.................................... JORGE EDWARDS

LECCIÓN DE COSAS


En este ensayo, el autor analiza los profundos cambios que ha experimentado la generación literaria a la que él pertenece. Variaciones reflejadas en la perspectiva narrativa, en sus fuentes y finalidades, indican que los escritores de su generación han dejado de lado la novela criollista y regionalista, cuyos representantes, además de otras peculiaridades, denotaban cierta disociación entre experiencia personal y el estilo de sus obras. Esta nueva generación, en cambio, ha elegido el surrealismo articulado, en desmedro del realismo social. Ha preferido un lenguaje más propio y creativo. Héroes caídos en desgracia o antihéroes pueblan ahora esta narrativa que, con una actitud nostálgica casi utópica, diferenciando espacios geográficos y dislocando tiempos históricos, aspira a convertirse en parábola, y no ser, simplemente, mero reflejo del intolerable presente.

..... Cuando comencé a escribir en mi adolescencia, a fines de la década del cuarenta, el mundo literario oficial estaba dominado en Chile por la llamada novela criollista. Casi todos sus autores, en forma escalonada y sin excesivos tropiezos, habían obtenido el Premio Nacional de Literatura. Sus principales textos se habían incorporado a las antologías y a los programas estatales de enseñanza. En las tertulias, y hasta en el paisaje urbano, uno tropezaba con las figuras características de un Luis Durand, un Mariano Latorre o un Eduardo Barrios. Augusto D´Halmar y Joaquín Edwards Bello, que habían ensayado formas narrativas algo diferentes, ya sólo escribían artículos para los periódicos. Uno los veía pasar por la calle en calidad de reliquias, de leyendas vivientes. El Manuel Rojas de entonces, el de Lanchas en la bahía y El vaso de leche, anterior a Hijo de ladrón, daba la impresión de un epígono un poco modernizado.
..... Nicomedes Guzmán y Juan Godoy, los novelistas de la generación del 38, que cultivaban una mezcla curiosa de populismo e imaginismo, habían conseguido ocupar un espacio marginal, conocido por minorías. No se podía ignorar a los grandes poetas, pero su obra era objeto de una recepción más bien dividida, irritada, burlona. Cuando Vicente Huidobro, en años anteriores, publicó su revista Ombligo, Alone habló en El Mercurio del autor de una publicación tan invisible y tan insignificante como la parte del cuerpo que designaba con su nombre.
..... Desde mi perspectiva de esos años, la obra de los criollistas o regionalistas, que leí más que nada por obligación escolar, planteaba una dicotomía curiosa, un fenómeno semejante a una esquizofrenia. Había una evidente disociación entre la experiencia personal de estos novelistas y su escritura. Todo lo contrario de lo que uno encontraba en las páginas de un Proust, de un Faulkner, de un James Joyce. Esa "cualidad de la experiencia", de que hablaba Joyce, brillaba en las páginas de nuestros regionalistas por su ausencia casi completa. Eran profesores universitarios, funcionarios públicos, sumergidos en la vida y en los problemas de la clase media urbana, que salían de fin de semana al campo, armados de un cuaderno de apuntes y dedicados a cumplir con un trabajoso programa. En sus narraciones aparecería un minucioso inventario de nuestras costumbres campesinas, nuestras formas populares de hablar, nuestros paisajes, nuestra flora y nuestra fauna. Eran textos lentos y opacos, como lo son, inevitablemente, todos los inventarios, pero se pensaba que cumplían una función social y se les otorgaba el reconocimiento público adecuado. Siempre sospeché que había en todo esto una advertencia implícita dirigida al joven aspirante: no es lo mismo ser escritor que ser escritor chileno. Si la descripción de la aldea, en lugar de conducimos a la universalidad, nos convertía en notables de la aldea, estaba bien y teníamos que resignarnos. Con la salvedad de que el programa, la norma, nos obligaba a salir de nuestra verdadera aldea, que era, en realidad, un barrio de la ciudad de Santiago.
