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Batman en Chile
El Ocaso de un ídolo o Solo contra el desierto rojo
Ediciones de la Flor. Buenos Aires Argentina, Junio de 1973.

Enrique Lihn

 

Batman no había logrado conciliar el sueño esa noche ni aún después de ingerir una buena dosis de barbitúricos.

Lo desvelaba, en parte, el presentimiento de que algunas pesadillas lo obligarían a protagonizar episodios indignos de sus mejores hazañas, sobre las cuales, por lo demás, el insomnio mismo se encargaba de arrojar la sombra de una sospecha.

Junto a su pretendido amigo Clark, alias Superman, él nunca había sido más que un héroe de segunda fila. Por lo demás, el joven Maravilla se encargaba de asesorarlo en los momentos de peligro. Demasiado a menudo todo se reducía a dejarse llevar por los aires, en brazos de quien efectivamente era capaz de dominar el espacio de la velocidad de la luz y de retener, de paso, con las meras manos a cualquier tipo de transporte aéreo cargado de pillos.

El recuerdo de tales excesos y de su condición auxiliar relativamente pasivo en esas boberías, torturaba la memoria de Batman por partida doble, haciéndole ver en el espejo de su pasado el principio de su degradación heroica sin que le fuera dado lamentar su ingreso a una tierra incógnita para él, pero donde empezaba a pagar el precio de la verosimilitud con una repugnancia creciente hacia todo lo que fuera sencillamente imposible.

Él mismo era uno de los productos manufacturados por una fantasía sin espíritu. Un ciego incapaz de proyectar una sombra humana sobre el muro de la caverna, en un mundo en el que nunca llegaría acaso a saber qué clase de hombres eran la medida de todas las cosas.

-Yo soy otro- tendría que haber pensado. Pero le faltaba el término de comparación. Para decirlo brevemente él era menos un productor alienado que el producto de una alienación. Y a una cosa le está negado el alivio de una filosofía propia.

La cámara nupcial donde de todos modos su anfitrión había insistido en alojarlo, resultaba una ofensa para una persona como él. Era en si misma, una pesadilla dentro de la cual nadie habría podido tener un sueño normal, acosado por las anomalías y perversidades que es dable concebir cuando se está obsedido por la idea de un lujo sin fronteras en cuanto a sus posibilidades mismas de adaptarse a una descripción coherente. Al menos en el lenguaje limitado de una novela de acción.
Batman había procurado reducir, encendiendo sólo una lamparilla de velador, el número de esas impresiones que lo acechaban en la oscuridad. Pero una noche de luna es algo que no obedece a ningún interruptor y que se complace en la incoherencia.

El lugar exigía, casi encarnaba, por lo menos, a la segunda persona del singular: una presencia que respondiera en todo a esa atmósfera erotizada, un fluido sutil, invisible, imponderable y elástico el cual, según cierta hipótesis, tendría que respirarse en los mejores prostíbulos, como por ejemplo, entre las mujeres celestiales del paraíso islámico.

Ignorante de las huríes, respetuoso de la monogamia y de la santidad del hogar, Batman rumiaba su humillación mayor, pensando en Juana como bajo los efectos de un alucinógeno.

La granjera sádica, fascista y técnico-burocrática, no se dejaba sublimar bajo la forma de un sueño que reconciliara al despechado con el país de la fantasía donde reina el espíritu. Ningún camino llevaba ahora a Ciudad Gótica, el mejor de los mundos imposibles. Sólo había triunfado allí de los pillos para engrosar acá el ejército invisible, a cuya cabeza marchaba seguido de un Gorila el insomnio de Batman, bajo la especie de una muchacha cubierta únicamente por unos anteojos de pasta; reclamando para sus actividades el privilegio contradictorio de una ilegalidad heroica, como si el Orden mismo nunca hubiera sido más que un caos organizado.

Batman accedió, de otra manera, a la inmoralidad mayor. Independientemente del juicio que habría podido formarse sobre el verdugo, el abandono en que éste lo había dejado, hacía de él una víctima insatisfecha.

Parte de su propio cuerpo desnudo empezaba a desconocer la imposibilidad de llenar el vacío que ahuecaba la otra mitad de la cama.

El molde de esa ausencia funcionaba a su lado como una bomba aspirante que lo ablandaba y absorbía, haciendo de él el proveedor de ectoplasma: el elemento de una materialización que le restituiría a Juana, para convertirlo, de seguir las cosas así con los peores auspicios, en una especie de andrógino, mitad Batman y mitad Juana.

Abrazado consigo mismo y en la imposibilidad de desdoblarse para consumar una unión libre, de suyo abominable, en el lecho nupcial que imitaba el barco de Venus, meciéndose sobre sus resortes, como al compás del orden y de la regularidad de unas olas artificiales, camino de Citeréa; bajo el espejo que esperaba reflejar, desde su concavidad ajustada a un dosel, cualquier imagen digna de la antigua Grecia.

Espantado de si mismo, Bruno Díaz, quien en materia de desdoblamientos sólo había admitido, hasta ahora, la manipulación de su microemisor de infrafrecuencia para comunicarse con algunos androides, procedió a vestirse en un supremo esfuerzo por escapar a la autofascinación, dirigiéndose rápidamente a la terraza, en busca de oxígeno.

