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Prohibido estacionar: señales de este tiempo en un poema
de Eduardo Llanos

Por Juan Espinoza Ale



Que la poesía sólo sea leída por poetas o, peor aún, únicamente por algunos de ellos, es un lugar común bastante cercano a la realidad. Las razones son variadas y no es mi intención enumerar o desechar teorías al respecto, sino más bien plantear que tal vez varios de los “autolectores” han contribuido en algo a este fenómeno, por la vía de encerrar sus textos en las cuatro paredes de las tendencias críticas y universitarias de turno. Se escribe muchas veces con manuales de teoría en la mesa, con los gustos de tal o cual jurado o protector en la cabeza y el bolsillo, en fin. Por eso quiero dirigirme hacia un texto que escapa a dicha línea, sin perder profundidad ni riqueza de sentidos.

Me refiero a “Prohibido Estacionar” (1992) de Eduardo Llanos, un texto de aparente sencillez que funciona en varios niveles, apuntando tanto al animal más literario como al lector presuntamente ingenuo. Mediante una estrategia bien desplegada desde el inicio, se entra con familiaridad al panorama que se nos quiere mostrar, producto de la utilización de un marco referencial instalado mayoritariamente en el dominio público y, antes de que podamos darnos cuenta, vernos inmersos en la reflexión más profunda -que es y no es únicamente personal- sobre el hombre de una sociedad en la actual “época de la reconversión”. Esto es lo que más valoro del texto de Llanos: la capacidad de hacer reflexionar al lector de manera empática. En el presente texto, el poeta se habla a sí mismo y a la vez a un “receptor” no necesariamente incómodo con la situación expuesta, recurriendo a lo común-habitual del recuerdo de juventud, para luego profundizar en el presente, movimiento que veremos reiterado y matizado a lo largo del texto, sin perder tampoco la ya conocida precisión en el uso del lenguaje, ni la prolija artesanía sin aspavientos empleadas por el autor desde su conocido Contradiccionario (1983).

Parece algo muy obvio este punto de partida, pero en estos tiempos, en que la “complejidad” resulta un rasgo valioso en sí mismo, pretendido en la gran mayoría de los textos -muy valiosa y estimulante en ciertos casos, pura pirotecnia en otros-, prefiero recordar las palabras de Teillier: “la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda, / que no significa nada sino permite a los hombres acercarse y conocerse (…) que de nada sirven / los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada que decir.”

El texto inicia con una evocación de mujeres algo indeterminadas, amores de juventud, tiempos placenteros puestos en perspectiva, más que melancolía en sentido estricto, creo ver un evocar maduro como arranque, digo, el que nos habla no es quien exhuma a la “amada inmortal” con el pobre vocabulario del corazón, sino más bien el hombre de mediana edad recordando las cuitas juveniles con cierta añoranza por aquellos tiempos pero también con algo de desdén. No obstante, de inmediato vemos cómo ellas -que en parte son las musas y con ellas también la poesía misma- han sido arrebatadas al poeta, por lo cual la vida entera se ha convertido en ausencia, incluso la memoria es propiedad de la empresa, el poder es el que ha monopolizado la fuerza del lenguaje.

Postrimerías del verano, y tú
aprovechas la tarde para evocar esas muchachas
que jugaban tenis de playa con tu corazón.
Todas se han casado con ejecutivos
que andan buscando dónde estacionar
y aprovechan las luces rojas para hojear Fortune
o para llamar a sus secretarias por teléfonos portátiles
y recordarles las precauciones contra el virus computacional
que podría arrasar la memoria de la empresa.

La reminiscencia es quizás engañosa, una excusa más bien para hablar críticamente del presente de aquellas muchachas, de las musas que amasaron de alguna forma el corazón del poeta en otro tiempo y que han sido arrebatadas por el dinero y sus multiplicadores. Sobre esto último, es interesante que el poeta elija como figura a ejecutivos evanescentes, vaporosos, indeterminados, casi meros entes abocados al aumento del capital; ni ingenieros, ni abogados, ni “emprendedores”, sino ejecutivos que hojean Fortune, que son en definitiva la encarnación humana del “mercado de valores”.

