EDGARDO SALAS SANTANA
 
 


"El Oráculo de la Patata"

CUARTO CAPITULO

Cría cuervos...  Don Florisondio Bonilla lo sabía, lo hacía muy a sabiendas y además, no criaba cuervos, sino mastines y éstos lo habían hecho muy famoso y muy mentado en la provincia. Aunque insistía una y otra vez en que todo el mundo lo tratara de “General” como en sus buenos tiempos cuando agitó el sable en las filas del ejército, los lugareños siguieron diciéndole de Don y con su lengua de trapo que tienen los pobres para pronunciar las consonantes, completaron la gracia llamándolo Bolilla. Don Bolilla, el viejo de los perros. Y qué perros. Unos perrazos enormes que después vendía a los agricultores y a los vecinos que acudían a él desde los villorrios más apartados, declarando que necesitaban una fiera que les cuidara la propiedad, dispuesta a despedazar al primero que osara introducir un pie en el vallado o en el antejardín de sus casas sin antes anunciar su presencia a grandes voces para que los sujetaran como es debido. Se los vendía criaditos y enseñaditos, tan bien enseñados, que cada comprador debía llevarle con tres semanas de anticipación los calcetines y los calzoncillos y las bragas sucias y los paños higiénicos de su mujer y los zapatos, las calcetas y los churreteados de sus críos y hasta los pañales de las guaguas de teta para que el mastín fuese sabiendo desde ya a quienes no debía tirárseles encima en ningún caso porque serían sus amos y él, en su calidad de perro, debía convertirse en su mejor amigo, como está escrito hasta en la biblia. Tenía que hacerlo así porque hasta el momento de venderlos, todos sus perros sabían una sola cosa: que cualquier otro animal, y muy especialmente los que andaban en dos patas y llevaban el cuerpo cubierto de trapos en vez de pelos, habían sido creados por Dios con el solo fin de poner el culo para que ellos se los descuartizaran a dentelladas. Dos semanas antes de efectuar la entrega comparecían por primera vez los futuros amos y el ex-general, que se las sabía todas, los atendía personalmente y los ayudaba a vestirse con unos trajes a prueba de mordeduras, con escafandra y guantes, recubiertos completamente de una fina rejilla de acero y acolchados por todos lados, tan anchos y gordotes, que dentro de ellos parecían buzos caminando en seco, sin manguera pero con el mismo andar despatarrado que en las profundidades del océano, y en ese atavío los llevaba al recinto amurallado y alambrado donde tenía sus jaulas. Para qué decir que por el camino, al cual llamaba irónicamente el vía crucis, sus visitantes iban cagados de susto y se les encogía el alma cada vez que al pasar por delante de una jaula oían el ladrido súbito del mastín que, advertido de su presencia, sin esperar más de un segundo se les arrojaba furibundo y chocaba las narices y los dientes pelados como cuchillos contra el enrejado y sin importarle el dolor del narizazo, se quedaba porfiando allí como si quisiera pasar el hocico entre medio de los barrotes para sacarse del cuerpo esas ganas locas de agarrarlos a mordiscos y hacerlos pedazos de una vez por todas. Los ladridos de su furia insaciada irritaban a las bestias encerradas en los cubiles vecinos y a poco andar, envolvía a los intrusos un concierto ensordecedor de carreras, saltos, ladridos y rugidos, capaz de encogerle el ánima al mismísimo Sandokán. Animalitos como ésos sólo podrían inspirar amor, y don Floro los amaba más que a su vieja y casi igual que a sí mismo, y con razón porque eran todo su orgullo, sin duda alguna un buen negocio y la mala leche que con tanto afán les inculcaba era su mejor propaganda. Cada vez que se enteraba de que uno de sus ex-alumnos había puesto en amarillos apuros a los cirujanos del doctor Fricke en Alhajuela para armarle la cara o las manos a alguna de sus víctimas y que antes de llevarla al hospital había sido necesario darle el bajo a la bestia para poder arrebatársela de las fauces, el hombre se sobaba las manos con indisimulada satisfacción. El dueño del mastín volvería pronto a comprarle un nuevo animal y todo el mundo seguiría sabiendo que tratándose de perros bravos, no había como los de don Florisondio en toda la provincia de Póntigo Cobimbano y quizá, en todo el país, oiga. Su ojo de buen comerciante le había enseñado que aunque cueste creerlo, los compradores de perros malos además de la pasión por los animales, portan también en el alma una poca de amor al prójimo. En efecto, la mayor parte de ellos insistían una y otra vez, como excusándose, en la necesidad siempre creciente pero ahora francamente imperiosa de protegerse de los ladrones, dándoles un escarmiento inolvidable. Cada cual tiene que ser responsable de sus actos. Los ladrones, también. Que el perro los matara era su riesgo y ojalá lo hiciera, total, un delincuente es un delincuente, y un delincuente menos..., sólo puede ser bueno para la humanidad toda, y a renglón seguido agregaban que viera usté, don Floro, cómo se ha ido echando a perder la situación ahora último, desde que está gobernando el marxista de mierda ése del doctor Valiente, es el acabóse, el colmo, oiga, si parece increíble pero es cierto que ya ninguno de nosotros puede ni siquiera dormir tranquilo, porque a la hora en que uno se descuida, ¡zás! que se aparecen los extremistas armados con picos, guadañas y machetes y en un dos por tres se toman las casas de la estancia para adueñarse después de todas la tierras y repartírselas entre ellos, o bien se introducen disimuladamente en los campos a predicar revoluciones, a soliviantar a los jornaleros y a los cafetaleros, y a meterle en cabeza a medio mundo que nos exijan que les empecemos a pagar con dinero y no con pura harina como dicen los muy mal agradecidos, como si la harina no costara nada... Linda la que agarraron: ¡ahora quieren maravedíes!... Ya no pasa una sola semana sin que los cañeros inventen pliegos de peticiones o sin que se pongan a organizar huelgas para obligarnos a inscribirlos en el seguro de enfermedad, para que les concedamos regalías o para que les demos vacaciones. ¡Dinero y vacaciones, don Florisondio!, ¡Vacaciones y con plata en el bolsillo quieren!, dígame usté cuándo se había oído una brutalidá semejante, oiga. Buena la vamos a hacer cuando a esos perlas se les ocurra no trabajar los domingos y mandarse a cambiar o quedarse entibiando sus propios huevos, una semana por año... ¡de vacaciones!... Con decirle que si ya estamos sacando el pan como una flor en este país..., ¿cómo irá a ser cuando los rojos saquen adelante su maldita reforma agraria?... Entonces sí que nos van a dar el bajo a todititos, pero antes nos van a cortar las pelotas con el machete bananero... Sí, don Floro, así están las cosas hoy en día, oiga: si el estado no nos protege para nada y la plebe, ensoberbecida, sigue sentándose en las leyes, de alguna manera tendremos que defendernos. Con perros, pues, con perros..., para empezar, claro, pues, qué menos, si esa gente no entiende con palabras..., y todos asentían con sus cabezas y repetían lo mismo y terminaban afirmando en coro que la situación no podía estar más mala, que así no se podía trabajar, que eso nunca había ocurrido antes en el país y que era el acabóse. Otros clientes eran mucho más directos y daban a entender clara y desembozadamente sus apetencias. Entraban con miedo, pero gozando interiormente como chinos con el espectáculo que daba el perraje, y no se andaban con rodeos para decir que habían ido a buscar un cánido bravazo, uno que ni ladrara pero que fuese capaz de hacerle collera a un león. Muchos de sus clientes, especialmente los más jóvenes, los hijos de los estancieros y los señoritos de la ciudad estaban acostumbrados desde niños a jugar con armas de fuego, gustaban raparse el cráneo, vestirse con chaquetas de cuero y con botas gruesas y entoperoladas con acero, masticaban chewing gum y entraban al recinto hablando de ofensivas, de ataques y de aniquilación, como si quisieran prepararse para una guerra con sus semejantes o como si ya se encontraran involucrados en enfrentamientos bélicos y casi acababan de gusto con sólo oír los nombres que el viejo zorro, que les conocía el lado flaco, les había dado a los mastines que tenía ya completamente adiestrados y listos para la venta. Nombres cortos y gringos que sonaban como el chasquido del látigo o que de por sí sugerían ferocidad, crueldad y sangre brotando a borbotones. Había, finalmente, quienes le compraban perros con el propósito de hacerlos luchar entre sí, por el puro placer de ver correr sangre en la contienda o porque deseaban montar un espectáculo sangriento para un grupo selecto de sus amigos personales, los cuales apostarían elevadas sumas de dinero para pronosticar quién mataba a quién, igual que en las riñas de gallos.  Para todas y cada una de esas buenas almas don Florisondio tenía un mastín. Y no un mastín cualquiera, sino el energúmeno preciso y exacto para la finalidad deseada. Era lo que la gente quería, y por algo le iba tan ré bien en el negocio: porque respondía prontamente a las inquietudes y a las demandas de su clientela. A eso se le llama marketing. Experto en perrazos enormes, como los de raza bóxer o pastor alemán, de ésos que bien pueden degollar a una vaca con sólo saltarle al cuello, criaba también animales algo más pequeños pero de ferocidad reconocida – así decía – especiales para la vigilancia de las casas y los apartamentos en la ciudad y se ufanaba de poder adiestrar a cualquier perro y hacer de él, a cortísimo plazo, una verdadera fiera. Su actividad pedagógica le había dado un gran renombre y cualquier cantidad de dinero. Algunas gentes le llevaban cachorritos recién destetados para que él los iniciara en la escuela del mordisco y los siguiera enseñando y adiestrando hasta convertirlos en bachilleres y candidatos a la universidad del asesinato, conscientes de que todos los canes nacen buenos, ciegos, más o menos pelados y de que siguen siendo intrínsecamente bondadosos e inocentes mientras su vida se reduce a emitir chilliditos, a restregarse y revolcarse entre ellos y a hociquear a tentones hasta colgarse de las teticas maternas. Es el humano, creado a imagen y semejanza de Dios, quien gracias a la superior capacidad de su encéfalo puede transformarlos en unas fieras asesinas. Y en esa dimensión, don Floro era sumamente humano. Resultado indirecto y a todas luces desafortunado de uno de sus actos de humanidad fueron, sin duda alguna,  las graves heridas que según se rumoreó en Puerto del Manglar – vaya uno a saber si ocurrió así o si fue, en realidad, consecuencia de quizás qué prácticas perversas – el Fifí, el perrillo faldero de la familia Morandé Larraín-Mancheño, una de las más ricas de Alhajuela, transfigurado según el relato súbitamente en un pequeño monstruo, infirió una noche al dueño de casa con sus dientecillos de piraña al enterrárselos en la raíz del órgano péndulo, cuando su ama, que cometió el error de no expulsarlo de su alcoba al recibir la visita de su esposo, minutos más tarde y en medio del alud de palabras incontroladas del orgasmo sollozó sin darse cuenta, enfática y estridente como un santo y seña la orden de ataque que Don Bolilla tras varias semanas de rudo entrenamiento había conseguido grabar a lo que es patadas por el culo en las células grises de su cerebrito. Mastines irascibles, perros de presa, galgos corredores de atroz dentellada, bull-dogs furibundos y hasta bastardos grandes, toscos y de mala entraña que recogía por las calles, llenaban con sus ladridos el aire en su propiedad; de ella salían mensualmente unos veintidós en calidad de mercadería cara pero de primera calidad y con el bozal de cuero remachado y a prueba de balas embutido en el hocico e incluido en el precio, a cumplir su noble tarea de meterle miedo a medio mundo y diente a quien lograran agarrar. En sus jaulas blindadas ladraban, rugían y gruñían unos cientoveinte perros feroces en distintos estadios de adiestramiento que exigían grandes precauciones de los criados encargados de llevarles el alimento, el cual debía ser carne fresca, cruda y en lo posible, sangrante. No en vano se sabía que muchos de los perros vagos que hostigados por los injurias de los adultos y las pedradas de los niños capturaban por las calles de Puerto del Manglar los odiados funcionarios de la perrera municipal, no eran aniquilados ni con veneno ni con el caritativo golpe de corriente eléctrica que proclamaba a los cuatro vientos el alcalde para tranquilizar a la chusma, sino que iban a parar vivitos y coleando a Guacarambó – a lo de don Floro – y que llegando allá eran despedazados y devorados a medio morir saltando por sus congéneres, a quienes, muy contra su voluntad, acababan por nutrirles a la vez el cuerpo y el espíritu en medio de una orgía de bulla y de sangre.

