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"Atar las Naves" de Enrique Winter

SIN DESATAR LO ATADO

Por Elvira Hernández
Santiago, 16 de diciembre de 2003

 

 

De pronto, al leer algunos libros de jóvenes que se inician en la tarea de escribir poemas, se me hace visible en ellos, las huellas inequívocas de que "la juventud divino tesoro" - muy entre comillas, por lo cada vez menos atesorada que es, por nuestras sociedades - ha sido capturada por la mano férrea y enguantada de la poesía, que ha sometido a estos jóvenes a su disciplina, a su medida de siglos; que les ha inyectado o les ha dado de beber o de aspirar en páginas escogidas su demonio, su daimon, y que por lo mismo los ha conmovido en grados indecibles en noches y días que podrán ser lustros. En ese tiempo se han hecho veteranos y veteranas, se han ejercitado para alcanzar - y es el caso de Enrique Winter - el lugar desde donde pudiera levantarse una poesía auténtica que siempre pondrá su raíz en las más íntimas y desentrañadas experiencias vitales.

Es ahí cuando la manida cascarilla de poeta joven cae por innecesaria. Por cierto seguirán dando vueltas por el mundo un sinnúmero de poetas jóvenes, pero en el papel, habrán cargado con el peso de las páginas, lo que se observa en Atar las Naves, un primer libro que nada tiene de primerizo.

Es entonces, también, cuando mi tarea de presentadora, mi labor de intermediaria se me vuelve tortuosa y es además la razón por la que creo los críticos tienen tan poco que decir en este ámbito: es la poesía en grado sumo, experiencia directa innegable entre el poeta y su lector y no se puede con una operación verbal de escritorio, taponear esas sutiles vías de contacto, que acá diré navegación.

Por esto no es una bicoca hablar de la aparición de un nuevo poeta en el horizonte de este extraño universo siempre en expansión; hablar del asomo de una nueva visión de mundo. Se supone que debería ser algo desconocido que nos impacta y hace mella. Algo no recomendable para ver por televisión sino para salir directamente a su encuentro.

Hablo entonces brevemente de este encuentro (ya Uds. tendrán el suyo) pero no con Enrique Winter, porque los autores siempre ocuparon un segundo o uno de los planos más alejados en relación al libro que es el que tiene que saltarnos a la vista. Voy al encuentro de lo que él llama "canto huero" por disconformidad, creo, con esa contienda de la creación que deja sabor a nada; no encallado - y por ello pasa a letra chica - en espejismos y cantos de sirenas, en esa compleja relación con lo que ha salido, supuestamente, de la mano propia.

Atar las Naves oscila entre la proposición y la incitación a la lectura aun cuando estimo que tensa también la cuerda oculta de la seducción; nos impele a desembarcar, a adentrarnos - parafraseando a Marianne Moore - con "las hojas de los remos" y "los pies de arañas náuticas" en tierras de aventuras la poesía - pero no nos amarra a ella pues somos seres desatados en la vida - y quizás ése sea el quid. La desazón de una aventura libresca en la desventura del mundo. Las naves quedan allí por si alguien tiene una buena idea, un buen final.

Constato y celebro en lo que celebración tiene de peso ritual, de poner el dedo en la llaga, las manifestaciones de la imaginación, que sabe dejar cabos sueltos, tramar redes y cordajes y más de alguna hilacha anudarla gordianamente. Porque hay una cuerda íntima, un cordón umbilical que va irrigando lo que se escribe de esos altibajos humanos, a los que igual se les acerca un trozo de confianza, para mitigar lo que se degrada, se despotencia, se vuelve antiheroico. Celebro las efusiones y derivaciones que nos recuerdan que si alguna vez nuestros buses fueron góndolas que pasaban por sobre un río de gente, ahora son las micros los grandes navíos de esta casi antiaventura (y todo en pequeño), que nos llevan no por otros ríos sino por otros líos, ataduras, atados - con mucho atado - a ese mar seco que ya sabemos qué es.

Celebro, por último la sordina de la palabra, aquella que dice "Son nuestras odiseas no más que el tardo estudio / y cruzar a mitad de cuadra, un viaje" porque lo que apareja la palabra y mueve, no tiene otro destino que hacernos visible lo invisible: las huellas de nuestro infortunio.


Santiago, 16 de diciembre de 2003


 

 

 

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Enrique Winter: Sin desatar lo atado,
por Elvira Hernández.
16 de diciembre de 2003.