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El texto como apertura


Por Manuel Espinoza Orellana

 

Recordamos a Maurice Blanchot, he aquí el ensayo en su mayor esplendor, el texto crítico, el texto, la suma de sus aventuras confiadas a la palabra escrita. Se piensa para unir, fragmentar las formas, las formas que se cree encierran evidencias y estas sólo pueden entregarse descomplementando los sucesos que parecen confirmarlas. Pero a veces, muchas veces, no hay nada, nada más que apariencias y ellas son en sí lo que dicen de sí mismas, lo que consignan como única evidencia. Así el arte, es búsqueda sin fin, sin finalidad, haciéndose en su presencia, mostrándose como sentido que el observador creer descubrir uniéndose a un encadenamiento de certezas que se hace, conjuntamente, con la presencia de las obras.

Blanchot hizo de la palabra crítica un arte ¿Qué se hace si no se escribe? La escritura es una comezón de la mirada, victimaria de la mente que no puede hacer más que ordenar el universo disperso y encontrar en el caos una cierta razón de vivir. Él iluminó el texto de otros sin traicionarlos, exento de suposiciones, pura acción de los signos, menester analógico brillando de posibilidades, extendiendo, abriendo rutas a la imaginación, mostrando visiones de lo posible, fundiendo en su ardor lo nominado, en cuya función lo ausente muestra sus señales. La escritura ha sido su arte, su modo de estar en la vida comunicándose, totalizándose en la predicción de lo impredecible, transmutándose en la aventura de un discurso que traduce el devenir constante de las cosas del mundo que son cosas del ser humano.

Para quienes desahucian la validez del ensayo y todo lo someten a informaciones objetivas, he aquí una duda profunda, cuando el siglo XX ha terminado y la especialización plantea sus estragos al intelectual. Es que la información versa sobre hechos consumados, una certeza, forma de un límite que resalta el acto y niega temerariamente el devenir, el instante en que el acto ha de deshacerse y sus fragmentos reintegran una distinta certeza. Cuando se dice, esto es, automáticamente se está diciendo, esto no es. Lo que la mirada percibe se escurre a través del tiempo irremediablemente, y todo perece o va perecer y su certeza adquiere la relatividad de lo que es temporal, porque todo es temporal en el universo, aún más allá de la voluntad de quienes hacen de ciertas cosas paradigmas reiterables. Lo que está siendo la palabra lo diseña y surge alumbrado en un ángulo que siempre hará otro de sí mismo.

Blanchot aplica su discurso a la tarea de hacer que estos distintos ángulos den sus destellos más inéditos, así Sade, Lautreamont, Bataille o Camus, Marx o Levy-Strauss, etc., muestran en su escritura la variedad de sus posibles iluminaciones evocadas en el recurso de su inagotable polisemia. Es que el texto está disponible siempre, palabra que interroga la palabra y busca lo que su engañosa mudez puede o pretende esconder. Allí, en su pura materialidad compacta pareciera estrellarse la mirada, pero bajo, sobre, tras su piel, en su esencia arbitraria, en sus alianzas congéneres, el signo pone su silenciosa musicalidad y atrae como las sirenas a los marinos de Ulises, con el rumor de algo que al precisarse se adivina quizás, o está como una negación en la apariencia que cubre siempre la certeza.

Blanchot organiza su escritura sobre la escritura de otros, no hay más remedio, todo está dicho a través de los siglos, sólo cabe la reedición, acomodar los tiempos a una nueva coloridad que apenas toca la epidermis y señalar, ajustar el equívoco de las interrogaciones y de las respuestas, mostrar que en el blanco está también el negro. Pero él no niega el texto del otro, sólo lo abre, penetra sus cauces, sus fauces e introduce en ellos la mirada y hace palpitar los colores dispersos de la semántica, acuerda extensiones, busca el tema que se escapa. A propósito de la muerte de Bataille surge en él el tema de la amistad, ese modo-dice- de estar en el silencio de una cercanía que hace del otro un ser reconocible en las palpitaciones de la conciencia, del acuerdo, la alegría de la tristeza, pero en el silencio que no necesita romperse, pues la amistad no necesita de la calificación ni del reproche ni del aplauso, sólo el reconocimiento de una fuerza que fluye en una corriente de una empatía que no permite separaciones, nada más que saber que se está en ella y por ella en cierta unidad, cuyo latido es estar conciente de compartir el mundo, sus visiones y negaciones, llenándose de matices que se complementan o se apartan pero no dividen ese núcleo esencial por el que se unen en un sentimiento que realza lo humano.

Hay una morfología del signo que él pudo prever, no de su apariencia material, emergiendo de ella, negándola quizás para abrirse a diversas constataciones de la mirada. El signo es una resistencia que invita a romperla, hendir su oscuridad y dejar el vacío o el sentido, la coincidencia del acto que florece en una semántica, que acaso es momentánea, como una certeza detenida provisoriamente, temblando de inseguridad, esperando el golpe de luz que al alumbrarla las deshaga, para que, al fin, surja el polvo de una nueva esencia y el sentido regrese como una tembladera que se niega a morir.