Si bien la imagen del tenis de playa recuerda unos versos de Lihn (“Un gran amor, la perla de su barrio / le roba el corazón alegremente / para jugar con él a la pelota”), en este contexto la referencia se potencia con otras: el verano, la playa -del mar y de estacionamientos, siempre encontraremos esta ambivalencia-, en un juego que se repite a lo largo de los distintos fragmentos. Se comienza con las menciones presuntamente inocentes a la memoria y, por medio de las féminas recordadas, se regresa a su presente textual y existencial, remarcando la decadencia de los años mozos, que es, más que física, moral o espiritual:

Y al cabo tú también andas buscando
una playa donde estacionar tus huesos unas horas
para que tus latidos rimen de nuevo con el mar
ahora que quieres escribir S.O.S. sobre la arena,
aun sabiendo que si una de ellas regresara
por el túnel de los años y leyera tu mensaje,
apenas se preguntaría de qué empresa es la sigla
y en cuál spot aparecía.

La memoria en definitiva tiene ese aspecto de tranquilas vacaciones en medio del trabajo diario de sobrevivir en el mundo actual, en la velocidad que la bolsa nos impone a todos, participemos o no directamente en ella. El sujeto tiene conciencia de que no tiene sentido buscar ayuda ahí, que el pasado ha -lógicamente- desaparecido, pero lo realmente terrible es el tipo de “hoy” por el cual se ha reemplazado, presenciamos entonces una suerte de nostalgia invertida astutamente: el dolor aparece con el regreso, en este caso, a la “pobreza” del presente.

El juego de contrastes entre la desesperanza y el recuerdo -en su mayoría de la experiencia erótica- cruza también gran parte del poema. En cuanto a la relación con la mujer, ésta no podría ser catalogada de buenas a primeras de misógina o, si se quiere, de burguesa, órbita ésta, dentro de la cual el deseo toma la forma del control, del poder ejercido siempre sobre un objeto o alguien a quien se concibe como tal. El poeta reconoce el poder fascinador que la mujer ejerció y todavía ejerce sobre él, y el retrato erótico no es más que un ejemplo y prueba de ello.

He ahí a esa muchacha subida al fin a tu escritorio
lanzando su blusa a la lámpara para oscurecer la escena,
como una diva sexitosa y diestra en el suspenso:
hela ahí de pie sobre tu lecho desvencijado,
espléndida como una domadora desnuda
amansando el mar desde una balsa.

El sujeto es un náufrago en un mundo del que la memoria no puede rescatarlo. Los versos siguen, con un profundo realismo a la hora de generar imágenes o sugerir comparaciones, y el poeta es sacado, en el discurso, de ese laberinto de la memoria, de esa Arcadia de la tibieza y lo carnal, para regresar, guiado por la poesía -esa “gran máquina negra”-, al “desierto de lo real” en donde actitudes como la de los primeros versos ya no son posibles, y del cual, sabemos, no se puede prescindir.

No dramatices: ya ha vuelto la luz
y será mejor que te habitúes
a este gran supermercado donde todos
han hallado su lugar y empujan su carrito.
Tu actitud de despistado desentona
y si no compras algo llamarán a los guardias.
Has de saber que aquí todo marcha sobre ruedas
y está prohibido estacionar.

En este gesto podemos encontrar quizás un rasgo de poética importante, la constatación del poeta situado en el mundo, en medio de la vida y la vía pública, pero a la vez se nos comunica la sensación de estar fuera, no desde las alturas, sino desde la pérdida de la conexión afectiva y efectiva con la comunidad que lo rodea, lo que cambiará, como veremos más adelante. En esto podemos ver una doble conciencia en marcha, por un lado se es capaz de entender la mecánica (retórica) social y por otra incapaz de compartirla. El mundo es un supermercado, pues sus reglas han colmado todos los rincones, donde las relaciones sólo son de compraventa. En este nuevo mar siempre en movimiento, el poeta no puede más que recordarnos la imagen del albatros baudeleriano, entre el despiste y la inutilidad; y es lógico, pues al carecer de vínculos reales, concretos con el prójimo, el sujeto en lugar de asumir la alienación, toma conciencia -en palabras de Fromm- de su soledad y apartamiento, no bastándole la satisfacción de sus “necesidades de gusto” o de consumo. “El gran supermercado del mundo” es ante sus ojos una cárcel de la que tiene que escapar para conservar su equilibrio mental, o asumir su condición de engranaje en un mecanismo productor de valores económicos.