..... Desde los comienzos, por reacción contra ese ambiente, renegamos de los novelistas chilenos mayores, proclamamos nuestra perfecta indiferencia frente a ellos, y seguimos una línea de lecturas personales, heterogéneas, más o menos excéntricas: Rimbaud y James Joyce, Aloysius Bertrand y Jules Laforgue, Kafka y Jorge Luis Borges; la poesía de Residencia en la tierra, la de Ecuatorial y Altazor; parte de la obra de Gabriela Mistral, sobre todo los poemas iniciales de Tala; algunos textos de nuestros escritores de vanguardia, y las novelas de una ausente notable, María Luisa Bombal. Ahora, en la reflexión retrospectiva, llego a la conclusión de que algunos escenarios de la poesía del joven Neruda, escenarios ligados, de algún modo, al surrealismo, determinaron nuestra actitud, nos marcaron, y nos marcaron porque nos parecían reconocibles, mucho más reconocibles que los espacios despoblados de la novela criollista. No nos interesaba especialmente la desembocadura del río Maule, pero nos decían algo, tenían un significado para nosotros, esas peluquerías y esos cines de Walking around, ese "terrible comedor abandonado, /con las alcuzas rotas/ y el vinagre corriendo debajo de las sillas", de Melancolía en la familia. Si el poeta nos hablaba de "waterclosets blancos despertando/ con ojos de madera, como palomas tuertas", nos situábamos de inmediato en el centro más sensible y más familiar de nuestro mundo, cerca del encuentro de una cómoda Luis XV con un molde de dulce de membrillo en forma de elefante, de un comedor normando con un patio trasero, donde llegaba un viejo a vender limones, donde colgaba ropa una niña del sur, donde había gallinas y hasta conejos.
..... Vivíamos en caserones en penumbra, entre objetos más o menos apolillados, rodeados de personas discretamente extravagantes, y la visión del deterioro de las cosas, oscuramente profética en el Neruda de Residencia, nostálgica en Gabriela Mistral, francamente apocalíptica en el Huidobro de Ecuatorial, fue determinante en nuestros años de formación. No es sorprendente que los escenarios de nuestros primeros relatos no hayan sido campestres y naturales sino urbanos y, en cierto modo, artificiales. El artificio ingresó, entonces, a nuestra narrativa y se desarrolló más tarde, no como un rechazo total del realismo, sino más bien como una perversión suya: máquinas inverosímiles, figuras de cera, autómatas, personajes que dejan tras de sí una estela inconfundible de azufre. Sospecho, ahora, que el paso en Neruda de Residencia a Canto General puede interpretarse, por lo menos en algún nivel, como una huida del artificio, una huida experimentada con angustia, y una búsqueda de la naturaleza. Aunque parezca extraño, ese realismo social y épico fue una especie de culminación aislada, que no tuvo seguidores importantes en Chile.
..... Los autores de la generación siguiente intentaron, por el contrario, consolidar la vanguardia. En la narrativa, tendieron a practicar aquello que se ha denominado "surrealismo articulado", dejando de lado el dictado automático y construyendo espacios fantásticos y a la vez racionales, intentando unir el delirio y la lógica. Pienso aquí, sobre todo, en la obra narrativa de Braulio Arenas. Los cuentos de juventud de Eduardo Anguita eran más oníricos, menos construidos.
..... Ahora bien, el cambio de escenario en la prosa, el abandono de los inventarios naturales y populares del criollismo, la relativa indiferencia frente a la vertiente épica de Neruda, implicaron un cambio decisivo frente al lenguaje. Es un cambio que se produjo, antes o después, en diferentes contextos y con diferentes matices, en el conjunto de la narración latinoamericana, y que abrió la posibilidad de que esta literatura saliera de las fronteras. Abrió la posibilidad de que utilizara un lenguaje propio, autónomo, creativo. Lo que sucedía, como ya se ha dicho a menudo, es que en la novela regionalista o criollista, en Chile y en el resto de América, se daban dos niveles diferentes y mal unificados de escritura: el lenguaje de la voz narrativa, que supuestamente correspondía al castellano de Castilla y de la Academia, y el de los personajes populares, huasos, afuerinos, pirquineros, gauchos, determinado por la diferencia latinoamericana, influido por voces y hasta por ritmos indígenas. Quizás Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes, es la novela que más se acercó en ese período a una cierta unidad verbal, pero estropeada por resabios de la prosa adornada que nos legó el modernismo. Lo que dominaba, era sin embargo, una yuxtaposición mal avenida, un sincretismo donde no existía ni el asomo de una síntesis y donde ambos extremos se caracterizaban por su rigidez, por su tono impostado, ajeno. Por ejemplo, abro una página cualquiera de Cuentos del Maule, de Mariano Latorre:

La voz desganada y monótona del muchacho volvió a preguntar:
– Par´onde iría don Lillo, oña Juana?