Así, en esa expedición de la escritura, interrogó la simbología de Lautréamont y penetró la oscuridad negada por sus detractores. Confirmó en ella una escritura poética más allá del mal o del bien, un juego mediante el cual el autor entrega la alegoría de un mundo hecho de fragmentos del mundo real, asociaciones de elementos como pequeñas novas desplazándose en el universo del lenguaje, correspondencias, acercamientos de la mirada, pues sólo la mirada puede adivinar las formas, en que los sueños del ser humano vaticinan lo imposible del existir, o de aquello que existiendo será siempre un imposible en la imagen del poeta. Blanchot operó sobre aquel desplazamiento la lucidez de sus propios signos, descompuso el orden del texto y mostró que tras él no existía una penumbra alcanzada por la sospecha, rea del castigo, ni una perversidad de quienes condenaban al poeta. Había solamente el ludismo de una superficie textual organizando unas relaciones de los signos que eran unas relaciones poéticas posibles, fundadas más en la apertura ilímite a que da lugar el juego de la escritura. Si el mal ha sido clasificado, ordenado, definido con arreglo a la ideología, ésta no ha hecho otra cosa que fundamentar una estructura por la que ciertos actos humanos se califican y al calificarlos se resaltan cualidades que sólo el lenguaje puede describir. Luego, la intervención lúdica de esos lenguajes es un sistema de posibles constituibles en formas simbólicas de la contradicción, pues también el bien es una categoría en virtud del lenguaje y entre ambos polos es dable organizar una diversidad ilímite de posibilidades, como el " Fausto " de Goethe, por ejemplo, y toda la literatura gótica del siglo XVIII. Los cantos de Maldoror venían a constituir une obra poética en que el bien y el mal eran elementos de un juego, arquitectura de símbolos cuya interpretación imaginable más allá del contexto en que el lenguaje no daba lugar a demasiadas atribuciones, podía hacer del texto-como ocurrió en verdad- una presencia unilateralmente calificada. Blanchot al reflexionar sobre el corpus global pone de manifiesto el ludismo de los signos mediante un conjunto de analogías que hacen de él un producto poético enlazado a la simbología más o menos generalizada en la poesía de la época.

Así florece su reflexión sobre Camus, su libertad para sumirse como un intelectual que defiende la integridad de su mirada, aun en sus posibles errores, el individualismo de su crítica a la cultura, a la historia, a la filosofía y su planteamiento sobre la absurdidad del existir que no es un sentido del absurdo falsamente traducido por la crítica, sino la absurdidad compuesta de muchos gestos, formas en que lo humano refleja el espacio de errancia ciega, ese tantear constante de los sucesos, del acaecer que hiere o exalta pero que siempre es el error cotidiano de una clasificación de certeza.

Camus muestra en el " El extranjero " la imposibilidad de un yo responsable de los actos, figura narrativa mistificada por la tradición, el extranjero es siempre el ser humano, víctima de su lenguaje, hacedor de mundo en que se pierde sin saber, sin descubrir verdaderamente el origen de su propia imagen, fundador de gestos, ademanes que van esculpiendo una visión en la que a menudo se origina un desencuentro, sombra que jamás se disuelve para mostrar la luz de un certeza inmodificable. Qué puede saber Meurtsault, de sí mismo, como para hacerse solitario de sus actos, dueño de sentimientos que acaso están en él, en la imagen de él que quizás no encuentra porque nunca ha tenido tal experiencia, pues negándose a buscarla se ha perdido en cierto existir cotidiano con el que ha barajado su absurdidad.

Y de pronto en el discurso de Blanchot aparece C. Marx, y en él va descubriendo la aparición de tres lenguajes distintos: uno lento, directo, en que se refleja el "escritor de pensamiento" inscrito en la tradición, sirviéndose del logos filosófico, acudiendo a referencias de Hegel o de otros, buscando las contradicciones, oponiendo respuestas, siempre diciendo algo porque se siente con algo que decir, algo que afecta a la historia y cuyo valor sólo es " en el momento de paro o de ruptura de la historia ", es su verdad o la verdad, pero es algo que define, que penetra en el hombre y enrarece su imagen tradicional, y ese lenguaje de Marx -dice Blanchot- se interpreta unas veces como humanismo, incluso historicismo, otras como ateismo, incluso nihilismo. El segundo lenguaje es el político, que parta él es momentáneo y directo, " pues cortocircuita todo lenguaje " si no tiene un sentido y nada más que una llamada, una violencia, una decisión de ruptura". Y el tercer lenguaje de Marx es para él el indirecto, su discurso científico por el que es honrado y reconocido por los representantes del saber. Ese lenguaje responde a la ética del sabio, " acepta someterse a toda revisión crítica ". Y cita un texto de Marx : " Llamo vil a un hombre que busca acomodar la ciencia a intereses que le son extraños y externos ".

Es su palabra instrumento de una búsqueda de las diversa fases del signo, estableciendo relaciones que constituyen formas analógicas de la representación, modos de cuestionamiento de la verdad que se escinde siempre en muchas verdades constituyentes, sólo de certezas en devenir. La cultura, lo culto, el límite siempre transgredido por el oficio de la crítica, la denuncia de lo inmóvil y su constante irrespeto hacia lo prohibido por la manera de abrir el mundo hacia su constante enjuiciamiento. La escritura de Maurice Blanchot ha constituido una forma ejemplar en un mundo que, al privilegiar la especialización, carcome, fragmenta, divide al ser humano haciendo de él una presencia diluida en lo colectivo.

 

 


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