles a palabras más simples, nunca reducibles, los procesos históricos y sociales. Pero acaban por introducir, desde su ángulo excéntrico, como espejos deformados que caminan a lo largo de un camino más bien tortuoso, para hacer la parodia de una imagen clásica, un elemento de conciencia, una visión un poco más amplia y en el fondo más solidaria, un factor de confianza en los seres humanos. Es, por lo menos, mi intento de respuesta a la mirada severa y al reproche amistoso que me dirigió un día, que nos dirigió en su escritura y nos sigue dirigiendo con su ejemplo, desde la otra orilla, Gabriela Mistral.


en Artes y Letras de El Mercurio
21 de mayo de 2000


 

 
 

 

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