..... El narrador omnisciente, el que utilizaba el castellano correcto de la frase introductoria, reproducía desde su escritorio, con una sonrisa paternal, la lengua mestiza de sus personajes.
..... Para superar ese academismo doblado de populismo, muchos autores de mi generación o un poco anteriores, en diversos puntos de América, con mayor o menor conciencia del problema, intentaron incorporar a la prosa la escritura más original, más creativa, que se hacía entre nosotros, y que no era, sobre todo en el caso de Chile, la de los novelistas, sino la de los poetas en su fase más experimental e innovadora, desde Ramón López Velarde hasta César Vallejo, Huidobro y Neruda. Para citar un ejemplo personal, mis descripciones de la sordidez burocrática, en El peso de la noche, llevaron, desde luego, alguna huella de Kafka, como las de Jaime Laso en El cepo, pero también arrastraron elementos que se podían encontrar en los versos de Walking around y Desespediente, dos poemas centrales de Residencia en la tierra. Para ese lenguaje narrativo, imágenes como "la sombra de las administraciones", el "delicado color pálido de los jefes", o esos "túneles profundos como calendarios" de Desespediente, esa paloma manchada por "secantes más blancos que un cadáver, y tintas asustadas de su color siniestro", tenían un sentido perfectamente vigente y aprovechable. Nuestra experiencia inicial de cosas deterioradas, de muros resquebrajados, de caserones en penumbra, podía relacionarse con un antecedente poético muy cercano. Asimilar ese mundo verbal en la prosa narrativa era una forma de insertarse en la modernidad, en el concepto de que el lenguaje de la novela exige una autonomía, una coherencia interna, un ritmo, que lo acercan al del poema en prosa. Ya estábamos cerca de Flaubert, el gran precursor, y de su familia literaria, con William Faulkner, con James Joyce, con tantos otros.
..... Cuando hablamos de superar una dicotomía, de pasar de un sincretismo a una síntesis, entramos en la médula de los problemas literarios de mi generación. Creo que aquí encontramos los puntos de mayor convergencia y coincidencia de la narrativa latinoamericana reciente. La búsqueda de un lenguaje y de su unidad es necesariamente la búsqueda de algo más, de una unidad más amplia. Se habló, por lo menos en el caso de mi generación chilena, de una "literatura de la decrepitud", pero ya vemos que ese concepto, por definición, es un concepto "impuro", que invade terrenos ajenos a la pura forma verbal y estética. Implica un juicio de valor, una perspectiva histórica, una posición frente al pasado. Pues bien, era perfectamente posible hablar de "literatura de la decrepitud" a propósito de la poesía de Residencia en la tierra, de Neruda, o de Ecuatorial, de Vicente Huidobro, poema del americano que mira con ojos ingenuos y espantados el espectáculo de la destrucción del mundo después de la primera guerra europea. Eran ojos ingenuos que contemplaban el Apocalipsis. No estábamos tan lejos, después de todo, de la inspiración de un Kafka o de los pintores expresionistas alemanes. Esa famosa noción, entonces, de la degradación de las cosas, de la decrepitud como tema obsesivo, aludía a un fenómeno más antiguo, más profundo y más universal de lo que parecía a primera vista. La crítica, poco imaginativa en general, preocupada de la diferencia y del exotismo, no comprendió el sentido del deterioro en América Latina, de lo nuevo prematuramente envejecido, cosa que captó, en cambio, con gran agudeza, un hombre que venía de otras disciplinas intelectuales, como es el caso de Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos. Además, ese concepto de la degradación de las cosas, paradójicamente fundamental en la literatura del Nuevo Mundo, remitía, por el hecho de referirse al final de un proceso, a una acción de carácter corrosivo verificada en el tiempo, a la idea de un estado anterior, de un orden anterior y de su ruptura. Es decir, implicaba la idea mítica de un orden y de una caída, la noción del Paraíso Perdido y la de Adán, el héroe trágico por excelencia en toda nuestra cultura de origen cristiano.
..... Los héroes o los antihéroes de nuestra narrativa, niños encandilados, ancianos a la deriva, mujeres suavemente excéntricas, hombres que no saben ingresar bien a la edad de la razón, tienden a ser Adanes más o menos extraviados, confusos, nostálgicos de una edad paradisíaca que ya no recuerdan muy bien, que quizás no saben si en verdad existió alguna vez. Tenemos Adanes Buenos Aires, Adanes de Santiago del Nuevo Extremo y de Lima la Horrible, de las tierras calientes colombianas y de la región más transparente del aire. La actitud adánica, fundacional, iniciadora de la historia y del tiempo histórico, puesto que nuestra noción del tiempo como degradación de las cosas es necesariamente consecuencia de la noción de la caída original, se repite, en realidad, con extraordinaria insistencia, en la poesía y en la novela de América. Esta actitud supone, junto a la inevitable nostalgia, el rechazo del presente y la tentación, el vértigo, incluso, de la Utopía. La nostalgia del Paraíso Perdido se convierte en imaginación y aspiración a un Paraíso futuro. Lo intolerable es el presente y la antesala del futuro es necesariamente apocalíptica. Encontramos una mera confirmación de este sentimiento en la visión de Cristóbal Colón que nos entrega la última novela de Abel Posse, Los perros del Paraíso.
