Desde su primer libro Encomienda, que le valió el Premio  Roberto Bolaño en 2013, Lucas Costa (Santiago de Chile, 1988) ha trazado una  poética atenta al temblor de lo cotidiano, a los cuerpos, al lenguaje y a las  ruinas visibles e invisibles del mundo. A lo largo de una obra en constante  maduración —que incluye Playa de  escombros (2017) y Calcio en la  mirada de la noche (2022)—, ha desarrollado una escritura donde conviven la  fragilidad y la resistencia, la memoria y la fisura.
      
      Becario de la Fundación Neruda en  2010, traductor de El libro de los  muertos de Muriel Rukeyser (2021), y tallerista incansable —junto a  Cristian Foerster condujo durante siete años el espacio gratuito Al pulso de la letra—, Lucas Costa ha  cultivado una mirada generosa y crítica sobre la escena poética chilena,  siempre en diálogo con otras voces y generaciones, como lector, tallerista y  editor.
      
      Su nuevo libro, gozo, abre un registro aún más marcado  en su obra: una escritura donde la infancia, la paternidad, la pérdida, el  cuerpo y el asombro reaparecen como territorios para pensar el lenguaje, lo  íntimo y lo político. En esta entrevista, conversamos sobre su arte poética, la  literatura chilena, los libros que ama o detesta, los poetas y libros que  aprecia, y sobre el lugar que aún puede ocupar la poesía en el presente.
     
    
    
      
      —gozo es un título que  evoca una emoción poderosa, casi radical en tiempos oscuros. ¿Qué representa  para ti esta palabra en el contexto de tu escritura? ¿De qué manera dialoga con  tu obra anterior?
      —Para mí, gozo es una palabra  potente, que me remueve, quizá porque toca algo espiritual y mundano a la vez;  algo religioso y erótico al mismo tiempo. Es una palabra con un aura de deleite  pero que no deja de lado el sufrimiento sino más bien parte desde ahí. Creo que  en ese contexto calza con lo que he hecho antes porque parece que siempre he  buscado una especie de redención en los poemas, por angas o por mangas. Pero no  tengo idea si lo he logrado. Mi libro anterior a este, Calcio en la mirada de la noche, tiene una impronta radical en su  propuesta formal pero no creo que sea menos arriesgado que gozo. Ambos salieron con la intención de ser francos con respecto a  lo que estaban intentando comunicar. En ese sentido, el poema para mi resulta  el lugar donde efectivamente se puede llegar a una libertad radical desde el  lenguaje y ese carácter permite poder ir rompiendo las propias ataduras o  preconcepciones, de ir más allá, donde uno no había llegado antes. Por otra  parte, me parece que todo lo que he publicado gira en torno a lo vital, a las  cosas vistas e imaginadas, ya sea acontecimientos experimentados o proyecciones  de ello. Por eso, no veo ningún libro muy lejos   en términos “temáticos” (si lo queremos poner en esos términos). He  repetido la fórmula de escribir de lo que vivo, solo que las preguntas en torno  a la forma se han resuelto de manera distinta, siempre. Y esto tiene que ver  con el juego y la experimentación, que cada vez las he tenido más en cuenta. Me  decía una amiga que en gozo hay algo  más pausado, menos torrencial, más susurrado que en mis otros libros. Pero en  todos ellos conviven diversos tonos y formas, siempre ha aparecido la  multiplicidad, porque cada poema me ha exigido ser tratado de manera diferente.  Ya lo decía la Levertov hace tiempo, cambiando la frase típica de Olson, de una  manera mucho más sucinta y mejor que yo: “la forma es la revelación del contenido”. 
    —A lo largo de tus libros se percibe una búsqueda constante entre el  cuerpo, la materia y lo que no se dice, una caza voraz y preciosa de imágenes  cotidianas, un fraseo vivo o residual en la grieta del sinsentido, la  incertidumbre epocal, apelando a una búsqueda de poética abierta como  respuesta, testimonio o confesión, internalizando que para ti escribir es,  muchas veces, una excursión movediza entre varias órbitas, planos y capas.  ¿Cómo ha evolucionado tu poética desde Encomienda hasta gozo?