¿Qué pasó ese día? – Nadie podrá decirlo. Algunos, como lo hizo el mismo general para tener a alguien a quien echarle la culpa y alivianar así su propia responsabilidad, querrán ver el rabo del demonio por detrás de esa atroz desgracia, y hasta a mí mismo, que odio a quienes andan por esta vida buscando sobrenaturalidades donde no las hay, cada vez que me acuerdo de aquella hecatombe me da por pensar que a lo mejor es cierto que todo aquéllo no fue cosa de este mundo sino un desborde incontrolable de las fuerzas del mal, que reventaron allí de repente como un alud de violencia y crueldad inatajable y que unidas en una furia desatada de dimensiones catastrofales imposible de detener ni aún con la cruz de Cristo, arrasaron con todas las clemencias, con las del hombre y las del propio Dios y arrollaron a esa pobre gente, arrastrándola en un minuto a la angustia, a la desesperación y a la locura. Fue ese miércoles maldito que la mano artera e inmaterial de algún espíritu intrínsecamente perverso abrió las jaulas, todas de una vez y todas de par en par e hizo lo mismo con la reja principal que daba al camino real y que distaba apenas medio kilómetro de las primeras casas de Guacarambó. Y antes de que transcurriera en el aire la breve vida de un suspiro, salieron de allí y a toda carrera más de cien mastines ladrando y rugiendo y se desperdigaron por las calles de la aldea, atacando a cuanto cristiano hallaron a su paso. Las sorprendidas gentes no tuvieron qué oponer contra ellos y quienes atinaron a proteger a los niños interponiendo sus propios cuerpos recibieron gravísimas mordeduras. Los que alcanzaron a refugiarse en sus casas presenciaron un espectáculo dantesco, una escena de horror parecida a las que se anuncia para el fin del mundo, en que hombres, mujeres y niños eran virtualmente despedazados por las dentelladas de esas fieras, cuyo instinto asesino las llevaba compulsivamente a masacrar y masacrar bípedos buscando cada vez una nueva víctima que morder, como si en eso se les estuviera yendo la vida. Esos enormes animales saltaban limpiamente las vallas y las cercas de los patios y echaban abajo de un solo empellón las puertas de las chabolas donde vivían las gentes pobres. Los gritos de miedo y de dolor de sus víctimas, sumados a sus propios ladridos no hicieron más que excitar todavía más a esas bestias descontroladas. Muy pronto empezó a correr la sangre por el empedrado de la plaza principal y a filtrarse en la tierra reseca que hacía de asfalto en las callejas laterales. Algunos vecinos alcanzaron a reaccionar y dispararon contra los mastines, pero éstos corrían y saltaban con tal rapidez y se involucraban de tal manera con las gentes a quienes arrollaban, que la mayor parte de los proyectiles erraron el blanco. Esos perros locos se arrojaban contra toda persona que veían, a menudo de dos o tres a un mismo tiempo y se disputaban a dentelladas el derecho a seguir mordiendo y mordiendo; guiados por la enseñanza de Bonilla, muchos de ellos buscaban obsesivamente el cuello de sus víctimas para clavarles sus colmillos en las venas más gruesas del cuerpo. Los heridos que no quedaron tirados en el suelo intentaban huir, pero alcanzaban apenas a correr algunos metros antes de desvanecerse y volver a caer, debilitados por la pérdida de sangre. Si bien la mayoría de los afortunados que no fueron mordidos huyó tratando de salvarse, hubo muchos hombres y mujeres que se armaron con lo que encontraron a mano y salieron a enfrentar a las fieras. En pocos minutos la aldea se convirtió en un campo de batalla. La lucha fue encarnizada y difícil porque los mastines, mejor adiestrados para el enfrentamiento y la lucha cuerpo a cuerpo, sabían muy bien cómo neutralizar a los garrotes, las palas, las azadas, las hachas y los cuchillos que los humanos esgrimieron contra ellos en su desesperado intento por liquidarlos. Tan sólo las piedras, que son las balas del pueblo, tuvieron algún efecto y consiguieron, una y otra vez, poner en fuga a uno que otro de esos perrazos y conseguir que soltaran momentáneamente a algunas de sus víctimas. Quienes echaron en falta la ayuda de los cachacos e invocaron en su desesperación el nombre de la benemérita cual si fuera el de la mismísima Divina Providencia lleváronse una sorpresa comparable sólo a su desesperación porque, por una razón que todos – o casi todos – los pobladores de Guacarambó hasta el momento desconocían, los guardiaciviles habían recibido el día anterior la comanda de cerrar el retén y acuartelarse en Puerto del Manglar junto a todos los demás efectivos rurales de los distritos considerados tranquilos, para reforzar allá al contingente policial. En vista de la desaparición no anunciada e inexplicable de la guardia civil local, el subdelegado Venancio Insunza, que así llamábase al ciudadano que hacía de alcalde en la aldehuela y que por ser, como la gran mayoría de los huacarambanos militante de la Unidad Popular del doctor Valiente, no tenía la más mínima idea de lo que ocurría a esas horas en el resto del país, se colgó desesperado del teléfono, llamó a la intendencia provincial y al primero que contestó a su llamada le gritó, excitadísimo, que por favorcito le mandaran ayuda, porque los perros de Don Bolilla se habían soltado y mantenían a la aldea sitiada por el terror y los conchudos ésos de los cachacos no aparecían por ninguna parte. ”Van dos compañías del regimiento Cosacos del Rhin... Y con usté vamos a tener que conversar personalmente, porque eso de venir a tratar de conchudos a los guardiaciviles..., ¡ES UNA INSOLENCIA QUE NO PUEDE QUEDAR SIN CASTIGO!” – le contestó una voz  destemplada. Súbitamente inquieto, Insunza preguntó que con quién estaba hablando y cuando le pidió a su áspero interlocutor que por favor lo comunicara con el intendente, escuchó por toda respuesta el chasquido que echa el teléfono cuando lo cuelgan con violencia. ”¿Qué está pasando?, ¿qué mierda está pasando en Puerto del Manglar?” – se preguntó extrañado. Pero lo que ocurría allá afuera y ante sus ojos era tan espantoso, que desplazó a un segundo plano a todas sus aprensiones. Consciente de que en ese minuto su primer deber era participar en la lucha contra los mastines, cargó su escopeta y volvió a la calle, a defender la vida de sus conciudadanos. ”¡Ya vienen los milicos!, ¡ya vienen los milicos!” –les gritó para tranquilizarlos. El pobre no podía imaginarse las consecuencias de su anuncio. 