..... El antihéroe, o más bien, el héroe caído en desgracia, puede salir de un mundo ordenado y tradicional, asumir una máscara de agresión, de furia ciega, caer a la cárcel y experimentar en ese subsuelo, en esa visita al infierno, una conversión fulminante. Después de haber cumplido condena por un delito esencialmente clasista, saldrá a la superficie transformado en una especie de santón revolucionario, algo así como un comunista primitivo, comunista en comunión con la naturaleza y con los seres que antes miraba desde su reducto de clase: pescadores, campesinos, dirigentes obreros. Hasta que llegue la verdadera Revolución, o por lo menos una situación prerrevolucionaria, y el personaje se ponga sus atuendos tradicionales, su cuello y corbata, para ocupar un cargo en un organismo de la Reforma Agraria, es decir, para colectivizar las tierras de sus antepasados, para cerrar, junto con su ciclo personal, el ciclo histórico de la encomienda de indios. Pero el nudo de la novela, con la derrota de la Revolución, tendrá que presentar otra vuelta de tuerca, otra crisis del personaje, que ahora será definitiva y que revelará, por eso, su dimensión trágica, la peripecia transformada en destino.
..... Me he permitido utilizar la línea estructural de una de las historias de mi novela Los convidados de piedra, pero este periplo, este ciclo, con su partida, su crisis primera, su descenso a los infiernos, su regreso, repetición de otra manera, en otro paisaje y otra historia, de los periplos clásicos de la literatura occidental, se encuentra en muchísimos textos narrativos latinoamericanos. Si el escritor, como ha dicho Roland Barthes, es un experimentador público, que varía lo que recomienza y que sólo conoce un arte, el del tema y sus variaciones, lo mismo puede afirmarse del conjunto de la literatura latinoamericana, que, a su vez, es una variación, a menudo sorprendente, inesperada, de los temas centrales de la literatura europea.
..... Recomenzamos la literatura europea en América, pero variamos lo que recomenzamos, y somos, con respecto al orden de Europa, experimentadores públicos y reincidentes, en buena medida transgresores. La diferencia de los espacios geográficos se complica y se profundiza con la superposición de diferentes tiempos históricos. La guerra del tiempo, para emplear una frase y un título de Alejo Carpentier, se reanuda en todos nuestros textos. El tiempo de la Colonia, de la Tradición estancada, de la Restauración, se aísla, se encierra en su cápsula, sometido a la amenaza vertiginosa del tiempo de la Revolución. Oscilamos entre la intemporalidad edénica y el tiempo histórico, que entre nosotros nunca es normal, que es demasiado lento o demasiado acelerado, ya que responde a la voluntad de restaurar el pasado o de forzar el futuro: un pasado que para la imaginación, para las ilusiones, suele ser paradisíaco, y un futuro que también aspira a serlo, pero por razones inversas.
..... Nos apoyamos en los modelos de nuestra vanguardia poética, que no es tan nueva como solemos pensar, que incluye, por ejemplo, esa visión de pampas y de grandes estuarios que alteraba la prosodia francesa de Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, para encontrar la unidad creativa de nuestro lenguaje, pero al utilizar ese lenguaje ingresamos, inevitablemente, en terrenos de dualidad y de conflicto. Civilización y barbarie, dijo Sarmiento. La idea de la guerra del tiempo, complementada por la noción de la vastedad primigenia de nuestros espacios ("Antes de la peluca y la casaca /fueron los ríos, ríos arteriales..."), es más sutil y más justa, ya que no sabemos con exactitud dónde están los bárbaros, o más bien sospechamos, demasiado a menudo, que no están precisamente donde se supone que están, en el Mundo Nuevo.
..... La dualidad implica constantes conversiones y juegos de espejos. Frente a esas antípodas que nos obsesionan, pasado y futuro, se alza un presente siempre insatisfactorio y a menudo devastador, terrible. Es por eso que la novela, en América Latina, nunca puede reducirse a ese papel de espejo que le asignaba el realismo decimonónico. No es ni puede ser inventario, como pensaban nuestros regionalistas. Aspira, en cambio, a convertirse en parábola (¿espejismo?) y a exorcizar los demonios del intolerable presente, esos demonios que están dentro de nosotros y que también están disimulados e incrustados en las cosas que nos rodean, al acecho, como en las viejas mitologías.

 


Texto basado en las notas leídas por Jorge Edwards en el Simposio Internacional sobre el Papel Dinámico de las Literaturas de América Latina y el Caribe en la Creación Literaria Universal. El encuentro, patrocinado por la UNESCO y por el gobierno de Brasil, tuvo lugar en Brasilia, en abril de 1988.
en Estudios Públicos,Nº 31 (invierno 1988).




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letras.s5.com , proyecto patrimonio, JORGE EDWARDS : Lección de cosas. Ensayo) 1988.

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