        —No sé si evolución es el término.  O más bien: no creo haber evolucionado. Solo han mutado porque no soy el mismo  y para mí el poema me dice, en primer lugar y no al revés. Esa es la recompensa  de escribirlos según Michael Hamburger: que el poema te muestra por dónde estás  pasando, como una especie de inconsciente que de pronto se manifiesta. Ahora,  creo que hay puentes entre Encomienda y gozo. Entremedio de ellos salieron  libros donde la experimentación es más visible, incluso a veces de maneras  medias ininteligibles. Me mantuve por un tiempo en una especie de obsesión por  los límites de lo decible. Pero creo que nos pasa a todos quienes escribimos  poemas, que a veces queremos saber hasta dónde el lenguaje es capaz de llegar.  Ahora, creo que la vuelta con este libro es a cierta “simpleza” (si se puede  llamar de esa manera) porque fueron poemas urgentes, que salieron casi de un  paraguazo. Sea como sea, los poemas pueden ser ininteligibles como un tag  borroneado en la calle o transparentes como un arroyo, pero su valor no reside  en la técnica ni en la teoría que supuestamente los sustenta, sino en algo que  queda reverberando más allá de ellos. Yo admiro la búsqueda por la forma porque  en ella se materializa la búsqueda de lo que no existía antes. A veces eso llega  rápido, como pasó en gozo. En otras  hay que esperar años y años, como en Playa  de escombros. Mi querido amigo José Luis Bobadilla decía que poco se podía  sacar en limpio de los poemas que salen de un sopetón. En ellos no hay  aprendizaje. Quizá por eso no puedo decir mucho de este libro. Por otra parte,  en este minuto de mi vida creo que los poemas son una forma de celebrar la  alegría de estar vivo. Antes le compraba más a la incertidumbre epocal o al  escepticismo a ciegas. También creo que para mí no ha cambiado mucho esa idea  de que la poesía puede ser un lugar donde ponerse a prueba; donde poder mirarme  con sospecha. También el hecho de compartir con niños el último lapso de mi  vida me ha dado una mirada más lúdica de las palabras. Ser papá o trabajar con  la niñez indefectiblemente ha cambiado la manera en que escribo poemas.
     
    
     
    —¿Qué lugar ocupa hoy la poesía chilena en tu mirada? ¿Hay una  tradición o una ruptura que sientas cercana, necesaria o incluso molesta?
        —Para serte franco, me siento más  cerca de Perú, de Brasil o de Polonia en términos de poética, por decir lugares  a los cuales me mantengo atentísimo, pero no puedo ser barsa, me crié leyendo a  Teillier en los pasillos de un colegio. Pero no creo en las tradiciones así en  términos estrictos, cada uno va absorbiendo lo que le llega en el minuto  necesario. Más bien creo en la amplitud de esas nociones heredadas. Si lees  algo que te vuela la cabeza en un minuto, dale, da igual de dónde venga. Pienso  que es la generosidad la tradición que me importa en la poesía, sobre todo en  un país tan individualista y neoliberal. Son las palabras heredadas, ese don  gratuito el que me hace sentirme parte de una constelación. Por otra parte, no  estoy de acuerdo con la uniformidad ni con los libros tipo fondart, hechos con  tesis como si fueran proyectos de ingeniería. Aunque perfectamente alguien  podría leer mis libros y pensar que fueron escritos así. Me conflictúa el  pensar que el poema pueda reproducir el lenguaje del capital, tan hoy en boga  en cierta narrativa, con sus temáticas de moda para vender, con sus luchas  impostadas para tener más likes. Yo escribo sin pensar en publicar, los libros  son percances. También debo admitir que no entro en los poemas teóricos o  demasiado cerebrales, a no ser que se agarren de las mechas consigo mismos.  Pero me siento cercano a muchos poetas muertos y vivos, conservadores y  rupturistas. Pero estamos hablando de poemas, que según mi hermano Foerster es  la manifestación artística más tradicionalista que hay.  
    —En tiempos de hiperproductividad, redes y mercado editorial  atomizado en cientos de editoriales al amparo de los fondos concursables del  Estado, ¿cuál crees que es el papel del poeta joven o mediano en la escena  literaria chilena?
