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BAÚL
Juan Manuel Mancilla

Por Enrique Winter

 


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Sus amigos guitarrean a los Beatles y Mancilla, el dueño de las guitarras y autor de estos poemas que no deberían pasar desapercibidos, pide “Blue Jay Way”. La niebla del tema y las muecas de sus amigos se esparcen en la lectura de Baúl, porque el serenense rehúye aquí del hit de las frases sencillas y unívocas, de la urgencia de ir al grano. Por el contrario, se toma licencias escasas en la poesía chilena: ya en el segundo poema las “tazas sin orejas” tampoco tienen ojos y en el tercero comienzan los sustantivos a convertirse en adjetivos (“pudor escalero”) y, más adelante, en verbos (“su frente se hoja”). De los idiomas germánicos toma no solo esta ambigüedad de las funciones de las palabras dentro de la frase sino también la tendencia a las aliteraciones, o sea, a la repetición sonora de las consonantes. Cuando las lágrimas son “sacadas al ámbar al sol de ambas que embaraza”, la barriga de la be es la de la embarazada y ambas, madre e hija, pasan a contenerse en esa palabra preñada de sentidos, la lágrima de ámbar adquiere la textura de la vida y las palabras antedichas, por parecidas, cuelan “amar”, que no está escrita ahí. Como el ejercicio lo hace en castellano aprovecha las virtudes propias de nuestro idioma para rimar con la naturalidad de los niños y la rima, se sabe, opera en base a las vocales. Entonces en la propuesta de Mancilla, sobre todo en “Disparos al aire”, la primera de las tres secciones, todas las letras, consonantes y vocales remiten a otras y “enmaderan compuerta cielo peso estelas tez de nuez”. En Baúl el medio es el masaje.

Salvo la dudosa traducción al inglés del himno chileno, que sugiere la venta patria al capital de las trasnacionales, los poemas de Mancilla no tienen versos y el ritmo que impondría la respiración al final de cada línea en la poesía tradicional –en los casos menos inspirados esta respiración coincide con la unidad de la frase gramatical y del sentido–, aquí es un ritmo interno, una musiquilla que depende activamente del lector. Porque el autor tampoco ofrece una puntuación que sirva de alitas flotadoras en el mar al que nos lanza.

Evidentemente poemas así corren el riesgo de que el sentido se hunda. Una estrategia de Mancilla para retenerlo son las referencias a la música popular y si uno ya conoce la canción, por ejemplo “Space Oddity” de David Bowie, es inevitable calzar el canto al taa tata tataa tatata que sigue a la cita, como si esta fuera la partitura y nosotros, al fin, los intérpretes. Otra de sus estrategias es cortar palabras generando nuevos significados que detienen la lectura rápida: “sol dados”, “acampa nadas” escribe como cuando cantamos el coro “please don’t be long” en “Blue Jay Way” y por “be long” no pensamos en demorarnos sino en pertenecer (“belong”). Luego separa los poemas más densos con hojas de colores (blanca, azul y rojo), para que descansemos en la seguridad de la patria y de la falta de texto. Las titula “remiendo” y la bandera, ese trozo de tela, es lo único que no viene cosido al libro, lo único de lo que podemos desprendernos sin romperlo. De esta forma, Baúl se hace responsable del soporte, evidenciándolo más en las secciones “Subidas desde el iPhone” y “Photoshopeadas”. El medio es el masaje, pero masaje también hay: “los que se despiden no sean los que se apiaden” pide con la lucidez política que, por momentos, cede al ingenio en la última sección, “Panorámicas del espacio nacional”. La investigación lingüística del primer Baúl supera la sociológica y gráfica de los tercios siguientes, lo que tiene menos que ver con la calidad de su propuesta que con el estado del arte. Mientras su musicalidad parece venir de una década futura, su crítica social y su visualidad remiten sin renuevos a décadas pasadas. Esto, sin embargo, no mancilla el mérito de Baúl ni los dos aciertos que comparto con el postfacista –el autor del postfacio sobrevive en esta palabra al fascismo–: el de Baúl “es un lenguaje que rehúye lo funcional”, dice Álex Schlenker, para “redescubrir al mundo como casi nadie quiere verlo”. La poesía de Mancilla experimenta con el lenguaje, pero sucede en el mundo y, como en el verso de Robert Frost, eso hace toda la diferencia.


 

 

 

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