La palabra “cambio” se ha vuelto una mercancía retórica, un talismán vacío que las élites exhiben para tranquilizar a un país exhausto. En Chile opera como una fantasía higiénica: la ilusión de que basta renovar el eslogan para que nada esencial se mueva. Es el lenguaje del opresor cuando pretende convencer al pueblo de que su precariedad tiene solución sin alterar la estructura que la genera.
El “cambio” es cómodo para quienes controlan el dinero y los símbolos. No exige redistribución, ni disputa de poder, ni enfrentar la desigualdad. Solo pide administrar la esperanza. Así, una palabra que suena emancipadora se convierte en un mecanismo de estabilización del orden, una válvula para desactivar conflictos. Lo que se ofrece como transformación es, en realidad, el arte de mantener a raya las verdaderas fuerzas transformadoras.
Mientras tanto, el hombre común vive en otra frecuencia: la de la sobrevivencia cotidiana. Es fácil exigir libertad cuando se dispone de tiempo y recursos; otra cosa es trabajar diez horas diarias, llegar a una casa que se cae a pedazos, y despertar con la certeza de que el sueldo no alcanzará. Ahí no se piensa en “cambiar el país”: se piensa en no naufragar.
Pero esa precariedad no solo agota: modela subjetividades. El miedo —miedo a perder el trabajo, a no pertenecer, a quedar marcado como quien no cumple— funciona como dispositivo disciplinario. Muchos prefieren endeudarse antes que parecer pobres, obedecer antes que arriesgar la posibilidad de elegir. El problema no es moral: es político. Un pueblo sometido al miedo no demanda libertad; demanda garantías mínimas para seguir obedeciendo sin culpa.
Por eso la elite administra un estado permanente de alarma: temor a ser asaltados, invadidos por extranjeros, despojados de algo que, en verdad, casi nadie tiene. El susto se vuelve la materia prima del orden. Un país asustado es un país dócil.
Aquí es donde la idea de “cambio” revela su estupidez: nada puede transformarse en una sociedad donde la mayoría ha sido educada para no desear realmente la transformación. No por falta de inteligencia, sino porque la estabilidad —incluso una estabilidad miserable— ofrece la única forma de descanso posible. Pedir revolución a quien no duerme es una forma elegante de humillación.
En Chile, donde la elite vive blindada y el resto sobrevive en modo defensa, el “cambio” es apenas un guiño publicitario. El país no se transforma con eslóganes, sino con poder. Y el poder no está en manos de quienes lo necesitan, sino de quienes lo administran como espectáculo.
Por eso hablar de “cambio” es una estupidez: porque la palabra no nombra un proceso, sino un anestésico; porque sirve para que todo continúe igual mientras se promete lo contrario; porque describe un deseo que la mayoría no puede darse el lujo de sentir. Y porque, en última instancia, es el truco favorito de quienes saben que la gente —agotada, hambrienta de normalidad— solo quiere comer, dormir, que no le asalten y no mirar demasiado el abismo donde vive.
Hasta que la palabra deje de pertenecer a la elite, cualquier “cambio” será solo otra forma de obediencia, otro despojo al Estado y al trabajador.
II
La posibilidad del cambio se suscita para garantizar que no se llevará a cabo. Esta frase de Zizek resume perfectamente la sensación de muchos chilenos: el sistema político está diseñado para mantener el statu quo, y el cambio es solo una ilusión.
Vivimos en una sociedad que nos dice que debemos adaptarnos al cambio, que debemos ser flexibles y abiertos a nuevas ideas. Pero ¿qué significa realmente cambiar? ¿No es acaso una forma de someternos a la lógica del mercado y del poder? La adaptación al cambio es una forma de liberación, pero también es una forma de control. Nos dicen que debemos cambiar para mejorar, pero ¿mejorar qué? ¿El sistema o nuestra propia vida?
La elite política y económica chilena habla de cambio, pero en realidad lo que busca es mantener su poder y sus privilegios. No quiere cambiar el sistema, quiere mantenerlo y perfeccionarlo. La historia de Chile está llena de ejemplos de cómo el cambio ha sido utilizado como una herramienta para mantener el statu quo.
La cita de Luis Sepúlveda en "El viejo que leía novelas de amor" es reveladora: "Y en el sueño alucinado se vio a sí mismo como parte innegable de esos lugares en perpetuo cambio." ¿No es acaso esto lo que nos venden como cambio? Un sueño, una ilusión, una forma de escapar de la realidad.
Pero la realidad es que el cambio verdadero es difícil, es doloroso, es incierto. Requiere de nosotros que nos cuestionemos a nosotros mismos, que nos pongamos en duda, que nos arriesguemos. Y eso es algo que la elite no quiere.
Entonces, ¿qué podemos hacer? ¿Debemos resignarnos a la ilusión del cambio? No. Debemos seguir luchando, seguir cuestionando, seguir imaginando un futuro diferente. Como dice Isabel Allende, "Todos podemos cambiar, pero nadie puede obligarnos a hacerlo. El cambio suele ocurrir cuando enfrentamos una verdad incuestionable."
La lucha por el cambio es una lucha por la dignidad, por la justicia, por la igualdad. No es un sueño, es una realidad que podemos construir si nos unimos y luchamos juntos. Cuidado con este cambio que propone la ultraderecha, ejemplos en tiempo real de la Argentina de Milei, EEUU de Trump, Italia de Meloni, el Brasil de Bolsonaro, al parecer no son suficientes para despertar de la ilusión al chileno más despojado, apolítico, sin estudios que vota hoy derecha tras el lavado de cerebro de los noticieros, canales falsos de noticias y opiniones de bots en redes sociales y del espectáculo duro en horario prime o por fenómenos sin sustento como Parisi del campeón que se vende a sí mismo como un ejemplo de meritocracia. Todos ellos son ejemplo de nada realmente para el bien del chileno, del trabajador, del país. Es cosa de reflexionar sobre sus vidas. Al final el cambio, me decía Dafne esta mañana, es ver al bosque votando por el hacha, porque tiene mango de madera.