        —Te diría que el mismo que el de  un ciudadano de a pie. Tal vez ninguno más que el que se ponga él mismo. Pero  creo que tiene que haber una perspectiva de lo literario más allá de los  circuitos, que no hacen más que mirarse el ombligo. Pienso que faltan espacios  para hacernos cargo de la transmisión de la poesía, y no lo digo para hacer que  las personas sean escritores sino, por ejemplo, para enseñar a leer poemas con  profundidad crítica y compromiso. ¿Cómo es que llegamos a amar algo que a nadie  le importa? ¿Cómo nos contagiamos de este gusto al punto de darle sangre, sudor  y lágrimas? En la lectura de un poema se radicaliza la base de la literatura,  que es la interpretación, eso que tanto cuesta que hagamos que los alumnos de  este país logren. Tenemos un modelo que ha carcomido hasta los huesos la  libertad, por medir todo por la vara utilitarista: si no es con notas luego lo  será con la plata. Quienes hacemos esto tenemos el poder de hacer cambios,  creo, si tenemos consciencia de cómo compartirlo de manera abierta, con el  asombro y entusiasmo correspondiente. También creo que debiéramos tener más  consciencia del lenguaje que ocupamos, pienso sobre todo en la actitud de  superioridad moral que ronda nuestra época. La poesía es el espacio intermedio:  va contra el dogmatismo beligerante. Todos somos cínicos y falibles en cierto  punto. Hay que dudar de lo que uno piensa, sobre todo porque estamos amparados  en los algoritmos, que alimentan nuestras maneras de entender y nos  radicalizan, al punto que dejamos de ver a los otros. Eso me parece que es  contrario a como pienso la poesía y sería interesante que nuestro papel fuera  proponer una forma paralela de vincularnos con nuestras propias opiniones o  convicciones.
    —Durante siete años llevaste adelante el taller Al pulso de la letra junto a otro poeta y compañero de ruta,  Cristian Foerster. ¿Qué aprendizajes o revelaciones te dejó ese espacio de  lectura y escritura con voces emergentes? Y en paralelo, ¿podrías contarnos  sobre los talleres que has realizado con jóvenes privados de libertad y lo que  han significado para ti, tanto en lo humano como en lo poético?
        —En lo humano, trabajar en la  Fundación Itaca con jóvenes privados de libertad me ha hecho palpar la  esperanza ahí donde se supone que no hay más que despojos. Trabajar en cárceles  de menores me ha permitido ser testigo del poder liberador de la palabra, algo  inaudito y sin parangón. Por eso me siento afortunado de haber hecho tanto  tiempo talleres con cabros y cabras tras las rejas. Era terapéutico ver que mis  pesares valían lo que una alpargata o que abriéndome, siempre tenían una  palabra de aliento para mí. Es impresionante cuando alguien muestra lo que hay  en su corazón en lugares como estos, pues son espacios donde el código propio  no permite mostrar debilidad. Pero hacerlo puede cambiar la forma de pensar y  sentir de los otros. Es muy potente ver lo que pasa con las personas que son  analfabetas funcionales, porque vienen con los mismos prejuicios que cualquier  joven chileno sobre la literatura pero pronto se dan cuenta que a través de  ella, propiciando espacios de vínculo, se sienten escuchados como nunca. Porque  la idea de estos talleres se parece mucho a eso que decía el maestro Rodari: hay que enseñar a escribir  creativamente no para que todos seamos artistas sino para que nadie sea  esclavo. 
          
      Por otro lado, los aprendizajes  de Al pulso de la letra son  muchísimos, ojalá algún día podamos escribir sobre esto. Pero sobre todo me  enseñó a que uno sigue teniendo barreras para leer y entender el poema y que  hay que continuar rompiéndolas. No por haber “leído más” vas a “leer mejor” o  de manera más acuciosa o sensible. Hay personas que con un solo comentario  pueden dar vuelta la manera en que se mira un texto y que para ser certeros en  ese plano sólo hay que propiciar un terreno fértil de escucha. Eso era clave  para poner en susodicho los supuestos con que nos enfrentamos a las obras en  ciernes. Me gusta de estas instancias sobre todo cuando escucho ideas que nunca  había pensado y te diría que eso es algo que pasa siempre. Por otro lado, los  talleres me dejaron compañeros y compañeras de ruta con quienes comparto la  misma pasión. Y veo que han heredado una generosidad que no viene de mí. En mi  caso viene de muchas personas. Una de ellas es Carlos Cociña. Y la de Carlos  viene de Díaz Casanueva. Y así suma y sigue. 
