Diamela Eltit
 
 







Lumpérica: Un libro excepcional

Por Agata Gligo
Publicado en en Revista Mensaje. Nº 343, Octubre de 1985


 

Diamela Eltit:
Lumpérica, Ediciones del Ornitorrinco. Santiago, 1983


Repitiendo lo elemental: como toda obra de arte -o tal vez más que cualquier obra de arte- este brillante libro no sería lo que es sin su forma. Experimental, ha sido llamada. Un adjetivo que, naturalmente atrae en un sentido y aleja en otro. Atrae por lo que implica de juego, de búsqueda formal, de falta de solemnidad. Aleja por lo que el "experimento" pudiera tener de gratuidad, de cabriola prescindible.

Sin embargo, esta novela experimental tiene como pocas esa condición de necesariedad que parece esencial en la creación artística. ¿Podría esta escritora haber escrito otra cosa? Más bien, ¿podría no haber escrito esta obra? Podría -pregunto- en el sentido de la carta de Rilke: "Investigue la causa que lo impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en o más profundo de su corazón". Hay -sin duda- un mundo con coherencia propia, que mueve a Diamela Eltit a escribir así y no de otro modo: nos encontramos frente a uno de esos libros que -a pesar de su manifiesta y cuidadosa elaboración- parecen haber elegido a su autora para que los escriba y no lo contrario.

En un espacio único y delimitado: una plaza pública, "que prendida por refes eléctricas garantiza una ficción de la ciudad" (p. 7) y en un tiempo que en la obra es una noche -pero que en la realidad correspondería a meses, años, o la vida entera- la protagonista, cuyo sólo nombre: L. Iluminada irrumpe desde el principio como refulgente elemento poético, se expone a la luz de un aviso al que la ficción literaria ha premunido del poder de imprimir u otorgar ilusión de identidad a los que alumbra con la letra, la luz o el color adecuados: "Porque el frío de esta plaza es el tiempo que se ha marcado para suponerse un nombre propio, donado por el letrero que se encenderá y apagará, rítmico y ritual en el proceso que en definitiva les dará vida: su identificación ciudadana" (p. 7)

La obra se desarrolla en torno a esta situación-símbolo. L. Iluminada pasa la noche en la plaza. Los sucesos exteriores u objetivos son escasos, casi nulos. Sin embargo, la peripecia de un lenguaje fuerte va dando vida a una aventura intangible. Pareciera que una conciencia externa al personaje -sea la luz del letrero, la mirada del lumperío, el lente de la posible filmación- la completa, la ayuda a existir, o más exactamente, a ser. Miradas desembozadas u ocultas la buscan durante toda la novela y ella cuenta permanentemente con el hecho de ser mirada. Esta presencia de un ojo ajeno tiene la virtud de acrecentar su energía erótica. La protagonista tiene -y transmite- una poderosa sensación de su propia sexualidad: una sensación que empieza y termina en ella y que no parece perseguir la posesión masculina. Una especie de motor vital, una carrera continuamente reiniciada: "Emprende trote nuevo más cuidadoso aun, más lisonjero el sonido peculiar de esos pastelones que ubican sus cascos de mejor manera" (p 56), un goce -o dolor- de su propia existencia física, un despliegue de fuego animal que no la conduce al encuentro "de los anticuados ritos" (p. 57), sino constituye un peculiar camino hacia su propia identidad: "Pero ¿cómo se tienta a la luz eléctrica?, ¿bajo qué mecanismos la perturba?, si relicha, si muge o brama, si se estira perezosa como gata, si se arrastra como insecto bajo los bordes del farol, si croa, si pía ¿hará que ese cable la cabalgue?" (p. 59). "Ha olvidado a los pálidos en su espectáculo de tentación a la luz eléctrica. Pero no, no es del todo así. Esta omisión es necesaria para llegar de pleno a la autonomía de refulgir sin impedimento, sin más luz que la de sus propios cueros" (p. 60).

La presencia de su ser de hembra es muy fuerte en la obra. Sin embargo, pareciera que lo que pretende en su diálogo con el luminoso es la amalgama de todas sus identidades: de mujer, personal, intelectual y colectiva. Sin duda, la particular savia femenina constituye un vehículo especial de aproximación. Pero ella busca fundamentalmente su identidad social y en ella disuelve su faceta femenina. Necesita confundirse con "los desarrapados de Santiago (...) que han venido a buscar su área: el nombre y el apodo que como ficha les autorizará un recorrido" (p. 7). Necesita confundirse o relacionarse o encontrar su lugar con los seres de la marginalidad, "los pálidos", como los bautiza en la novela. Son el lumpen que llega a la plaza, sí, pero no son los únicos al margen, también están los que se abandonan "en el mismo país que nos condenó" (...) "marginados de toda producción" (p. 122). Por eso se sume "en el éxtasis de perder su costra personal, para renacer lampiña, acompañada de todos ellos" (p. 8).

