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Pedro Lastra junto a Oscar Hahn, Enrique Lihn y Conie Domínguez en la playa de South Beach, Miami, 1978.
Fotografía de Luis Domínguez Vial,




Enrique Lihn prevalece


Por Óscar Hahn
University of Iowa, Estados Unidos
Publicado en Óscar Hahn, Obras selectas. Editorial Andrés Bello. 2003



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No he conocido a nadie cuya vocación creadora fuera más poderosa ni más variada que la de Enrique Lihn. Poeta, novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista, actor, pintor, dibujante y cineasta incipiente, en él la creatividad era una urgencia compulsiva, una fuerza implacable que lo impulsaba a mantenerse siempre en movimiento, como si tuviera las horas contadas. Un día cualquiera del año 1983, en uno de mis viajes a Chile, fui a visitarlo a su departamento de las Torres de Tajamar. Abrió la puerta, me estrechó la mano y unos minutos más tarde lo vi inclinado sobre una especie de caballete. "¿Qué estás haciendo, Enrique?", le pregunté. "Estoy dibujando", dijo. "¿Algo en particular?" "No. Cualquier cosa. Si no estoy dibujando, escribiendo o embarcado en algún proyecto, no puedo vivir en paz. Tengo la extraña sensación de que ya no me queda tiempo para nada". Cinco años después, los médicos le detectarían un cáncer terminal. Fue como si de pronto ciertos versos suyos se le hubieran llenado de un nuevo sentido: "No hay tiempo que perder en este mundo/embellecido por su fin tan próximo".

La primera vez que vi a Enrique Lihn fue el año 1959, en la casa que tiene Nicanor Parra en la Reina, en la parte alta de Santiago. Tres o cuatro estudiantes de la Universidad de Chile llegamos hasta ahi, invitados por el antipoeta. Lo que mejor recuerdo de esa reunión es la actitud inquietantemente ambigua de Enrique, que a ratos parecía hosco y malhumorado y a ratos celebraba a carcajadas las ocurrencias de Nicanor. Al anochecer regresamos juntos en un autobús, sentados todos en el largo asiento trasero. Traté de entablar un diálogo con él, pero había adoptado una actitud de indiferencia total hacia nosotros y respondía con monosílabos o con gruñidos. Era una situación tan incómoda, que cuando Enrique se bajó de la micro todos respiramos aliviados. "Qué tipo más pesado", dijo uno de mis compañeros. Ésa era la imagen que mucha gente tenía de él. Con el tiempo descubriría que detrás de esa expresión suya de estar siempre oliendo algo desagradable se escondían una gran ternura y una enorme generosidad.

Unos diez años después yo estaba en Arica, en el casino de la universidad, conversando con unos colegas. Alguien se acercó y me dijo: "Te llaman por teléfono. Es un señor Lynch". Pero no era "un señor Lynch", sino el mismísimo Enrique Lihn.

Andaba de paso por Arica. Me contó que iba a un Encuentro de Escritores en Arequipa y que tenía que tomar un avión en la ciudad peruana de Tacna. El problema era que se le había perdido el pasaporte. Le dije que no se preocupara, que lo solucionaríamos rápidamente porque el Cónsul de Chile en Tacna era un escritor: Benjamin Subercaseaux.

Conseguido el pasaporte de reemplazo, yo mismo llevé a Enrique Lihn al aeropuerto de Tacna en mi jeep. Estábamos esperando que llegara el avión en el que debía embarcarse cuando notamos que decenas de personas, cámaras y libretas en mano, obviamente periodistas, inundaban el recinto.

"Qué raro", le dije, "parece que viene alguien importante en tu avión".
Cuando vi que el avión estaba a punto de aterrizar, le sugerí: "Vamos a mirar".
"Seguro que es algún cantante", dijo Enrique.

Se abrió la puerta del avión y apareció Mario Vargas Llosa seguido de Patricia, su mujer. Un poco más atrás divisé a Jorge Edwards y a Pilar Fernández de Castro.