    —Has traducido El libro de los  muertos de Muriel Rukeyser, un texto de fuerza política y humana notable.  ¿Qué vínculo ves entre tu poesía y ciertas formas de testimonio o intervención?
        —Intento no establecer puentes  entre lo que traduzco y lo que hago. Pero claro, se vuelve inevitable. Siento  que los aprendizajes que se dan traduciendo no se pueden explicar bien. Hay  aspectos de la Rukeyser que me siguen rompiendo la cabeza y que no tienen que  ver con lo estrictamente documental, sino más bien por su capacidad para  traducir la energía del tiempo convulso que habitó desde una manera formal o  cómo logró engarzar aquello que observa con la cadencia de sus versos, esas  correspondencias. Tiene demasiada potencia. También me parece clave ese gesto  tan inaudito (y al cual estamos tan acostumbrados) que es dejar que otros  hablen en el poema, sin intervenciones. Yo he hecho una poesía muy anclada en  mí, incluso diría que es media narcisista. Lo que hace Rukeyser en ese libro es  increíble porque rescata de los otros , ya sea a través de actas o  conversaciones, algo que no le pertenece y los pone bajo una lupa de completa  validación. Fue netamente una pionera, por eso me parecía importante rescatarla.  Hoy por hoy veo que hay cierta comodidad en el trabajo con archivos y sobre  todo cuando estos no se manipulan hasta poder ser legibles de otra manera. Para  mí pasan a ser mera información si no logran una tesitura distinta. En  ocasiones ese es el gran problema con la poesía documental. Falta mostrar quién  está manipulando los materiales y cómo eso le afecta. Hay miles de libros que  trabajan esto, es “una tradición” muy grande y no digo que no sigan habiendo  librazos con procedimientos similares. Pero me temo que con el trabajo directo  de fuentes se puede pasar del poema a la pieza de archivo, que es resulta mera  información y se vuelve tan fome como ilegible. Aunque pensándolo bien, con  todo el problema que vivimos de desinformación y fake news quizá haya un punto de fuga interesante para este tipo de  trabajo. Pero son voladas que tengo ahora, yo igual tengo derivas así, solo que  no las he mostrado. En este sentido, me parece señero lo que hicieron Roberto Jacoby y Syd Krochmalny en  “Diarios del odio”. 
    —Si tuvieras que  hacer una lista de diez libros de poetas (chilenos o no, vivos), pero dejaron  una marca profunda en ti, ¿cuáles estarían y por qué?
      Me la hiciste difícil pero aquí voy, con los que aparecieron  al voleo: 
    Después es siempre un antes de Guillermo Riedemann. Esta es una  antología de uno de los poetas under pero más brutales del Chile contemporáneo.  La diversidad de registros, cómo combina la violencia y la ternura, la  clarividencia y el vértigo resultan impresionantes. Admiro sobre todo su  capacidad para cambiar la forma en que escribe a través de cada libro. Una obra  que debería circular más.  
    El maletín de Stevenson de Bruno Montané. Una joyita de poemas  cortos de musicalidad extraña y seductora, hechos con imágenes de cabos sueltos  como la Dickinson, donde el extravío del sentido forma parte de un juego  fantasmal y, a la vez, le da un carácter muy “jovial”. A pesar de haber sido  escritos en un contexto de poemas torrenciales, su precisión conserva la  frescura de su tiempo y eso se agradece. 
    Bajo la piel del aire de Rosa Cruchaga. Un libro nítido sobre la  pérdida y la muerte, un librazo perdido de una poeta malamente megasubvalorada.  Me hace recordar a Trilce a ratos, porque no se entiende nada pero se siente de  todo. Rondan animales y muertos,  y a  veces un humor rozado con cierta religiosidad que lo vuelven medio indefinible.  La superposición de imágenes y significados hacen de esta una obra notable de  la vieja escuela que vale la pena rescatar. 
    Vírgenes de Chile de Erick Pohlhammer. Un libro devocional de  aquellos, chileno a lo Raúl Ruiz, pelacable, divertido, profundamente  celebrativo y tristísimo a ratos. Por acá deambulan personajes reconocibles,  tan de carne y huesos que dan ganas de abrazarlos. Hay una forma de expresarse,  con tanta consciencia y desparpajo, que me generan una extrañeza y fascinación  única. 