¿Qué ocurría entre tanto en el puerto?  En Puerto del Manglar ese día salió el sol igual que siempre, pero todo lo demás y todo lo que pasó después fue distinto. Los obreros y las obreras que como de costumbre abandonaron sus camas muy tempranito para emprender la marcha hacia sus fábricas y los borrachitos que con mayores o menores posibilidades de éxito intentaban el retorno a casa por sus propios pies después de haberse pasado la noche bebiendo sin parar, registraron con sorpresa la gran cantidad de soldados que recorrían las calles armados de ametralladoras y hablando con guoki-toki y no pudieron dejar de alarmarse al ver tantos vehículos militares, en su mayoría jeeps, camiones y carros de asalto, que pasaban corriendo a toda velocidad y en distintas direcciones. Las gentes que vivían en el centro de la ciudad se despertaron más temprano que nunca al oír resonar contra el pavimento el desusado traca-traca de las orugas de los tanques que a eso de las seis de la mañana echaron a andar en dirección a la Plaza de Colón, donde tomaron posiciones estratégicas frente a la Catedral y a los edificios del Ayuntamiento y de la Intendencia Provincial. Quienes se levantaron de sus camas y abrieron las ventanas advirtieron inmediatamente que ocurría algo sumamente desusado. Lo que vieron era el comienzo de la versión póntigo-cobimbana del golpe de estado. El intendente provincial, Sándor Ahumada, fue detenido a esa hora en su domicilio. Se lo vió salir rodeado de soldados, despeinado, todavía en pijama, mortalmente pálido y sujetándose contra la boca un pañuelo blanco a todas luces insuficiente para restañar la sangre que le manaba en abundancia desde el primer culatazo que recibió apenas abrió la puerta del apartamento que ocupaba en el tercer piso del edificio. Se notaba a las claras que la llegada de los militares a su domicilio lo había cogido totalmente por sorpresa porque siendo dentista, el hombre sin duda sabía muy bien que cuando ya estás crecidito, diente que te echen abajo no te vuelve a salir nunca más y por lo menos habría atinado a protegerse la cara con el brazo antes de abrir la puerta. Casi al mismo tiempo instalóse frente a la Catedral un grupo de soldados armados de fusiles. Uno de ellos quebró con el cañón de su arma los vidrios de la mampara de la casa episcopal. Inmediatamente se encendieron las luces en el segundo piso, se vió aparecer en lo alto del balcón una figura inconfundible y el vozarrón de Carabantes sacudió las copas de los árboles de la plaza.

- ¡¿QUÉ PASA?!,¡¡¿QUÉ ESTÁ PASANDO ALLÁ ABAJO?!!       

-¡VOS TE CALLÁS, HIJO DE PUTA!, ¡DESDE ESTE MISMO MOMENTO ESTÁS BAJO ARRESTO DOMICILIARIO! le contestó el megáfono de un oficial en uniforme de combate que al igual que sus subordinados llevaba la cara pintada con betún para que nadie lo reconociera, porque en ese país los milicos, a pesar de estarlos viendo a cada rato y a montones, por alguna razón que desconozco todavía creían que todos los negros son iguales.

-¡NO METAS A MI MADRE EN ESTE ENREDO, DEGENERADO!, ¡VOSOTROS NO TENÉIS EL MÁS MÍNIMO DERECHO A ARRESTARME!, ¡NI A MÍ, NI A NADIE!, ¡¿HABÉIS ENTENDIDO?!

-¡ESTO ES UN GOLPE DE ESTADO, IDIOTA!, ¿ACASO NO TE DAS CUENTA, CURA DE LAS RÉ PELOTAS?

-¡NO HAGÁIS EL RIDÍCULO!, ¡RECOGED VUESTRAS ARMAS Y VOLVED AL CUARTEL!

El oficial dirigió hacia sus soldados un breve gesto de asentimiento. Una lluvia de balas ascendió desde la calle y pasó rozando el balcón de Carabantes. Al obispo no le dió ni la tos. Mientras la bandada de balas en camino al alto cielo pasaba a pocos centímetros por delante de sus narices, el prelado encendió tranquilamente su pipa y expelió el humillo hacia arriba con delectación.

-¡ÉNTRATE, ÉNTRATE A TU CASA, CURA CONCHETUMADREE!, ¡ÉSA FUE SOLAMENTE UNA ADVERTENCIA!, ¡A LA OTRA TIRAREMOS A MATAR!

El purpurado siguió en el balcón e insistió en pedirles que se mandaran a mudar.

- ¡RETIRA A TU GENTE  DE LA CASA EPISCOPAL, TE DIGOOO! gritó perentorio al oficial. De abajo no hubo respuesta. Carabantes entró en su casa.

-¡Já, já, por fin se le aconcharon los meados a su Eminencia! rieron los soldados. Pero la risa les duró menos de un minuto porque Carabantes reapareció en el balcón y les vació encima un balde de agua.

-¡CURA HIJO DE PUTAA!, ¡¡CURA DE MIERDAAA!! gritaron, indignados, los soldados y volvieron a disparar hacia el balcón. Esta vez, apuntaron un poco mejor y las balas pasaron algo más cerca del obispo. Pero éste no aflojó.