"Bah", dijo Enrique, "deben venir del Encuentro de Arequipa".
"¿Conoces a Vargas Llosa?"
"Claro. Acabo de estar con él en Santiago".
"¿Y a Jorge Edwards?"
"A Jorge lo conozco desde hace años".
"Enrique, se me ocurre una cosa. ¿Qué tal si los invito a Arica?"
"Buena idea. Si quieres, te los presento".

Apenas Vargas Llosa entró en el aeropuerto y divisó a Enrique, se aproximó a él haciendo caso omiso de los periodistas que lo acosaban y lo abrazó con su afabilidad de siempre.

"Enrique. hombre, qué sorpresa. ¿Qué andas haciendo por estos lados?"

Enrique le contó que iba a Arequipa. Después apareció Jorge Edwards y se abrazó con Enrique, como viejos amigos que eran. Yo me había mantenido discretamente al margen, hasta que Enrique, dirigiéndose a Vargas Llosa, le dijo: "Quiero presentarte al poeta Oscar Hahn. ¿Le puedes conceder unos minutos antes de que te rapten los periodistas?"
"Por supuesto que sí", contestó, extendiéndome la mano.
"Señor Vargas Llosa", empecé yo tímidamente.
"Por Dios, hombre, cómo que 'señor Vargas Llosa'. Mario no más".

Le dije que quería invitarlo a Arica a dar una charla.

"Y a usted también, por supuesto", dije, mirando a Jorge Edwards. "No sé si podrían".
"A mí me encantaría", dijo Vargas Llosa.
"Listo, vamos a Arica", dijo Edwards con entusiasmo.
"Hay un pequeño problema", agregué. "No tenemos ni un centavo para pagarles. Yo los puedo venir a buscar para llevarlos a Arica y podemos alojarlos a todos en un hotel muy bueno, pero no nos alcanza para honorarios".
"No te preocupes", dijo Vargas Llosa, "vamos de todas maneras. Pero con una condición. Que me lleves a conocer el Morro de Arica".

Entendí muy bien. Para un peruano, conocer el Morro era una necesidad casi existencial, porque en ese cerro se había librado una de las grandes batallas de la Guerra del Pacífico. Más aún para Patricia Llosa, uno de cuyos antepasados había sido combatiente en la contienda. Acompañé a Enrique hasta la puerta de embarque y me quedé mirándolo hasta asegurarme de que efectivamente había subido al avión.

Durante los días que Enrique pasó en Arica descubrí una dimensión suya completamente insospechada para mi: su gran afecto por los niños. "¿Qué será de los niños que fuimos?", pregunta en uno de sus poemas. A veces pienso que Enrique buscaba al niño perdido que él mismo fue alguna vez. Jugó incansablemente con mi hija Claudia, de tres años. Varias veces Claudita se le subió literalmente a la cabeza sin que Enrique, que se divertía con los abusos de confianza de la niña, hiciera ni el menor esfuerzo por controlarla. Mucho tiempo después, y ya con cincuenta y ocho años a cuestas, Enrique Lihn el bohemio, el poeta maldito, me preguntaría a boca de jarro:

"¿Sabes cuál es mi sueño dorado?"
"No. No sé".
"Tener una familia. Casarme y tener un par de niños chicos".

En 1975 llegó Enrique a Nueva York. "Me fascina la sordidez de Nueva York", me había dicho alguna vez. Lo fuimos a esperar al aeropuerto con Pedro Lastra y Jaime Giordano. En ese tiempo yo estaba viviendo en College Park, en el estado de Maryland, y me encontraba visitando a Pedro en Long Island. Enrique se quedó en la casa de Pedro y yo regresé a Maryland. Unos días después llegó a College Park, en un autobús Greyhound, invitado por la Universidad de Maryland, donde yo estaba haciendo estudios de posgrado. Pedro me había advertido: "Tienes que estar muy atento cuando vayas a esperarlo, porque es seguro que Enrique no se baja y llega hasta Washington". Sus palabras resultaron proféticas. El bus se detuvo, bajaron varias personas, pero de Enrique Lihn ni luces. "Perdió el bus", pensé. La parada en College Park fue breve, ya que no era ni el destino final del viaje ni una parada importante. El vehículo se echó a andar lentamente. Entonces vi a Enrique haciéndome señas como loco desde una ventanilla. Di varios golpes a mano abierta en uno de los costados y el bus se detuvo. Se bajó Enrique y me abrazó con una expresión de gran alegría. "Qué bueno verte de nuevo", me dijo.

