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–La religión del patriotismo–

Por Ernesto González Barnert

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Los derechistas, la élite —económica, no precisamente de inteligencia ni de ética, sino de pillería— tienen un talento peculiar: convertir toda situación adversa en una religión. Hoy han transformado el patriotismo en dogma: una fe ciega y torpe en cierta “chilenidad” que pretende hacernos creer que Chile pertenece solo a los chilenos, y que los chilenos son, por supuesto, ellos —y esa difusa masa que somos nosotros cuando les conviene. Nos piden creer en su chilenidad, pero no en lo verdaderamente chileno.

Lo paradójico es que este discurso provenga de figuras como Kast, Matthei o Kaiser, descendientes de inmigrantes alemanes, algunos de ellos con pasaporte europeo, o de Parisi, que vive y trabaja en Estados Unidos, con casa en Alabama, y es descendiente de inmigrantes italianos por línea paterna y que se niega a decir si tiene también el pasaporte italiano. Franco, ni siquiera pisó suelo chileno para votar en la última elección presidencial —por conflictos legales— y, aun así, obtuvo el 12% de los votos desde el extranjero. Un muy buen negocio, por lo demás, ya que el Estado chileno reembolsa los gastos de campaña por voto, y esos gastos, claro está, pueden inflarse. En fin, son justamente ellos quienes hoy predican el cierre, el miedo, la zanja o incluso llenar de bombas el desierto.

Y resulta grotesco —por no decir trágico— que tantos repitan su credo, convencidos de que los males del país, sus frustraciones laborales o de seguridad, provienen de quienes no nacieron aquí, cuando en realidad emanan de quienes jamás han entendido lo que significa pertenecer, de verdad, a este suelo.

También es desconcertante que buena parte de la comunidad venezolana en Chile —que obtuvo una rápida residencia durante el gobierno de Piñera— apoye precisamente a esos mismos candidatos que sueñan con un país cercado, una gran cárcel donde nadie entra ni sale, a menos que sea uno de los suyos.

Si nos ponemos serios, Chile es un país prácticamente vacío, un territorio inmenso con poca gente, lo que nos hace geopolíticamente frágiles. No deberíamos ser menos de cuarenta o cincuenta millones para poder defender esta tierra cuando vengan por nosotros y nuestros recursos.

Por otra parte, muchos de los que se suman a esta nueva religión del patriotismo ni siquiera poseen casa ni tierra en suelo chileno, por el alto costo de la vida. Y tal vez ahí radique lo más triste: defienden una patria que, en los hechos, no les pertenece. Hasta en China —país comunista— más del 90% de la población tiene vivienda propia.

Pero en fin, aquí la ignorancia campea. Lo importante, al parecer, es quién imita mejor una semana, qué pareja de baile perrea más en horario prime, quién se salva frente a tres chefs con un plato de comida o quién está en el lado bueno o malo de un encierro televisivo. Ya lo decía muy bien el escritor estadounidense de literatura fantástica y ciencia ficción, James Branch Cabell, el patriotismo es la religión del infierno. Mientras tanto, el país real sigue en manos de quienes confunden la patria con su cuenta corriente y la bandera con una cerca.




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