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La generación del cincuenta

Y el sino de los premios nacionales


Por Eduardo Llanos Melussa
Revista de Libros, viernes 3 de septiembre de 2004


Seguramente para muchos el Premio Nacional de Literatura 2004 resulta justiciero. Armando Uribe (1933) podrá incomodar a algunos, pero nadie desconoce que se impuso en buena lid, sin autopromociones ni apoyaturas extraliterarias. Sus dos poemarios iniciales, Transeúnte pálido (1954) y El engañoso laúd (1956), aportaron cuotas inéditas de desenfado y autoironía, que resultaban sumamente auspiciosos y le valieron rápidamente el reconocimiento de sus pares. Desde entonces su obra poética creció de modo silencioso, pero siempre digno.

En cualquier caso, los méritos de Uribe no residen sólo en su poesía. Cabe destacar además sus tempraneros ensayos sobre Pound y Montale (quizás los primeros en lengua castellana); sus traducciones de poetas de diversas lenguas (en su mayoría olvidadas en revistas de los años sesenta); sus valientes denuncias y alegatos (El libro negro de la intervención norteamericana en Chile está traducido a doce idiomas); sus obras jurídicas (sobre las cuales nada puedo decir) y, en fin, sus pronunciamientos políticos y éticos. Mientras su ojo de poeta penetra a fondo en las relaciones entre poética y psicoanálisis (El fantasma de la sinrazón y el secreto de la poesía, 2001), su condición de abogado cristiano sale al paso de la codicia y la rapacidad de quienes esquilman nuestro subsuelo y eluden las tributaciones mineras.

Por otra parte, Uribe pertenece a una generación talentosa y diversa, que cuenta con autores destacados en todos los géneros, desde la narrativa a la poesía, desde la dramaturgia al ensayo, desde la investigación hasta la crítica cultural, desde la teoría literaria a la filosofía.

En este sentido, estamos todavía en deuda con la generación del cincuenta. Merece como mínimo una lectura justipreciadora. Fue la última promoción que vivió una cierta normalidad republicana, y fue quizás la primera víctima de la amnesia programada por la dictadura.

Entre los coetáneos de Uribe, Efraín Barquero destaca como un poeta genuino y silencioso. Al igual que Uribe, también publicó tempranamente varios libros entrañables. La compañera (1956) y El regreso (1961) pueden despistar a cualquiera por su aparente simplicidad (que no simpleza); pero una reedición mostraría fácilmente que la autenticidad no puede pasar de moda, porque jamás está de moda.

Congeneracionales de Uribe y Barquero, Enrique Lihn (1929-1988) y Jorge Teillier (1935-1996) murieron sin recibir el Premio Nacional de Literatura. Igualmente precoces y desinteresados, casi todos optaron por la creación y la difusión cultural. Por cierto, no necesitaron el Premio Nacional para perseverar en lo suyo. Y por eso ahora es el Premio el que los necesita a ellos.

Si estuviera vivo, Enrique Lihn estaría celebrando su cumpleaños número setenta y cinco. Nació precisamente un día como hoy, 3 de septiembre de 1929. Donde fuere que ahora esté, poco puede importarle cuánto valoramos su obra y su disidencia crítica. Pero una cultura sana debe aprender de sus mejores representantes y agradecer la disidencia bien fundada, sobre todo cuando apunta al bien común. Y hacerlo en vida de sus autores produce ese efecto de germinación que nuestra cultura tanto requiere.

La práctica del borrón y cuenta nueva es sólo otra forma de prolongar la barbarie, una suerte de virus lanzado contra el disco duro de la identidad nacional. Por algo amnistía y amnesia comparten la misma etimología.

 

 


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Eduardo Llanos Melussa: La generación del cincuenta y el sino de los premios nacionales.
Fuente: Revista de Libros de El Mercurio,
viernes 3 de septiembre de 2004.