Durante tres días se alojó en mi departamento. La primera noche, antes de ir a acostarse, me preguntó:
"¿Y? ... Cómo anda la poesía?"
"No sé. Tengo unos cuantos poemas que he escrito en estos años, pero no sé si sirven".
"¿Porqué no me los muestras? Yo suelo desvelarme toda la noche. Tendré mucho tiempo para leerlos".

Le pasé un montón de hojas sueltas que incluían todos mis poemas inéditos.

A la mañana siguiente, mientras tomábamos desayuno, Enrique me dijo:
"Vi tus poemas. Están muy bien. Yo creo que ahí hay un libro".

Fue a su pieza y regresó con el manuscrito. Después fue poniendo las hojas en un cierto orden sobre la alfombra.
"Este no me gusta, y éste tampoco y éste tampoco", dijo apartando unos tres poemas.
"De acuerdo".
Arrugué las hojas y las arrojé en un papelero.
"Bien", dijo Enrique, "aquí está el libro. ¿Qué tal si ahora le buscamos un título?"

Le propuse varios nombres, que fue rechazando con gestos faciales de desaprobación.

"Hay un título que me ha venido rondando por años (...) Incluso el 73 hice el intento de publicar un libro con ese nombre. Hasta fue anunciado en el catálogo de la Editorial Universitaria, pero nunca salió".
"A ver ... ¿cuál es el título?"

Tomé un papel y lo escribí con grandes letras de imprenta.
"Arte de morir", leyó él en voz alta. "Perfecto. Ése es el título. Si quieres, yo te puedo hacer un prólogo. Tengo algunas cosas que decir sobre estos poemas". Pero no sólo tenía algunas cosas que decir sino muchísimas cosas, todas ellas muy agudas y perceptivas que me revelaron aspectos de mi poesía en los que jamás había reparado y que constituyeron el prólogo a Arte de morir. El libro fue acogido por Saúl Sosnowski en las ediciones Hispamérica.

En 1982 Enrique estaba viviendo en Santiago, en un departamento con entrada independiente que había arrendado en los altos de una casa, en la calle General Salvo. Sonó el teléfono. Enrique lo dejó sonar.
"¿No vas a contestar?"
"No pienso. Es un tipo que me ha estado molestando desde hace días".

El. teléfono seguía sonando.

"Pero, ¿quién es?", le pregunté extrañado.

Me confidenció que había iniciado una relación amorosa con una periodista que era veintitantos años menor que él y que parecía salida de un cuadro de Burne-Jones. El ex marido, enterado del romance, lo acosaba continuamente por teléfono o en persona. Recordé que una vez Enrique me mostró un dibujo de Burne-Jones que lo tenía fascinado. Representaba el bello rostro de una mujer del siglo XIX, con esa mezcla de elegancia, sensualidad y misterio típica de los prerrafaelitas ingleses. Enrique lo había pegado en la pared, junto a su cama. "A los cincuenta y dos años mi corazón late más allá del infarto / bajo la presión de una criatura de ojos translúcidos", escribiría después. Y también: "Posaste una y otra vez para Edward Burne-Jones / De eso hace más de cien años".

A estas alturas el ruido del teléfono me estaba volviendo loco.
"Si quieres contesto yo y le digo que no estás".
"No sé, no te quiero involucrar en este asunto desagradable".
Levanté el fono.
"Necesito hablar con Enrique", dijo la voz.
"Ya no vive aquí".
"Yo sé que Enrique está ahí", insistió el hombre, molesto.
"Ya le dije que no está", repetí, y colgué el fono bruscamente.
"Me ha estado molestando toda la mañana", dijo Enrique fastidiado. "Ojalá que no vuelva a llamar".