El gran asunto de este libro novísimo se inscribe, entonces, en esas preguntas viejas como el mundo: ¿Quié soy? ¿Quiénes somos? ¿Qué lugar ocupo? ¿Cuál es nuestro rol? A las cuales se agrega un acento prestado por la contingencia, pero devenido fundamental: ¿Cuál es nuestro papel ahora? ¿Qué lugar ocupamos en esta ciudad, en este país y en este tiempo? Y su papel -de escritora- la hace clamar: "Pero ellos, los condenados, nos insisten en su búsqueda y Santiago se perfila en quimeras". El oficio, el rol que cada uno juega en el espacio ciudadano, aparece como elemento clave de las respuestas. Dice la autora de su heroína: "Ha adquirido otra identidad: por literatura fue" (p. 16).

La fusión entre vida y oficio -en la trama concreta vida y literatura- informa hermosamente la totalidad del libro. Cuando, por ejemplo, "se tenderá en la plaza sis sus borradores, dejará que el césped la contagie" (p. 179) o cuando "por primera vez su sonrisa la convulsiona, ha visto la frase completa y se arrastra sobre ella para frotarse".

Hay más: no sólo el oficio afirma la vida, confiere identidad. El propio libro y su autora se miran a sí mismos, se exigen rigor, se prohíben las concesiones. No se dejan vencer "por la tentación de estampar sus excedentes" y "nada la asola tanto como sus propios modales que envolviéndola le han confirmado su particular estilo". Así, aunque parezca contradictorio con la identidad colectiva perseguida -o alcanzada- esta exploración profunda del ser y de la realidad por la literatura puede significar soledad.

El rigor, la prohibición de concesiones se extiende también al lenguaje. Imposible otra cosa: el lenguaje es el gran protagonista de Lumpérica. Logra que acompañemos a L. Iluminada en su hazaña estática, que le creamos. La plaza fría y fantasmal, la noche interminable, los desplazamientos repetidos nos envuelven, nos retienen. ¿Por qué?

Es un lenguaje en que resuenan ecos de lo mejor de nuestro idioma. Ecos, ritmos muchas veces oídos -el siglo de oro viene a nuestra mente- asimilados por Diamela y que han abonado y enriquecido un estilo rico de por sí. Eso golpea al lector desde la primera página, mucho antes de llegar a la confesión de la autora: "Castellano esfuerzo ha desplegado para reubicar su diseñado espacio" (p. 176). Castellano esfuerzo que ha producido un lenguaje tenso, fuerte, elegante, originalísimo por la elección de vocablos cultos y su combinación con los corrientes y una cierta ruptura de la frase. "Castellano esfuerzo", cuya calidad se sostiene durante todo el libro.

Hemos dicho que el argumento de la obra es casi inexistente. ¿Es Lumpérica una novela? Así se ha calificado y hemos seguido esa denominación. Sin negarla, hay que agregar que es también un gran poema, en cuyo interior las formas se diferencian. Los mismos sucesos, al ser tratados de maneras diversas -y hasta en géneros literarios diversos- parecen adquirir una realidad y fuerza cada vez mayor. Porque al desarrollo primero en una prosa de alto vuelo poético e idiomático, se intercalan los mismos hechos reexaminados bajo el ojo crítico y técnico de una posible filmación. En los capítulos 2 y 7 el lenguaje preciso y escueto del interrogatorio tiene la virtud de mostrarnos el tema y la plaza en una ecalofriante desnudez. En el capítulo 3, la parte animal de la protagonista corre libre y suelta en fragmentos de gran belleza que subrayan y desarrollan su peculiar postura sexual. En el capítulo 6 se profundiza en los sentidos del oficio creador -siempre la literatura- y se la presenta en sus diversos finas -evasión, burla, ficción, abandono, ojetivo, engranaje, etc.- en poemas que examinan el tema, pero que además tienen un valor en sí mismos y podrían ser considerados independientemente de la obra.

El juego del lenguaje prolonga hasta el amanecer el balanceo entre el cuerpo viviente y la vida recreada, entre los movimientos reales y los apodos, nombres o letras que lanza el letrero luminoso. Ella, L. Iluminada, "no podía equivocarse y creer erróneamente que era impresa por una letra que nunca le había correspondido en realidad" y supo "después de una corta mirada que le era imposible precisar con certeza una combinatoria exacta. Que dos, tres o cuatro letras podrían caber sobre ella si se paraba en el lugar preciso" (p. 193).

La energía creadora y la experiencia vital -recogidas y plasmadas en toda su profundidad- y la realidad -introducida y multiplicada por la luz natural- dejan la novela abierta al lector.

 

 

 

 
 


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