Apoyado con ambas manos en el barandal de un amplio terrado que parecía la cubierta de un barco, el desdichado respiró hondo, explayando su mirada extraviada hacía el jardín de plantas exóticas que se confundían bajo un manto de arena, buscando con los ojos el mar invisible desde esa ala del monstruoso bungalow, mar que hacía llegar hasta allí, como si fuera una canción de cuna, el estruendo del oleaje.

Con el rabillo del ojo, Díaz divisó a una figura femenina que se encontraba allí fumando un cigarrillo, echada indolentemente en una hamaca de fibras de coco, a unos metros de distancia; aislada de sus vecinos por unas cortinas que más bien parecían redes tendidas.

Esa atrayente imagen tangencial con respecto al campo visual de Batman fue, de inmediato, desplazada más aún por lo que ocurría directamente bajo sus ojos, al pie de ese lugar elevado, y entre los matorrales arenosos del bosquecillo de marras.

Una escena obviamente perturbadora por sus connotaciones eróticas y odiosa, además, para Batman por uno de los dos actores que jugaban en ella sendos roles protagónicos.

En efecto, bajo el influjo de la luna y de los espíritus animales, invadido por una pasión al parecer no correspondida, el Gorila Burke perseguía encarnizadamente a una mujer de elevada estatura y ágiles movimientos, en la cual Díaz creyó reconocer a la Vieja Dama, a pesar de la pelambrera alborotada flotando a los cuatro vientos y del espíritu juvenil que se desprendía de una figura más evasiva que una langosta, capaz de saltar espectacularmente de un lado para otro, escudándose del acoso detrás de esos árboles que dejaban ver el bosque.

Los delitos sexuales llegan más hondo que el mero estilo y es preciso oponerse a ellos cuando se saben que son destructivos. Batman vio llegado el momento de grandes apuros que le permitiría arreglar cuantas con el estrangulador de Alcatraz, quien sumaba a sus muchos crímenes la afición al chantaje y el intento de violación.

Esperó por unos instantes que un grito de socorro justificara su participación en ese pandemónium.

Perseguidor y perseguido se limitaban a resoplar en el límite de lo audible; porque el terror -decidió el enemigo de los gorilas- le había pegado a esa mujer la lengua al paladar.

Había cruzado ya una pierna por encima de la baranda, cuando sintió que lo llamaban por su nombre de batalla, con una voz melífera y bien modulada.

-Psss… señor Batman, señor Batman.
Su vecina de pieza, abandonando la hamaca, lo esperaba del otro lado de la red, en una postura provocativa, llevándose una mano a su costoso peinado y la otra al cinturón de su hot-pant. El maxiabrigo abierto exhibía unas piernas de bailarina, exageradamente torneadas y ceñidas por medias de tapicería floreadas. Un jubón con gorguera, igualmente gótico, completaba la tenida y bajo él se precisaban unos pechos pequeños de una esfericidad matemática.

El señor Díaz esperó a que ella hablara, impresionado por esa belleza que parecía sustentarse en todos los artificios de la moda, el maquillaje y la peluquería; hasta el punto de parecer una figura abstracta, producto de una imaginación sofisticada pero por lo mismo, altamente sugestiva.

-Es el juego de Venus, que está prohibido prohibir en esta corte de los milagros afrodisíacos- dijo ella, señalando con uno de sus afilados dedos a la pareja que en ese preciso momento doblaba a la carrera, frenéticamente, una esquina, desapareciendo de la escena. -Consulte usted, el diccionario: "De los amores y las cañas, las entradas". Pura, pero pura vehemencia, ningún peligro para nadie en todo eso, mi buen señor, ni menos aún para los interesados. ¿Sería usted tan, pero tan cruel como para romper, dígame, ese secreto de dos, con un preciso golpe de karate? Créamelo, yo lo hallo demasiado, pero demasiado bueno.

La voz brotaba ondulando como del cesto de un encantador de serpientes, buscando la respuesta de Batman que la haría danzar. Facilitaba el diálogo como la música al baile. Sin necedad de vencer su timidez, Batman sintió que entre él y la desconocida se anudaba una conversación extraordinaria por la facilidad con que fluía con indolencia oriental, sin detenerse en nada de una manera precisa.

Halagado, supo que su interlocutora no ignoraba algunas de sus mejores hazañas y que adivinaba -alguien por fin- el desinteresado objetivo de su visita a Chile: el gesto instintivo de un superheroísmo individual, ajeno a los mezquinos intereses del momento, expuesto por lo mismo a las erróneas interpretaciones.

En cualquier caso, los comunistas desaparecerían de la faz de la tierra, a corto, pero a corto plazo, cuestión nada más que de darles un empujoncito, y en eso ella no era partidaria de la pasividad pero sí de la división del trabajo. Los ayudaba a todos el paso, inevitable, pero inevitable, de una época a otra, un cambio de signos zodiacales. Seis mil años por delante para hacer el amor o lo que fuera en un mundo de paz y de tranquilidad. Lugar de concentración: la cordillera de los Andes, nada que ver con los Himalayas, y los pobres muchachos se habían adelantado a eso -ellos eran los dolores del parto- abusando hasta la muerte de la heroína y la morfina, como si todas las drogas, fíjese, tuvieran que ser heroicas.

 
 

 

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