A partir de ese momento el teléfono enmudeció.

"Qué raro. No ha vuelto a llamar. Ya me había acostumbrado a ese ruido y ahora lo estoy echando de menos", dijo Enrique riéndose.

Sonó el timbre de la puerta. Enrique se paró a abrir.
"Debe ser mi hermano que quedó de llegar a esta hora".

Desde la silla en la que yo estaba sentado podía ver la espalda de Enrique. Agarró el cordón con el que se abre la puerta mediante un tirón y se quedó ahí parado en lo alto, esperando a la persona que debía subir la escalera. De repente escuché dos balazos. Vi que Enrique se inclinaba hacia la derecha y que caía al suelo. A gatas me fui acercando hacia él, aterrado por la posibilidad de que al agresor se le ocurriera subir la escalera, pistola en mano. Cuando sentí pasos que corrían hacia la calle, bajé la escalera rápidamente y cerré la puerta con pestillo. A todo esto Enrique, pálido, ya estaba de pie.
"Enrique, ¿estás bien?", le pregunté.
"No pasó nada. O el tipo tiene mala puntería o eran balas de fogueo".

Revisamos cuidadosamente el departamento, pero no encontramos bala alguna.
"Si", dijo él. "Tienen que haber sido balas de fogueo. A ese imbécil no le da para más".

Como Enrique había sufrido un infarto meses atrás, después desarrolló la teoría de que el plan del agresor había sido matarlo provocándole un ataque al corazón. Cronista en verso de su propia vida, no dejó pasar esta oportunidad e incluyó el incidente en un poema titulado "Ay infelice". El romance, tan apasionado como conflictivo, dio origen al único libro suyo dedicado enteramente al tema amoroso: Al bello aparecer de este lucero. Tuve la suerte de discutirlo con Enrique. "Este es mi Mal de amor", me dijo pasándome el manuscrito. "Cámbiale lo que quieras Yo ya me cansé de él".

Por esos mismos días Enrique se involucró con otra mujer joven, separada y con niños pequeños. Después de vivir varios años en los Estados Unidos, la muchacha acababa de llegar a Chile y estaba tirando líneas para radicarse en Santiago. Esta vez me sentí en la obligación de hacerle ver los peligros de la diferencia de edad.

“Estás jugando con fuego, Enrique”, le advertí. “Esta niña te va a dejar por alguien más joven”.

Pero Enrique hacía oídos sordos a mis consejos. La relación transcurrió con los altibajos previsibles, pero no por la edad, sino porque Enrique, de algún modo, seguía ligado a la musa del libro.

Una tarde, mientras me encontraba en el departamento que había arrendado en Providencia, sentí que tocaban el timbre con insistencia. Abrí la puerta. Con aspecto abatido entró Enrique Lihn, se desplomó en un sillón y balbuceó:
“Por favor, necesito un café”.
Temblando de rabia me contó que su amiga había terminado con él y que lo había dejado por otro hombre, con el cual incluso pensaba casarse.

“No sabes cómo lo siento, Enrique. Pero yo te advertí que te iba a dejar por alguien más joven”.

Enrique me miró, se paró de la silla, y se puso a caminar de un lado a otro del living, riéndose a grandes carcajadas fingidas, como un actor melodramático sobre un escenario teatral.
“¿Entonces quiere decir que no te importa tanto?”
“Claro que me importa”, dijo él. “Lo que pasa es que me dejó por un tipo… ¡mayor que yo!”, gritó alzando la voz.

La situación me pareció tragicómica.
“¿Y quién es el galán?”, le pregunté con mucha curiosidad, aguantando la risa.
“Un viejo ridículo que debe estar cerca de los setenta. Y además beato y reaccionario. Un sujeto que está en las antípodas de lo que yo represento!”, vociferó con la cara roja de ira.
Después de un largo rato, en el que me dediqué a hacerle bromas sobre lo irónico de todo este asunto, Enrique se calmó.