    Transversal de Pedro Montealegre. Podría poner cualquier libro de  Montealegre, pero este fue el primero que leí y cuando lo encontré, no la podía  creer. Su carácter  poliédrico, su articulación detonada y abundante, donde se amontonan frases,  locuciones, preguntas e imágenes me dejó loco. Como muchos de sus textos, se  trata de un poema en expansión que logra acumular y desperdigar el sentido en  muchos caminos y senderos. Un libro exuberante, con un imaginario sin  comparación. Un librazo como la mayoría de los que escribió.  
    Curvatura del ánimo de Daniela Escobar. No tengo tan claro qué me  hizo que me gustara tanto este libro y no lo tengo a mano para darte  argumentos. Pero me quedé con un dejo juguetón: recuerdo su aura lúdica que me  pareció muy original (como pocos en su contexto). Los materiales con los que  trabaja son de diversas procedencias y los objetos, por más cotidianos que  sean, son vistos como por primera vez, con una percepción mega aguzada. Me  encantó la soltura en el fraseo y un tipo de sensibilidad media inaudita en un  panorama bastante cuadriculado. 
    Título de dominio de Jorge Montealegre. Este es un poema largo y  hermoso. Y lamentablemente olvidado. En él se logra asentar, en medio de la  miseria, una constelación de fragmentos que se unen para hacer una especie de  muro humano contra la devastación. En medio de la catástrofe de la dictadura,  los guiños pop y las palabras justas logran dar cuenta de un espíritu de  resistencia muy necesario, sin caer en clichés combativos, porque lucha se da  desde la forma, siempre con la presencia de los niños del futuro, que lo hace  para mí un texto ineludible, sobre todo para el Chile de hoy.  
    El cementerio de los disidentes de Claudio Gaete Briones. Me  encanta que este libro saque la vuelta y se vaya por las ramas. Ahora que lo  pienso hay mucho de Ashbery en él. Los poemas funcionan como cajas de pandora,  repletos de recovecos donde nos vamos por un tubo o una ola que no para porque  luego viene la otra. El libro se resiste a una reducción y eso me gusta mucho:  no puedo decir mucho de qué va, solo que parte con dos puntos (:) y ese gesto careraja me parece notable.
    El arado de cinco dedos de Alfonso Alcalde. No sé qué decirte más  que no hay nada como la poesía de Alcalde. Es lo más parecido a leer a De Rokha  pero sin su torrencialidad brígida, aunque tampoco le pone freno de mano. Es  quizá lo más parecido a juntarse a tomar con esos viejos que aparecían en un  video viralizado después del 27F, que eran capaces de carcajearse en medio de  la desgracia misma. Pienso que Alcalde es un poco nuestro Diógenes y nuestro  Pound. 
    Técnica para cegar a los peces de Rosabetty Muñoz. Un libro de  reparación, que se enfrenta a la devastación del paisaje pero confiando  plenamente en los pobladores y desconfiando también de ellos. Estos poemas le  hacen una radiografía nítida al Chiloé actual, con una mirada crítica y  elocuente, esperanzadora sin ser naif. Un libro de altos y bajos, de tonos  lúgubres a momentos pero que confía también en la vuelta de los ritos como  forma de recuperación y sanación. Esas contradicciones me encantan. Un buen ejemplo  de lo que es capaz la maestra Rosabetty. 
    Guaitecas de Jorge Velázquez. No logro llegar al punto de qué fue  lo que me hizo volar la cabeza este libro. Pero de seguro fue que me mostró  algo que no sabía que existía: que el poema puede ir más allá del paisaje que  nombra. La voz aquí se planta como la de un cronista, alguien que cuenta lo que  pasó, pero dándole una vuelta de tuerca a la historia oficial con poemazos tipo  crónicas, leyes, noticias o discursos políticos, que ayudan a ampliar la imagen  que tenemos de la historia o del lugar que esa intenta delinear los territorios  perdidos. Un libro archipiélago, que va más allá de sus fronteras. 
    —Uno de los poemas  que más me impactó fue "Pobres de quienes no nos hagamos como ellos",  donde, como en otros textos del libro, la paternidad, la mirada hacia la  infancia —o más bien, hacia las infancias y la reniñez— aparecen como núcleos  fundamentales de tu poética. ¿Qué lugar ocupan estas dimensiones en tu  escritura? ¿Qué te revela la infancia como territorio para la poesía?