-¡SALID INMEDIATAMENTE DE ALLÁ ABAJO, OS DIGO!, ¡EL SEGUNDO BALDE LO PUSE A HERVIR!

les gritó Carabantes y volvió a entrar a su casa. Los soldados abandonaron precipitadamente la vereda de la catedral. Para todo el mundo quedó claro que respetaban muy a regañadientes la orden de sus jefes de no tocarle un pelo al obispo. Alguien les habría prohibido liquidarlo, aunque gritara cualquier cantidad de insolencias. Cinco minutos  más tarde los espectadores casi cambiaron de opinión cuando vieron llegar a un grupo de soldados que empujaban trabajosamente un gigantesco cañón hasta la plaza y que jadearon, todos juntos, el parto de los montes hasta dejarlo emplazado frente al balcón de la casa episcopal. Después aparecieron dos artilleros que estuvieron varios minutos haciendo los puntos y moviendo el arma para arriba y para abajo hasta dejarla apuntando justito, justo contra el balcón de su eminencia. Quienes con curiosidad morbosa esperaron el cañonazo que habría de descuartizar al porfiado arzobispo con casa y todo se llevaron una desilusión lenta pero contundente. No oyeron la explosión que deseaban. Un par de minutos más tarde se encogieron de hombros y con cara de desencanto se sacaron los dedos del hoyo de las orejas. El cañón quedó allí, listo para disparar al más mínimo signo de desobediencia, y Carabantes no volvió a salir. En ese momento quedó claro para la ciudad y el mundo que acababan de acabarse los dimes y diretes entre las autoridades militares y eclesiásticas de Puerto del Manglar y que el obispo había quedado arrestado en su domicilio y vigilado a corta distancia por un cañón capaz de dejarle los huevos colgando de los cuernos de la luna. Superado así el incidente, el operativo pudo continuar y los soldados procedieron entonces a ocupar los edificios del Ayuntamiento y la Intendencia provincial que estaban vacíos porque recién eran las siete y media de la mañana y para la enorme mayoría de los manglareños a esa hora todavía no se ponían las calles y cuando el Capitán Muñoz Hermosilla, encargado de esa parte del operativo, se quebraba la cabeza tratando de averiguar qué carajo contenía el cerro de papeles que ocultaba casi por completo la ajada superficie del escritorio en el despacho de Sándor Ahumada, oyó sonar el teléfono y a través de él, la voz excitada de Venancio Insunza que no entendía adónde mierda se habían metido ni qué diablos estaban haciendo los tarados ésos de los cachacos, que no iban a cumplir con su obligación cuando en Guacarambó a medio mundo se lo estaban comiendo los perros.

Junto al simbólico gesto de dignidad del doctor Luna que con sus propias manos (porque nadie se atrevió a obedecer su orden), izó a media asta la bandera en el Hospital John F. Kennedy de Alhajuela al enterarse de la muerte del doctor Valiente y que hubo de pasar por ello largos años encarcelado, la airada reacción del arzobispo Carabantes fue la única manifestación de resistencia que debieron enfrentar ese día los golpistas en Póntigo Cobimbano por parte de la población civil, debido en primer lugar a que los civiles no tenían otras armas que las piedras que brotan del suelo, y en segundo lugar, a que ellos se levantaron más temprano que sus adversarios. Convencidos de que es cierto el aforismo ése que afirma que el pájaro madrugador es el que se agarra el gusano más gordo y acostumbrados como estaban al toque de diana y a todo el rollo ése de la mili, empezaron a moverse antes del amanecer y cuando el reloj de la plaza tocó las ocho de la mañana ya tenían todos los edificios y oficinas públicas de la gobernación provincial en su poder. Piquetes de soldados patrullaban las calles con una lista que contenía las direcciones de los ciudadanos adictos al gobierno del doctor Valiente y aprovechaban la ronda para mandar inmediatamente a todo el mundo de regreso a sus casas. Varios jeeps dotados de altoparlantes recorrieron la ciudad explicando a la gente que debían mantenerse en sus casas y advirtiendo que todo aquél que fuese sorprendido en la vía pública y que no estuviese en posesión de un salvoconducto emanado de la autoridad militar correspondiente sería apresado de inmediato por los efectivos militares, los cuales tenían además la comanda expresa de hacer uso de sus armas de fuego al primer intento de fuga o de resistencia, a la menor mueca de desagrado o al más mínimo movimiento repentino o sospechoso, porque la autoridad militar de la provincia acababa de ordenar el toque de queda. Toque de queda..., ”¿qué será eso?” – se preguntaron muchos. ”Será por poco tiempo” – pensaron otros... y se quedaron dieciséis años esperando que los milicos levantaran la medida, lo que vino a ocurrir recién cuando, bajo la presión de la opinión pública mundial y en vista de las malas caras que les ponían a sus representantes en las naciones unidas, el gobierno castrense decidió adoptar otra política y cambió la dicta-dura por la dicta-blanda. Esa mañana las dos radios locales, Emisoras Unidas Libertad de Puerto del Manglar y Radio Galena de Alhajuela, como si se hubiesen puesto de acuerdo para hacerlo a la misma hora, cambiaron repentinamente su programación y empezaron a transmitir solamente marchas militares, una detrás de la otra, sin hablar entre ellas ni una sola palabra, como si a sus locutores, habitualmente tan proclives a llenarles las orejas a los radioescuchas con las cabezas de pescado aquéllas que hablaban sin parar ni para tomar aliento, se les hubiese secado la lengua. Si hubiese permanecido diez minutos más en su cama, el alcalde municipal manglareño –  don Ildefonso Garretón Pinilla, un obrero tipógrafo comunista – habría alcanzado a escuchar por la radio el ominoso compás de las fanfarrias, habría parado las orejas y habría tenido, quizá, la posibilidad de salvarse emprendiendo la fuga. Pero el destino es el destino, nadie se muere en la víspera ni al día siguiente ni tampoco en ningún otro lugar que el preciso y señalado porque así está escrito en las estrellas y el hombre marchó de prisa al encuentro de su desgracia porque había convocado una reunión del servicio de recogida de basuras para las ocho y cuarto de la mañana y antes de empezar quería echarles una última miradita a los horarios de los camiones para la temporada de primavera que empezaba en septiembre y recordarles a los basureros que no se olvidaran por favor de que en una semana se adelantarían los relojes en todo el país para aprovechar mejor la claridad matutina y ahorrar energía eléctrica. Como si hubiese sido cosa del diablo, no se topó por el camino con ninguna patrulla militar, y recién cuando llegó a la plaza vió con asombro que aquélla se encontraba completamente llena de soldados. ”¿Qué chuchas pasa? – alcanzó a pensar antes de que el milico ése le cerrara el paso.

- ¡ALTOOO!, ¡¿P’AÓNDE VÁI, MIERDAA?!

 -Al Ayuntamiento. Soy el alcalde.

El soldado, un muchacho que bien podría haber sido su hijo, le soltó de inmediato un culatazo en el pecho con una indiferencia casi profesional. A Garretón se le nubló la vista y cayó de rodillas. Otros dos milicos lo cogieron de los brazos y, sin darle tiempo para reincorporarse, lo arrastraron hasta un furgón que llevaba pintado a cada lado y sobre el techo el emblema de la cruz roja sobre un cuadrilátero de color blanco. En su interior, tres milicos armados de manoplas vapuleaban a golpes al intendente Ahumada, cuya cara, hinchada como una sandía, manaba sangres por todos lados.

-¡Aquí tienen al alcalde!

Como a las diez de la mañana llegaron a Guacarambó los Cosacos del Rhin y se distribuyeron por las callejas disparando como los rambos. Bien puede decirse de ellos que fueron los únicos milicos que combatieron ese día en la provincia de Póntigo Cobimbano porque los mastines de Bonilla estaban calibrados para atacar animales bípedos y entrenados para repeler toda clase de agresiones humanas y les dieron guerra en toda la línea. A pesar de los fusiles automáticos, la pelea duró casi tres cuartos de hora y muchos soldados resultaron heridos al no poder apuntar contra esas bestias cuando se les tiraban encima. Y cuando al final del combate los perros que al comienzo los habían salido a recibir con tanto entusiasmo se replegaron en derrota y les permitieron llegar a la plazoleta de los feriantes, los milicos encontraron allí una gran cantidad de heridos gimiendo por los suelos, mientras una docena de civiles, la mayoría de ellos varones, luchaban desesperadamente contra esa jauría de mejores amigos del hombre que no se dejaba intimidar por los estampidos de las armas de fuego. Uno de ellos, que llevaba en la mano un fusil a todas luces sobreviviente de la Batalla de Verdún, logró salir del cerco y corrió hacia ellos gesticulando y llamándolos a gritos a apurarse.