Y tu alma, ¿no es ahora un pordiosero ciego
esperando hace años con la mano tendida
en la misma esquina en que había una parroquia
y donde hoy se construye un edificio de estacionamientos?

Los fragmentos van llenando poco a poco una serie de anillos temáticos concéntricos, desde el hombre y su ensoñación, el amor o la experiencia erótica, el presente, tanto propio como el de las otrora muchachas inocentonas o sencillas (que no son jamás lo mismo), hasta una reflexión sobre la decadencia variopinta del contexto y la impotencia de las letras frente a ella. El contacto y contraste, la amalgama de tales referentes se hace explícito en el fragmento X:

Pero qué tiempos son éstos en que nadie
quiere perder la tarde para ganar la vida.
Los poetas reencontramos a las antiguas amadas
haciendo cola en la ventanilla de un banco
o tramitando papeles en el Conservador de Bienes Raíces
o retirando en las oficinas de sus ex esposos
un cheque de pensión alimentaria.
Y nosotros, ni ejecutivos ni ejecutores,
sino más bien ejecutados,
guardamos nuestros manuscritos,
como papiros garrapateados en una lengua muerta.

Luego, la discontinuidad mujer-musa-poesía queda aún más clara, mientras el poeta mira su escote, cita y parafrasea a Alberti y a Bécquer respectivamente, en un gesto absurdo que él mismo se encarga de desnudar como tal, la irrealidad en que el sujeto se ha sumergido, por una parte, y la realidad enajenante por el otro, se imponen en la culminación del encuentro, como ya se anticipaba “…nadie / quiere perder la tarde para ganar la vida”: se vive y sobrevive en un acto de inercia, perdidos ya el sentido y las prioridades mínimas en nuestra relación con el entorno, incluida en él la humanidad. Hay una negación permanente, el cuestionamiento al mundo incluye al poeta mismo. Es él quien, en el poema, se siente parte de una sociedad incomunicada, no es el hablante soberbio y clarividente que domina bien y mal o que se arroga una misión superior. La distancia entre el recuerdo de aquellas muchachas y estas “señoras relativamente deseables todavía” no podría ser mayor, no son ellas con las que el poeta se reúne, ni son ellas las que hablan, es la voz de un nuevo sistema la que escuchamos, que banaliza la existencia, que convierte en oro todo lo que toca, así, el mundo sólo conserva su valor de cambio.

Ellas te cuentan qué han hecho en estos años
y te hablan de una dieta de frutas y verduras
y de los deslices de unas amigas que no conocerás.
Hacen gimnasia aeróbica por las mañanas
mientras sus esposos hacen gimnasia bancaria.
Todos sintonizan los mismos programas de T.V. Cable
y envían sus coches al mismo garage,
sus cuerpos al mismo gimnasio
y sus almas al mismo terapeuta.
¿El fin del milenio? Bueno, un weekend
ligeramente más largo que los otros.
¿Y el planeta depredado? Una pelota de golf
que algún loco embocará en un hoyo negro.

A partir del fragmento XIII el poema toma otro rumbo: finalizado el (re)encuentro, el poeta se dirige hacia la autorreflexión, sin por ello dejar de estar bien situado en el contexto que ya hemos mencionado. Se nos entrega una crítica profunda y aguda del sistema literario, también en muchos casos tributario en estrategias del sistema general. Al final, Llanos expone el contrapunto a su propia negatividad, en un ejercicio de búsqueda de lo “sagrado” y puro como respuesta al sinsentido -en este caso- particular de su condición de creador, lo que a mí modo de ver es fundamental, pues la mera exposición del sinsentido no significa necesaria ni automáticamente una actitud de resistencia frente a él. El autor nos entrega su visión de una posible salida, mediante una poesía comunicante, tanto de la belleza aún sin corromper, como de la colectividad, en donde la unión de lo que parecen conceptos contrarios todavía es posible.