En los años 1981 y 1982 el modelo económico impuesto por el gobierno militar hizo crisis. Muchos industriales y comerciantes debieron huir del país y otros fueron a parar a la cárcel. No era raro ver en el centro de Santiago a familias enteras —madre, padre, hijos y abuelos— pidiendo limosna en grupos. Del milagro económico se había pasado directamente a la corte de los milagros. En Santiago esto se hizo aun más visible en el Paseo Ahumada, la calle del mismo nombre que el gobierno, durante el falso boom económico, había convertido en un paseo peatonal. Al producirse el colapso financiero, el antes rutilante Paseo Ahumada se transformó en el lugar favorito de toda clase de cesantes, mendigos y vendedores de los objetos manufacturados más inverosímiles. Después de extender un género en el suelo, se instalaban a ofrecer sus mercaderías a precios ínfimos con riesgo para su salud y para su libertad, porque los carabineros se dedicaban a perseguirlos y a hostilizarlos con perros policiales. El Paseo Ahumada llegó a constituirse en un microcosmos del país entero.

De este contexto surge uno de los libros más sorprendentes de Enrique Lihn: el que se titula justamente El Paseo Ahumada. Esta obra quiso ser el correlato de la miseria a la que habían sido empujados miles de compatriotas por el gobierno militar. Tiene formato de tabloide y utiliza el papel de diario más barato Las tapas también son de papel ordinario y la impresión, con titulares en letras negras y rojas, recuerdan a eses volantes que se distribuyen para anunciar la llegada de algún circo pobre. Los títulos de los poemas proceden directamente de las frases que los vendedores y mendigos ponían en pequeños carteles para atraer la atención del público, como por ejemplo "Su limosna es mi sueldo. Que Dios se lo pague". El "héroe" del libro es uno de los personajes más populares del Paseo: el Pingüino, un retardado mental, ciego y epiléptico, que sobrevivía con lo que le daban los transeúntes por sus conciertos de percusión con cajas de cartón y tarros vacíos, los que el Pingüino golpeaba entusiastamente con un palo.

 

 

La presentación oficial del libro fue realizada en el mismísimo Paseo Ahumada en noviembre de 1983. Enrique Lihn leyó los poemas y los ofreció a la venta como si hubiera sido uno más de los menesterosos instalados en el "pedestrian mall". Pero igual que sus prójimos del Paseo, fue humillado y encarcelado hasta que la bulliciosa y persistente protesta de sus amigos escritores y artistas, en la puerta misma del cuartel de carabineros, consiguió que lo pusieran en libertad previo pago de una multa. El Paseo Ahumada, de Enrique Lihn, ha quedado como testimonio político de uno de los períodos más negros de la dictadura.

En mayo de 1987, una vez más de paso en Chile, recibí una llamada de Enrique desde su casa de la calle Passy. Con voz quejumbrosa y entrecortada me suplicó:
"Oscar, por favor, necesito tu ayuda. Me siento muy mal".

Le dije que iría de inmediato. También había llamado a la casa de Pedro Lastra, que estaba en Santiago por unos días, para avisarle lo que estaba ocurriendo. "Voy a pedirle a Cecilia que vaya enseguida a verte", le había dicho Pedro. Se refería a una de sus hijas que es médico.

Cuando llegué a la casa de Passy, vi que Claudia Donoso, sobrina del novelista José Donoso, estaba esperando en la puerta. "Enrique tiene una obstrucción urinaria", me explicó. "Pedro y Cecilia lo llevaron al Hospital de la Universidad Católica. Tengo el auto aquí. Si quieres te llevo".

Después de alrededor de una hora de espera en el hospital, apareció Enrique caminando penosamente y se sentó a esperar que Cecilia y Claudia terminaran algunos trámites burocráticos. Lo primero que dijo fue que nunca en su vida había sentido una sensación tan grande de alivio y de placer físico como cuando le hicieron descargar la orina acumulada, que casi le reventaba la vejiga. El incidente provocó una serie de exámenes médicos posteriores que culminaron con la detección de un problema renal serio. Pero el médico le levantó el ánimo: "No se preocupe", le dijo, "le extirpamos el riñón afectado, y ya está".