-¡¿Quién va?!,  ¡¡¡¿QUIÉÉÉÉN   VAAAA?!!! gritó el Teniente Piñera.

-¡¡VENANCIO INSUNZAAA,  EL SUBDELEGAADOO!!
Con un corto ademán de su cabeza, el oficial – que por lo visto traía sus órdenes – dio a sus soldados la comanda. Seis de ellos dispararon y el cuerpo de Insunza, antes de venirse al suelo, se sacudió convulsivamente, cogido por los impactos que le perforaron el tronco.

-¡¡¡ASESINOO,  ASESINOOO!!! gritaron quienes presenciaron el hecho pero hubieron de arrojarse precipitadamente al suelo, esquivando aterrados la lluvia de balas que les mandaron de inmediato los Cosacos del Rhin para que fueran entendiendo, desde ya, que el silencio es oro y que en boca cerrada no entran moscas.

-¡¡¡¿QUE NO VEN LOS HIJOS DE PUTA, QUE ESTE HOMBRE NOS QUISO ATACAR CON SU FUSIL?!!! rugió Piñera con voz estentórea. Desde el dolor y la niebla que le borroneaba la vista en la debilidad de la agonía que se lo venía comiendo, Venancio Insunza alcanzó a distinguir las dos figuras que se le acercaron. Una de ellas, para él totalmente desconocida, era la del teniente milico, un hombre joven de piel clara y bigotillo fino como el que usaban en los años cincuenta los galanes del cine azteca y la otra, el caracho inconfundible por lo sembrado de granos, pústulas y chañacas de mi sargento Washington Bravo, el jefe del retén de la Guardia Civil de Guacarambó, apodado por su aspecto el Piñatra, que venía muerto de la risa.  

-¡Así es que vos sós el que nos trataba de cachacos conchudos!, ¡Muérete ahora, conchetumadre, y cágate de gusto..., porque los cachacos te matamos!

- ¡No... güeón... de... Piñatra...,oh!... ¡Fueron... los... milicos!... Ni... d’eso son... capaces... los ca.. cha... intentó replicar, a la vez que con un esfuerzo sobrehumano se llevó las dos manos hacia la cara e hizo con ellas el ademán de reventarse una pústula.

-¡CA...CHACO CHAÑACO!... consiguió gritarle juntando todas sus fuerzas y expiró.

Las escenas de ese día quedarían grabadas para siempre en la memoria de los sufridos pobladores de Guacarambó. No era para menos porque allí jamás pasaba nada y porque, modestos e ingenuos como todos los labriegos, estaban acostumbrados a la paz, a las bromas y a la alegría y a sus cuentos de aparecidos, y de guerras sabían solamente los poquitos que bajaban de cuando en vez a Puerto del Manglar, los menos de ellos aún con el dinero suficiente para entrar al cine a mirar una de esas películas de a peso el muerto donde los alemanes eran a la vez tremendamente malos e increíblemente tontos. Como muy pocos tenían radio, tardaron largo tiempo en enterarse bien de lo que estaba pasando en realidad: el golpe de estado aquél, que fue una cosa horrible y que el resto de los habitantes del país mantendría en su memoria como el Doce, sin mencionar ni el mes ni el año, como si hubiese habido un solo doce en todo ese siglo veinte, cambalache de ternos por uniformes, de sombreros por cascos y de democracias por dictaduras. Ellos, que por ser campesinos no tenían la más picha idea de políticas, no lo registraron con ese nombre. No. En su sencillez de gentes que viven con los pies en la tierra, arando, sembrando y cosechando, oteando el cielo, contando nubes, deseando lluvias y temiendo aguaceros, siempre les han concedido mucha más importancia a los corcovos de la naturaleza que a los de la historia y  hasta el día de hoy, cuando se acuerdan del pasado, hablan del año del terremoto, del derrumbe que atascó la bajada del río y lo hizo salirse de madre, del año de la sequía o del invierno grande que lo inundó todo, les ahogó las bestias y los obligó a huir hacia los cerros con una mano adelante y la otra atrás, dejando sus casuchas hundidas en el agua casi hasta el techo. Muchos años después se persignarían con el mismo horror que entonces, recordando las mil desgracias que ocurrieron desde el aciago día aquél, cuando a Don Bolilla se le soltaron los perros.