        —Como te contaba antes, tuve un  cambio muy radical con la venida de mis hijos al mundo. Para mí son una cantera  de genialidades. Solo necesito estar atento a lo que puedan decir o hacer y  puedo ser feliz. También te desafían como nadie, sobre todo cuando hablamos de  la paciencia y el autocontrol. Pero me llenan la cabeza de ideas y ganas de  escribir o hacer canciones, que es lo que volví a hacer cuando nació mi primera  hija. Y también creo que son brutales de directos, hay poco cinismo en ellos.  Por eso a veces hacen que te duela lo que hacen o dicen. Por otro lado, al  hacerle clases a niños me di cuenta de que cuando tocas temas “prohibidos” con  ellos o eres capaz de no sobrevalorarlos con respecto a su coraje emocional,  probablemente te den respuestas o preguntas más notables que cualquier adulto.  Quizá solo un viejo desinhibido llegue a esos peaks, pero lo veo difícil. 
    —¿Cómo entiendes  hoy la figura del poeta? ¿Es un cuerpo que escribe, una voz que escucha, un  sujeto político, un médium del lenguaje…? ¿Qué es, para ti, el poeta que  escribe gozo?
        —No tengo muy claro qué es un  poeta más allá de alguien que guarda las palabras para el minuto necesario  mientras el resto se encarga de cosas pragmáticas, como en Frederick de Leo Leonni. Quien escribe gozo está en esos poemas, yo ya no sé quién es, solo sé que quiere  hacer suyas las palabras mal traducidas de Nick Cave de la contraportada, algo  en apariencia tan simple pero peludísimo: “hemos tenido todos demasiadas penas ya  /  llegó el tiempo del gozo”. 
     
     
    
     
     
    * Lucas  Costa (Santiago de Chile, 1988). Fue  becario de la Fundación Neruda el año 2010. Ha publicado los libros de  poesía Encomienda (2013, Premio Roberto Bolaño), Playa  de escombros (2017) y Calcio en la mirada de la noche (2022).   Tradujo El libro de los muertos de Muriel Rukeyser (2021).  Junto al poeta Cristian Foerster llevó a cabo por 7 años el taller gratuito de  escritura poética emergente Al pulso de la letra.
    * Ernesto  González Barnert (Temuco, Chile,  1978) es poeta, gestor cultural y cineasta documentalista. Autor de Venado  tuerto, Playlist, Coto de caza, Trabajos de luz sobre el  agua, entre más de una docena de títulos, su obra ha sido reconocida con  destacadas distinciones, entre ellas el Premio Pablo Neruda (2018), el Premio  Nacional a la Mejor Obra Literaria del Consejo Nacional del Libro y la Lectura  (2014), el Premio Nacional Eduardo Anguita (2009), el Premio de Honor Pablo  Neruda de la Universidad de Valparaíso (2007) y el Premio de Poesía Infantil de  las Bibliotecas de Providencia (2023). Asimismo, ha recibido menciones de honor  en el Concurso Internacional de Poesía de Nueva York Poetry Press (2020), en el  Concurso Nacional de Poesía Joven Armando Rubio y en los Juegos Literarios  Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago (2005), entre otros  reconocimientos. Es Licenciado en Cine Documental por la Universidad Academia  de Humanismo Cristiano y Diplomado en Estética del Cine por la Escuela de Cine  de Chile. Ha trabajado como creador y productor ejecutivo de las series de  televisión Obturaciones (2011) y Letras Migrantes (2024). Actualmente  se desempeña como productor cultural en la Fundación Pablo Neruda, donde  impulsa la difusión de sus Casas Museo, así como la vida y obra del poeta.  Paralelamente, desarrolla una activa labor en torno a la poesía a través de  medios de comunicación, entrevistas, ensayos, talleres, encuentros,  presentaciones y edición de libros. Ha sido invitado a festivales literarios en  todo Chile y en diversos países de América: México, Uruguay, Bolivia, Tumbes,  Lima, Ecuador, Bahía Blanca, Rosario, Buenos Aires, Colombia. Sus libros han  sido publicados en Chile, Estados Unidos, Perú y Argentina.