La última vez que vi a Enrique Lihn fue el 19 de Agosto de 1987, en la Plaza del Mulato Gil, después de la presentación de mi libro Flor de enamorados. Cuando terminó el acto, me acerqué a Enrique, que se había sentado en una mesa al aire libre con un par de amigos, y me despedí de él. "Nos vemos el próximo año, le dije, mientras lo abrazaba. "O antes", dijo él, aludiendo a un posible viaje suyo a Estados Unidos. Pero uno nunca sabe cuándo una simple despedida, aparentemente trivial, puede ser el adiós definitivo.

El 10 de Julio de 1988 la televisión de Iowa City estaba transmitiendo la Tercera Sinfonía de Mahler. Los elaborados juegos de cámara que hacía el director del programa me distraían terriblemente de la música misma, así que opté por sentarme de espaldas a la pantalla y prescindir de las imágenes. La orquesta interpretaba el cuarto movimiento. Recuerdo vivamente la voz de una mezzo-soprano cantando un texto de Nietzsche. Empecé a experimentar una intensa sensación de dolor espiritual. Bruscamente me paré del sillón y le dije a mi mujer: "Murió Enrique Lihn". "Deberías llamar a Chile", sugirió ella. Tomé el teléfono y marqué el número de Pedro Lastra en Santiago. Reconocí la voz de Juanita, su esposa. Después de saludarla le pregunté: "¿Está Pedro por ahí?" "Pedro fue a la casa de Enrique Lihn", dijo Juanita. Y luego, acongojada: "Enrique acaba de morir".

Hay un verso de La pieza oscura que no puedo releer sin un escalofrío. Es cuando Lihn declara que escribir significa "trabajar con la muerte codo a codo". Porque, increíblemente, ese verso terminó por convertírsele en una experiencia real. Al conocer la noticia de que la muerte ya corría acompasadamente a su lado, Enrique emprendió una desesperada carrera junto a ella, y trató de mantenerla a raya escribiendo poemas, exorcizándola mediante la escritura. De este modo, él mismo se vio —ahora literalmente— "trabajando codo a codo con la muerte". Hasta el extremo de que, cuando sintió que su cuerpo flaqueaba por efecto de la enfermedad y que ya no tenía fuerzas para sostener ni siquiera el más leve peso, pidió que le amarraran el lápiz a la mano derecha, y continuó su tarea: "Todavía aleteo /con el pescuezo torcido y las alas en desorden", advirtió. Sólo entonces, con el lápiz transformado en una especie de prótesis, este heroico inválido pudo dar fin a su obra. Ejemplar y sobrecogedora lealtad de un escritor a su oficio.

"Déjenme acabar en mi ley", exigió también con firmeza, y rehusó las drogas que los médicos querían administrarle. Tal era su empeño en que nada obnubilara su lucidez, en que nada le impidiera contemplar los sucesivos rostros de la muerte que ya estaban desfilando frente a él, y de cuyos rasgos se proponía dar cuenta. Son los textos que, reunidos y transcritos por Pedro Lastra y Adriana Valdés, se publicarían póstumamente con el título de Diario de muerte. La leyenda del cisne que canta antes de morir se había hecho carne.

En uno de sus ensayos de 1977, Lihn afirma: "La escritura es una catástrofe que se goza, una muerte que se vive". ¿Cómo iba a saber que con esas palabras estaba presagiando los meses de su agonía, el duelo a pluma con su propia muerte? Encerrado en la pieza que se va poniendo cada vez más oscura, Enrique Lihn versifica esa querella entre la creación y la nada, y "el papel se cubre de signos, como un hueso de hormigas". La muerte tira hacia su orilla para arrasar esos signos, pero la escritura resiste tirando hacia el lado de la vida. Hasta que la cuerda se rompe. Y cuando la muerte cree que por fin puede cantar victoria, se equivoca de plano. Porque el canto de la muerte no ha prevalecido nunca. Lo que prevalece es el canto de los poetas.



 



 

 

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Publicado en Óscar Hahn, Obras selectas. Editorial Andrés Bello. 2003