Los ciudadanos de Puerto del Manglar que, alarmados por las ráfagas de ametralladora que los soldados soltaban de vez en cuando para acentuar con el miedo la orden de encerrarse en sus casas repetida a cada instante por los jeeps premunidos de altavoces que recorrían las calles, encendieron de apuro la radio y rastrearon el dial en busca de noticias de San Diego de Altagracia, se enteraron con asombro de que allá se combatía duro y parejo en las inmediaciones del palacio de gobierno. De vez en cuando y en todos los países de ese bello continente – en el cual desde que se firmaron las actas de la independencia viene practicándose la democracia representativa con permiso de los militares –  suele ocurrir que las fuerzas armadas o una parte de ellas dan un golpe de estado. En tal caso, los golpistas empiezan por pedirle al presidente en ejercicio que se mande a mudar. Así, también, ocurrió ese día. El doctor Valiente fue conminado por la mañana a abandonar en el acto la sede gubernamental y a entregar la conducción del país a los altos mandos de las fuerzas armadas, las cuales – según se le anunció – acababan de constituir una junta de gobierno que se haría cargo de dirigir el cachondeo como Dios manda y de restablecer el orden público, la paz ciudadana y el respeto hacia los bienes ajenos. Así se usaba para todos los pronunciamientos y el instructivo que pone cómo-hay-que-hacerlo-para-dar-un-golpe-de-estado dice clarito y con letras grandes que el presidente depuesto se da a la razón con diligencia y prontitud, y era tanto así, que se cuenta por allá que muchos ex-mandatarios habían salido en pijamas y pantuflas del palacio presidencial y que con el apuro no habían alcanzado siquiera a sacarse las legañas. Nada de extrañarse ni de venir a reírse, porque eso pasaba siempre. O, mejor dicho, casi siempre, porque el Presidente Valiente se les salió del concepto y les dijo que no. No. De aquí no salgo y punto. Advertido del intento de golpe de estado, el hombre abandonó su casa ese día antes de las seis de la mañana, se dirigió a la sede del gobierno y a diferencia de lo que habían hecho hasta entonces todos los presidentes civiles enfrentados a semejante eventualidad, rechazó de plano todas las propuestas de rendición que le hicieron quienes comandaban las tropas golpistas que entretanto procedían ya a bloquear con sus tanques las calles que conducían al palacio, distribuyó a sus hombres en los puntos estratégicos del edificio, se dirigió por radio a la ciudadanía  y se aprestó a resistir hasta el final. Los milicos no querían creer, oiga, lo porfiado que les había salido el doc. Le echaron cincuenta ristras de insultos por el teléfono, le volvieron a preguntar si estaba bien seguro de lo que les estaba diciendo, le advirtieron reiteradamente que si no renunciaba de ipso-facto iba a quedar la cagada y que él sería el principal perjudicado y etcétera etcétera, y como el tío siguiera allí en sus coloradas, se encabronaron y le gritaron que si quería guerra la tendría, y dieron comienzo a la toma del palacio. Las primeras descargas empezaron a oírse a eso de las nueve y cuarto de la mañana en el interior de la construcción cuando los guardiaciviles que hasta ese momento la custodiaban, acatando las órdenes de sus superiores, abandonaron sus puestos para plegarse a los golpistas. El combate acababa de comenzar y en su transcurso se tostaron balas que fue un gusto, oiga. Los que creyeron que los primeros cañonazos les aconcharían los meados a los defensores del palacio y que saldrían de allí muy pronto y con las manos en alto como en las películas, se equivocaron medio a medio porque hasta el cese de las acciones bélicas pasaron varias horas. Confiados en una victoria rápida, sus estrategos no habían incluído en sus planes la necesidad de cocinar el manye para sus hombres, que habían tomado una taza de café y un pan con mantequilla a las cinco y media de la mañana. Hambre, Hambre, jé, jé, jé. Cuatro horas después de iniciado el enfrentamiento, los generales Buendía y Malanoche, que dirigían las tropas de asalto, tras constatar que todavía iban a empate con el enemigo se resignaron a renunciar, por esa vez, a la acostumbrada ceremonia del almuerzo con sus cuatro platos, el vino, la copa y el habano, para conformarse con unos modestísimos bocadillos de lomo de guarro con salsa americana y hojas de lechuga que les mandaron de casa sus respectivas viejas tras preguntarles, impacientes, al teléfono que qué pasaba que se demoraban tanto en ir a comer y que hasta qué hora iban a estar perdiendo el tiempo, habiendo tantas cosas importantes que hacer. Los cocineros de las unidades involucradas en el combate, que acudieron prontamente al campo de batalla con sus ollones y sus olletas desde los regimientos situados en la periferia de la gran capital, tuvieron que cocinar a toda prisa la sopa cuartelera para la tropa sin haber puesto a remojar las alubias la noche anterior, lo que, de durar todavía más tiempo las acciones bélicas sin que cambiara la dirección del viento traería consigo el grave peligro de autoaniquilación de las tropas por la vía del arma química, ya que los milicos que rodeaban el palacio se arracimaban detrás de los tanques, juntitos y apretaditos como los granos de una mazorca de maíz para sacarles el cuerpo a las balas que les disparaban sus empecinados adversarios desde las ventanas del edificio. Y en vista de que el combate amenazaba con prolongarse todavía más, invadiendo incluso las horas sacrosantas de la siesta, los altos mandos del ejército decidieron solicitar su concurso a la fuerza aérea. ”¿No ven?, ¿no ven?” – dijo el comandante de los aviadores con una sonrisa oblicua y sardónica que le enchuecó todavía más la descomunal prominencia de su maxilar inferior el cual, como decían sus subalternos en tono burlón, llegaba media hora antes que él a todas partes. Se aclaró la garganta con un ligero carraspeo y agregó con suficiencia que ”ya sabíamos que tarde o temprano terminarían pidiéndonos que los sacáramos a mear”, y sonriendo todavía cogió el teléfono. ”Muchachos, a despegar el culo porque tenemos un trabajillo. Sí, unos paquetes que entregar en el centro de la ciudad”.  Entre las catorce y las catorce y veinte minutos el bello palacio presidencial, una de las muchas obras que dejó en el paisito el famoso arquitecto Eiffel, fue bombardeado desde el aire por un par de aviones Hawker Hunter. Pero a pesar de que el edificio ardía por los cuatro costados,  los de adentro no aflojaron y la balacera continuó igual no más. Aunque nunca lo dijeron, durante esas horas los atacantes hubieron de reconocer para su capote que los treinticinco civiles que lo defendían les habían deparado una sorpresa gorda y jugosa. Eran muchos menos que ellos, no disponían de armamento pesado y se las arreglaban solamente con fusiles y metralletas, pero tenían lo que hace falta y por eso, porque les salieron mucho más duros de lo que nunca podrían haberse imaginado, los tuvieron horas de horas trabajando. Recién a eso de las tres y media de la tarde las primeras tropas de infantería lograron aproximarse lo necesario y suficiente para entrar en lo que quedaba de la casa de los presidentes. “They said that Valiente committed suicide and is dead now” – comunicó al general en jefe un coronel de apellido Carvacho, que tras algunos meses de perfeccionamiento en una de las bases para entrenamiento anti-guerillas que mantienen los gringos en la Canal Zone de Panamá había aprendido tanto, pero tanto inglés, que desde su regreso tenía serias dificultades para hablar de nuevo en castellano. Suicide. A partir de ese momento díjose que el presidente se había quitado la vida, disparándose con el fusil automático apoyado por debajo de la mandíbula. Hablar de suicidio en tales circunstancias era poco menos que un mal chiste, porque acosar a un cristiano y cercarlo hasta obligarlo a quitarse la vida es lisa y llanamente un asesinato. Es más cobarde que buscarlo, encontrarlo y balearlo derechamente, peleando con él frente a frente, como hacen los hombres. Que si el doctor Valiente había muerto de  suicidio o si lo suicidaron los soldados que entraron al palacio al final de la pelotera apoyándole el cañón de su propio fusil por debajo de la barbilla no terminará nunca de saberse. La versión oficial fue que el hombre se había matado a sí mismo y ésa era la que había que creer a partir desde ese mismo momento y sin remilgos porque ponerla en duda fue desde el principio y hasta quince años después, tan peligroso como ponerse a jugar a la ruleta rusa con seis balas metidas en la nuez del revólver. Lo que sí se sabe, es que tanto el coronel que creía hablar inglés y que contó que Valiente se había suicidado, como también el médico que autopsió su cadáver y certificó oficialmente que las lesiones correspondían a las de un suicidio, al cabo de algún tiempo se quitaron la vida. Por remordimientos de conciencia, por depresión, por penas de amor, por aburrimiento, o vaya a saber el diablo por qué, lo cierto es que esos sí que se suicidaron.  ¿Y el doctor Valiente? – La muerte de Valiente... ¿fue un suicidio, sí o no?...  Bien pensado, ni valía la pena hacerse tantas preguntas. Si en aquel entonces se hubiese dicho que Valiente murió en el palacio de muerte natural, tampoco habría habido ningún motivo para ponerlo en duda: era natural que lo sacaran muerto de un edificio hecho mierda a cañonazos, bombardeado con cohetes, totalmente incendiado y que ya antes de coger fuego había recibido por cada uno de sus lados setenta y dos mil trescientos impactos de balas de los más distintos calibres. Directa o indirectamente, al doctor Valiente lo liquidaron sus contrarios, los cuales en los años siguientes tuvieron tiempo de sobra para demostrar que cada uno de ellos era verdaderamente todo lo contrario que Valiente. Eliminado el doctor Valiente, los uniformados no encontraron obstáculos dignos de mención para hacerse cargo del poder. Un par de horas después estaba disuelto el parlamento, declaradas plaza estratégica todas las administraciones provinciales y municipales, prohibidas las actividades de todos los partidos políticos, intervenidos todos los diarios, todas las radios y todas las estaciones de televisión y enviados al receso los tribunales civiles con la sola excepción de la Corte Superior de Justicia, cuyos doctos integrantes recibirían del ingenio popular el sobrenombre de los pollastres porque pasaron años moviendo sus decalvadas testas igual que las gallinas cuando beben agua para aprobar y aprobar cuanta sentencia dictaron los jueces militares, por absurdas que fueran..., sin cambiarles ni una sola coma. El general que organizó el golpe de estado, un sujeto de horizontes limitados, alma negra y apellido chistoso, regentó largamente la nación, se ciñó estrictamente a las ordenanzas económicas norteamericanas, hizo todavía más ricos a los ricos y amasó una inconmensurable fortuna que compartió paternalmente con sus familiares más cercanos y su descendencia directa. De esa manera terminaron más de cincuenta años de democracia representativa y el país entró en la fase actual de su historia, a la cual los letrados de las próximas centurias describirán seguramente como el período de los cuatrocientos golpes, debido a la enorme frecuencia de los alzamientos de las fuerzas armadas que, como lo hemos visto, a cada cierto tiempo echan a rodar sus tanques y sacan pativolando al respectivo primer mandatario, interrumpiéndole la siesta en su despacho del palacio presidencial. En efecto, tras soportar por largos años una dictadura militar horrorosamente cruel, la ciudadanía consiguió reinstaurar gobiernos civiles, los cuales sin embargo fueron derrocados al poco tiempo y cada vez por un nuevo general que daría un nuevo golpe de estado, convencido de que el escalafón militar no termina con las cinco estrellas pegadas en las hombreras, sino con la banda presidencial terciada sobre el tórax por derecho propio y por amor a la patria. Desde septiembre de mil novecientos setenta y tres y en los cincuentitantos que llevamos de este siglo veintiuno, los tanques han visitado ya cuarentidós veces el palacio de gobierno pero los electores han sido convocados sólo seis veces a elegir un nuevo presidente de la república cuya permanencia en el cargo ha sido tan breve y transitoria como la sobrevida del gusano en el pico del pavo. Los cuatro últimos son los que han durado menos, pero uno de ellos ostenta el récord absoluto: el que menos tiempo ha estado en funciones – hasta el momento – es el licenciado socialdemócrata Don Melitón Alcocéber Hilabaca, de quien se dice que apoyó las nalgas una sola vez sobre el sillón presidencial. Solamente una vez y nada más, porque media hora después de finalizada la ceremonia de transmisión del mando, a la cual habían sido invitados todos los gobernantes de la América del Sur, el presidente de los Estados Unidos de América, el secretario general de las Naciones Unidas, el joven Rey de España, Su Santidad El Papa, el nuevo Zar de todas las Rusias, el Canciller Federal Alemán y el anciano Sir Michael Jackson en representación de la Unicef, y cuando se aprestaba a ponerse de pie para ir a probar el Kir Royal y los petit bouchers de cangrejo con guacamole en la recepción oficial que debía tener lugar en los salones del Hotel Altagracia-Inn, el General Asdrúbal Galtieri, nombrado ese mismo día comandante en jefe del ejército por resolución propia para cautelar los destinos de la institución gravemente amenazados por su predecesor al que acababa de desbancar y mandar a retiro con una estrella menos en las hombreras, lo conminó terminantemente a demostrar altura de miras y civismo de estadista abandonando de inmediato el palacio presidencial y cogiendo el avión que ya lo esperaba en el aeropuerto de Pus Da Güel con la turbina en marcha, más impaciente que sus propios pilotos por llevárselo – ¡y ya! – al ostracismo de por vida. Alcocéber Hilabaca no alcanzó siquiera a entibiar el asiento cuando recibió la terrible notificación. Por e-mail, se entiende: se avanza con la época. 