(…) para que flote simplemente de ola en ola
hasta alcanzar intacta la otra orilla de esa isla
en que una muchacha aborigen guardará estos versos
como un talismán latiendo entre sus senos
y donde tú serás de nuevo el gondolero que tararea la antigua barcarola
o serás tú mismo el barco de papel
el bote embotellado una goleta viento en popa
y con ella en la proa como única pasajera
saludando a otros veleros con la banderola de su cabellera suelta
y sin más velamen que esas sábanas albas,
limpias como las almas de aquellos abuelos anarquistas
que juntaban sus canas a la luz de la luna.

Para terminar, creo que el poema nos descubre un país en transición, una vez concluido el horror de la dictadura: una transición tanto “política” como “valórica”; meramente cosmética la primera, atroz y muy concreta la segunda. Quizás la constatación de que la dictadura ha ganado la guerra ideológica y las masas, entre ellas las amadas -que, como ya se dijo, son también metáforas de aquellas musas, de la poesía misma, cuyo artesano contempla con perplejidad- están inmóviles, ofrecidas en vitrina. El germen que se venía incubando durante los años donde gobernó entre otras brujas la mentira, al fin florece en la libertad del mercado y se sabe que dicha libertad es siempre antitética. Así también, esta vez de manera más explícita, el poema nos muestra cómo la memoria otorga posibilidades distintas de presente y de futuro que la realidad oprime ferozmente. De esta forma podemos volver al título y su significado: “Prohibido estacionar” es el rechazo hacia el sujeto, la imposibilidad de detenerse o de escapar a la velocidad impuesta por las transacciones del más diverso tipo; el hombre está situado en la vida contemporánea, expuesto a los medios y al control ejercido por los poderosos a través de ellos, sometido a la prohibición de hacer un alto para repensar el pasado, el presente y un eventual rumbo diferente -que es siempre personal y colectivo-; por lo tanto, es también el desarraigo y la inevitable “nostalgia del futuro” lo que el poema sugiere desde el título, e intenta resolver en su desarrollo. Ahora bien, no creo que el texto sea en sí una completa lectura de la transición, y no tiene por qué serlo, pero obviar el hecho de que se instala poéticamente en ella, que refleja algunos de sus aspectos importantes, que encarna de buena forma la resistencia al olvido, a veces intimista pero también aludiendo a lo público inmediatamente cercano, negar aquello hablaría mucho más del propio lector y de su miopía, que de una falencia efectiva del autor o de la parcialidad culpable del hablante en cuestión. En esta misma línea, pedirle que sea la lectura “definitiva” de esos años sería aún peor y una muestra de antiecologismo bastante injusta -para con Llanos y otros poetas, no sólo de su generación- y un nerudianismo que ojalá desaparezca de una buena vez de nuestro mundillo literario, y del mundo en general. Por otro lado, aunque es un poema-libro, su publicación se enmarca dentro de la Antología Presunta (2003), en donde, por supuesto, muchos temas se potencian y profundizan, hacia adelante y hacia atrás en la cuenta de los años.

Los fragmentos finales, si bien aluden a la contingencia literaria, no pueden ser entendidos como algo exógeno al contexto general, y nos muestran una visión negativa de cierta realidad y el “ambiente de las letras”, que el poeta presupone no será recibida de buena gana. Es verdad: algunos jamás perdonarán al autor el haber sido elogiado, entre otros, por Lihn y por Rojas en su momento, ni haber ganado tales o cuales premios dentro y fuera del país; otros no perdonarán su silencio editorial, o el haber pensado lo que decía en lugar de sólo decir lo que pensaba; y es que hay un ethos muy necesario martillando en sus poemas, desde “Aclaración Preliminar” en adelante, que no puede eludir la contingencia y que aún hoy molesta, incomoda, a cada cual donde y como le corresponda.

 

 

 

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"Prohibido estacionar" señales de este tiempo en un poema de Eduardo Llanos.
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