Dos siniestros estampidos se oyeron esa noche en el primer piso del Chélaton-Melgarejo, el hotel más elegante de Puerto del Manglar, y fueron seguidos, pocos minutos después, de una rápida secuencia de descargas del mismo carácter e igual intensidad. Serían las veintidós horas y su repentino estruendo atravesó los aires de la ciudad oscura y desierta, acuartelada en sus casas y obligada a guardar silencio por el toque de queda. No temas, querido lector: no fue ninguna bomba colocada allí por la resistencia (que simplemente no la hubo), sino tan sólo el champaña liberado súbitamente de las gélidas cárceles de vidrio verdoso selladas con alambre y alcornoque que hasta ese momento lo mantenían constreñido a reventar. A esa hora el Teniente Coronel Ariosto Apostolakis Orrego, comandante de la duodécima División de Ejército, que se había trasladado muy de madrugada desde Alhajuela para coordinar y dirigir personalmente las acciones bélicas de ese día histórico en la ciudad capital de la provincia, ofrecía a sus camaradas de armas y a un grupo de ciudadanos notables un banquete en privado para celebrar esos acontecimientos insólitos e inesperados, convencido y con razón de que ellos harían de ese día una jornada digna de recordación, tanto para quienes los originaron como para los otros ciudadanos, mucho menos favorecidos por la diosa Fortuna, a quienes correspondería paladear en carne propia sus consecuencias menos agradables. Y como esos sucesos pertenecían a los dominios de Ares – ¡que no a los de Afrodita! – Apostolakis, el griego, que tenía eso muy claro en su cabeza desde el principio de su carrera militar y que siempre había repetido hasta el cansancio que las mujeres nada tienen que hacer en el ejército, había escrito en las tarjetas de invitación que la cosa era sólo para hombres. Para machos. Para machos cabríos. Y a cada uno de esos machos cabríos en edad madura o pasaditos ya de maduros lo pasó a buscar a su domicilio un jeep manejado por un milico increíblemente caballero y respetuoso, con el propósito de evitarles el riesgo, no excluíble del todo en esas épicas circunstancias, de que alguna patrulla militar al ver un vehículo particular circulando de noche abriera el fuego antes y no después de gritarles el ¡Alto!, como se les había repetido hasta la saciedad. Como era de esperar, todo aquéllo funcionó con prusiana exactitud y a las diez que las están dando y entre gritos de entusiasmo, el primer corcho chocó contra las nalgas rollizas de Leda, la mitológica, que rodeada de un enjambre de sátiros en bolas y sonriente como siempre esperaba la penetrante embestida de un cisne que más parecía avestruz porque sus alas, en el tamaño normal, no habrían cabido en la pintura que ornamentaba el cielorraso del comedor. Allí estaban los próceres de la jornada, congregados por la alegría del triunfo: el Teniente Coronel en calidad de anfitrión y Jefe de Plaza, acompañado de un séquito de diez de sus oficiales más próximos, a los que se sumó ese selecto puñado de civiles conspicuos y personas de pro, entre otras notabilidades, don Ramón Vilarín, el presidente provincial del sindicato de dueños de camiones; don Celestino de las Mercedes Gil y Puertas, en representación de los latifundistas de la zona; la nariz péndula y los ojos saltones del gringo Kissinger, a la sazón gerente provincial de las plataneras de la Associated Fruit en Póntigo Cobimbano; don Auristemio de las Mercedes Chamúllez Infláustegui, presidente a la vez del partido demócrata-cristiano y de la asociación de comerciantes minoristas; los jueces Epifanio Solovera y Onofre Almonacid; don Sifilio Osandón Jarpa, presidente de la sociedad de fomento fabril; un gringo tuerto de nombre impronunciable y de apellido Schaefer, apodado el Glasauge, que regentaba con mano de hierro a la Colonia Trinidad, un enclave tedesco de arsénico y encaje antiguo que funcionaba desde hacía más de veinte años al interior de Tacarama y muy cerca del límite con la selva, donde las malas lenguas afirmaban que se cocían unas habas de contar y no creer; el doctor Jalil Arcuch Tala, presidente provincial de la Cámara Médica; el guatón Menéndez Subercaseaux, en representación de los empresarios del tabaco y del café; el presidente del Colegio de Abogados, Licenciado Carépico Filorte Echeverría; los Rectores de los Liceos de Hombres de Alhajuela y Puerto del Manglar, don Alcibíades Ochoa Arias y don Filiberto Jeria de Foliot, respectivamente, el jefe provincial de la Cámara de Comercio Mayorista y de Exportación, don Agapito Filorza Ochagavía, miembro notable del grupo de industriales conocido con el seudónimo de las Pirañas, además del notario Valentín Pedralbes de la Església y del doctor Guido Fernández Gucci, representante de la organización Patria y Libertad, la más resoluta de todas cuantas habían hecho oposición hasta el momento y que tres semanas antes del golpe de estado había dejado a oscuras a todo Puerto del Manglar al volar con amón-gelatina tres torres de alta tensión, causando alarma en la población civil, la cual empezó a encontrarles toda la razón a los aristócratas manglareños que afirmaban que el gobierno del doctor Valiente ya no podía sujetar al populacho y por ende era incapaz de garantizar el orden público y la seguridad interior del estado. Qué acontecimiento, oiga. Fue una fiesta inolvidable, un encuentro de ribetes históricos. Había júbilo en los rostros, elocuencia en las palabras y excitación en el brillo de las miradas que rebotaban en el choque cantarino de las copas de cristal rápidamente despojadas del burbujeante obsequio del hotelero que trotaba ese día por los pasillos entre sonrisas y reverencias, repitiendo a cada dos minutos que por ningún motivo habría desaprovechado la oportunidad que se le brindaba de hacer una pequeña atención a tan distinguidos huéspedes en la noche de ese día decisivo, llamado a cambiar de modo tajante y abrupto el curso de la historia. Los discursos, cargados de esa prosodia inquietante, por no decir patética, que impregna las voces de los políticos en los períodos de guerra, mentaban reiteradamente a la patria, a la bandera, al enemigo y a los soldados, y contenían una y cien veces el adjetivo austero, que desde entonces y durante años se disputaría el primer lugar del hit parade del idioma con la palabra fenecida que se usaría en lo sucesivo para mencionar a la Unidad Popular del doctor Valiente, y con la expresión toque de queda, hasta ese momento desconocida para muchísimos manglareños e inimaginable para todos. En el epicentro de ese maremoto de elogios y expresiones de admiración y respeto había quedado él. Cual música celestial sonaban en sus oídos las encomiásticas palabras de sus distinguidos invitados y las escuchaba transportado y cada vez que alguno de esos aristócratas con su mejor sonrisa le decía que  ”...ahora que usté, mi estimado Señor Teniente Coronel, es la primera autoridad en toda la región...”,  Apostolakis empezaba a inflarse. Lo notaba en el tironcito aquél que le estiraba las puntitas a los ojales de su casaca. Serían las expresiones de alabanza que le llovían desde todos lados y que lo hacían henchirse de orgullo o quizás la burbuja de champaña que tenía hacía rato atravesada en la hernia del hiato como un eructo reacio al desalojo silente. Sepa Dios. De todas maneras, con burbuja o sin ella sentíase mucho más orgulloso que embarazado y aunque el verse convertido de la noche a la mañana en gobernante lo habría hecho gritar y dar saltitos y subirse por las paredes aullando de pura alegría, se esforzó en mantener una actitud muy otra porque debía presentarse ante los demás con un aire serio y circunspecto – austero, porque la austeridad a uno tiene que notársele, oiga – y comportarse de acuerdo a la gravedad del momento, con estatura de estadista que debía asumir en el futuro inmediato decisiones trascendentales cuyo análisis le correspondería no a ésa, sino a las generaciones venideras, en una palabra, a la posteridad..., y no sin esfuerzo consiguió mantener ese aire de severidad hasta más allá de la medianoche. Pasada la hora de los discursos escuchó muy serio lo que cada uno de sus invitados se acercó a decirle en tono más o menos confidencial, pero se abstuvo de dar respuestas de inmediato, limitándose a murmurar ”humm, humm...” y a hacer con su cabeza, según el caso, discretísimos gestos de asentimiento o de negación. Estaba claro que cual más, cual menos, todos ellos intentarían aproximársele en algún momento para hacerse notar o para meterle la barreta, y todos lo hicieron. Pero el más pegote de todos fue ese doctor Fernández Gucci cuyo discurso que fue muy, pero muy aplaudido y comentado con muchos qué-bien,-pero-qué-bien-que-habla e interrumpido con bravos y otras manifestaciones de júbilo, en vez de un elogio a su persona había sido un llamado más imperativo que fervoroso a tomar medidas, a vengar las injurias que les había inferido la prensa de izquierdas, a hacer rodar las cabezas de los cabecillas y a extirpar para siempre y desde sus raíces al cáncer marxista que se estaba comiendo a toda la nación. No conforme con el efecto de sus palabras, apenas terminada su pieza oratoria disputóse con los otros notables el turno para intercambiar dos palabritas en privado con él y hacerlo enterarse de cosas que, como le dijo, no eran apropiadas para el oído de un ciudadano cualquiera por notable que fuese. Al coronel no dejó de llamarle la atención el interés que demostraba ahora, súbitamente, en conversar con él porque hasta el día anterior nunca le había prestado la menor atención, por no decir que lo miraba en menos, como hacía, según los manglareños, con todos aquellos simples mortales que no tenían la venia de alguna universidad para escribir la palabra doctor antes de su propio nombre. Ganas tuvo de recordárselo echándole un buen puyazo, pero prefirió darle primeramente un par de azotes con el látigo de la indiferencia y escuchó sus palabras con un aire intencionadamente desganado que el galeno, de pronto humilde y amistoso, en su afán por comunicarse con él pareció no advertir del todo porque siguió como si nada, hinchándole los huevos con su incesante bla-bla y le costó más de un poco sacárselo de encima porque en lugar de quedarse conversando con los oficiales a quienes trató de endosárselo diciéndole que eran ellos los encargados del aspecto aquél que a él tanto le interesaba, el hombre insistía una y otra vez en volver a la carga, persiguiéndolo literalmente para meterle mandíbula, sin darle tregua ni para respirar. Estaba en ésas de aguantarle el rollo, cuando uno de sus subordinados – el teniente Larraguibel – se le aproximó y le habló algo al oído. Apostolakis hizo callar al doctor con un gesto de su mano derecha, cogió con ella un cuchillo y golpeteó con él una garrafa de vino para imponer el silencio. ”Una comunicación sumamente importante, mis queridos amigos, y perdone usté que lo haya interrumpido, mi estimado Fernández, pero lo primero es lo primero”..., y acto seguido se aclaró la garganta y con patriótica entonación llamó a sus invitados a levantarse de la mesa y a ponerse en marcha con coraje y valentía, comportándose como hombres de pelo en pecho. Las niñas estaban listas, esperándolos ansiosas y perfumadas, y esta vez, igual que para Santa Rosa, con todo, incluso aquéllo, completamente gratis. Diez minutos después de su anuncio se hizo el silencio en el Chélaton-Melgarejo cuando una caravana de vehículos militares salió de él y tomó rápidamente el camino hacia el burdel de la Papaya, que todavía seguía siendo el mejor de Puerto del Manglar.


 

 

EDGARDO SALAS SANTANA: Nacido el 23 de Octubre de 1941 en el puerto de Antofagasta, aprendió de su madre a leer y escribir a los cuatro años de edad. Hizo sus estudios en el Colegio San Luis y después, en el Liceo de Hombres de Antofagasta. Después del bachillerato estudió Medicina en la Universidad de Concepción entre los años 1958 y 1964, obteniendo su título de Médico-Cirujano en Junio de 1965. Tras ejercer durante cinco años como médico general de zona en Los Lagos y en Valdivia, hizo su primera especialización como médico de niños en el Departamento de Pediatría del Hospital San Juan de Dios, de Santiago de Chile, entre los años 1970 y 1973. Finalizada su beca de especialización se desempeñó como médico pediatra en el Hospital Regional de Valdivia entre Junio y Septiembre de 1973.

Hombre de izquierda desde muy joven, participó con profunda convicción en las contiendas políticas tanto a nivel universitario como en el plano nacional, compartiendo alegrías y desilusiones, glorias y pellejerías con la clase trabajadora de su patria. Arbitrariamente exonerado de cargo pocos días después del golpe de estado de 1973, hubo de marchar al exilio como otros tantos miles de chilenos. Después de una breve permanencia en el Perú que recuerda con gratitud hasta el día de hoy, se trasladó a la República Federal de Alemania, donde hizo su segunda especialización como médico, esta vez en Anestesia y Terapia Intensiva Quirúrgica en la Clínica Universitaria de Marburgo, además de su doctorado en Medicina en la Universidad de Muenster. Durante su exilio y hasta la finalización de la dictadura militar trabajó constantemente en las tareas de solidaridad con el pueblo chileno, apoyándolo en su lucha por reinstaurar la democracia. Desde Agosto de 1978 trabaja en el Hospital “Rosenhoehe” (“La colina de las rosas”) del Ayuntamiento de la ciudad de Bielefeld, en el estado alemán de Renania del Norte-Westfalia.

Casado desde 1970, vive en Alemania con su esposa Juanita , sus hijas Juanita y Paula y su nieta Naomi. Divide su tiempo a duras penas entre el ejercicio de la medicina, una montaña interminable de traducciones de textos científicos desde el inglés, francés, alemán e italiano, y el difícil pero definitivamente fascinante arte de la caricatura.

Obras publicadas en Chile: La "Letanía nostálgica a las comidas de Chile"  (Inscr. Nr. 85.663 ,escrita en 1985 y publicada en Chile en 1993) y el "Libro del Pedo" (Inscr. Nr. 92684; ISBN No. 956272192-2, publicado en 1994) que tiene la pretensión de ser el ensayo más completo que existe en la lengua castellana sobre tan espinudo tema. "El Oráculo de la Patata", novela que contiene el capítulo que mostramos, se encuentra inédita.

 

 

 

 

 
 

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letras.s5.com , proyecto patrimonio, EDGARDO SALAS SANTANA: "El Oráculo de la Patata", Capitulo cuatro.

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